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Reuben estaba en un apuro. Tras llegar a South Ridge había estado a punto de toparse con Joe Knox mientras caminaba por la calle del desangelado pueblecito. Al cabo de una hora, volvió al coche y se marchó. Telefoneó a Annabelle emocionado y se lo contó. Luego, mientras salía del pueblo y le faltaba poco para perderlo de vista, se le había pinchado una rueda de la Indian. Había parado a un lado de la carretera y vuelto a telefonear a Annabelle.

—No hagas nada, Reuben —le dijo ella—. Vamos a acabar con los dos pueblos que nos faltan e iremos a recogerte.

—¿Por qué no venís ahora y así seguimos a Knox?

—Para cuando lleguemos, ya estará lejos. Si no ha encontrado a Oliver en South Ridge, quizá lo encontremos nosotros antes. ¿A qué pueblo crees que irá ahora?

Reuben consultó el mapa y miró alrededor.

—Diría que a Divine.

—De acuerdo, vuelve a llamar si hay alguna novedad.

Reuben colgó, miró la rueda pinchada con cara de pocos amigos y le dio una patada. Después de tantos años, la Indian al final le había fallado. Lo peor era que normalmente llevaba una de recambio en el sidecar, pero la había sacado para que cupieran todos los trastos que Annabelle le había pedido.

Se sentó en el arcén y consideró la situación. Si aquel era el primer pueblo que Knox visitaba, todavía le faltaban tres. Así pues, había un tercio de posibilidades de que Oliver estuviera en Divine. No era gran cosa, pero podía ser peor. Tendría que cruzar los dedos para que Divine no resultara ser donde al agente federal le tocara el gordo y Oliver encontrara su más que probable pena de muerte.

Melanie Knox había llamado a su padre varias veces en vano. El hecho de que Joe Knox no respondiera ni le devolviera la llamada no le sorprendía. Sin embargo, su última conversación con él la había dejado preocupada. Sus comentarios habían tenido cierto deje fatalista. Una especie de «vive el presente», como si desconfiara del futuro.

Así pues, fue en taxi a la casa de su padre y pidió al taxista que esperara. Al abrir la puerta, le sorprendió no oír la alarma. Su padre era muy escrupuloso y siempre la conectaba cuando se ausentaba. Encendió las luces y tuvo que reprimirse para no gritar.

La casa estaba patas arriba. Al principio pensó que habían entrado a robar y su primer impulso fue salir corriendo por si los ladrones seguían allí. Por precaución, salió a poner al corriente al taxista y le pidió que llamara a la policía si no regresaba en cinco minutos. Volvió al interior, cogió un pesado jarrón del recibidor y avanzó con cautela. Dejó la puerta de entrada abierta por si acaso.

Tardó menos de cinco minutos en comprobar que ya no había nadie. Se asomó a la ventana del dormitorio de la planta de arriba e indicó con señas al taxista que todo iba bien. Volvió dentro y se puso a buscar de forma más concienzuda. Sabía que su padre tenía dos cajas fuertes en la casa. Una estaba en el dormitorio y la otra detrás de un panel del garaje; ambas estaban intactas. Tampoco parecía que faltara ningún objeto de valor.

Aquello apuntaba a una única posibilidad: quien había entrado en la casa no buscaba objetos de valor, y además conocía el código de la alarma.

Entró en el estudio de su padre y miró alrededor. Sabía que allí era donde guardaba las cosas del trabajo. Aunque Melanie también sabía que, por norma, su padre no dejaba ningún documento importante por ahí. Encendió la luz, se agachó y empezó a revisar las pilas de papel que había por el suelo. Media hora más tarde sólo había encontrado una cosa interesante: una lista con nombres. No le sonaba ninguno, pero uno le llamó la atención.

Alex Ford era un agente del Servicio Secreto que trabajaba en la oficina de campo de Washington. Ignoraba por qué figuraba en la lista de su padre. Pero sí sabía una cosa: lo llamaría para preguntarle si estaba al corriente de en qué andaba su padre.

Corrió al taxi después de cerrar la puerta con llave y encender la alarma. Cuando se arrellanó resollando en el asiento, tuvo la inquietante sensación de que el «trabajo» de su padre había acabado volviéndose contra él.