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Annabelle y Caleb habían vuelto a la estación de autobuses y se enteraron de que, un poco antes de la hora programada, el mismo conductor estaba a punto de salir con varios pasajeros para hacer la misma ruta que Stone. Annabelle consiguió un asiento justo detrás del conductor y lo acribilló a preguntas mientras Caleb los seguía en la furgoneta. Cuando llevaban media hora de trayecto, Annabelle vio que una motocicleta 1924 Indian con un curioso sidecar a la izquierda los adelantaba, pero luego se rezagaba para situarse detrás de la furgoneta.

Suspiró aliviada. El gran Reuben Rhodes había llegado. Era muy probable que necesitaran su poderío. Le había pedido a Reuben que trajera unas cuantas cosas que podrían serles útiles. Observó con satisfacción que el sidecar iba bien lleno.

Al cabo de unas horas, Annabelle se apeó del autobús en medio de una carretera con curvas flanqueada por la montaña por un lado y una marcada pendiente por el otro. Según el conductor, allí era donde Stone y su amigo habían bajado.

—Pues sí que despiertan interés esos dos —añadió antes de que ella bajara—. ¿Qué pasa?

—Seguridad nacional.

—¿Seguridad nacional? Pues parecían un par de vagabundos.

—Si usted huyera de los federales, ¿cómo se vestiría?

—Ya.

—¿Está seguro de que no recuerda que mencionaran adónde iban?

—El chico se levantó y pidió que lo dejara aquí. El tipo mayor bajó con él. —Hizo una pausa—. El chico llevaba una cazadora de estudiante. De esas de deporte.

—¿Se fijó en el nombre de la escuela? ¿Universidad? ¿Instituto?

—No me fijé tanto.

Annabelle le enseñó una hoja en la que había tomado notas.

—¿Estas son las poblaciones cercanas? ¿Todas? ¿Seguro?

—Señora, no hay muchas que digamos. Feliz búsqueda.

Cerró la puerta y el autobús se alejó.

Annabelle se reunió con Caleb y Reuben y les contó lo que había averiguado.

—Knox está haciendo exactamente lo mismo que nosotros —dijo—, la única diferencia es que nos lleva ventaja.

—Sí, pero nosotros somos tres —repuso Reuben—. Podemos dividirnos. Yo iré a dos de esos sitios y vosotros a los otros.

—Buena idea —aprobó Caleb.

—¿Has traído todo lo que te pedí? —preguntó Annabelle.

—Sí, pero me siento como si llevara un departamento de atrezo de Hollywood.

—Nunca se sabe cuándo pueden resultar útiles ciertas cosas. Las cargaremos en la furgoneta.

Cuando acabaron, ella miró el papel.

—Caleb y yo iremos a Mize y Tazburg. Reuben, tú irás a South Ridge y Divine. —Sacó unos mapas del bolso y se los tendió a Reuben—. Los he cogido en la estación de autobuses. Las poblaciones parecen estar a dos o tres horas de distancia entre sí. No están tan lejos en línea recta, pero todas las carreteras son secundarias y con curvas, y atraviesan montañas.

—Carreteras con curvas. El terreno perfecto para ir en la Indian —dijo Reuben, dando una palmada cariñosa al depósito de la motocicleta.

—Yo me mareo —dijo Caleb—. Y no es una queja —añadió rápidamente cuando Annabelle le lanzó una mirada.

—Nos mantendremos en contacto a través del móvil. Cuando alguno de nosotros descubra algo concluyente, podemos reunirnos en apenas un par de horas. —Le entregó una fotografía a Reuben—. Aquí tienes una foto de Knox, por si te lo encuentras.

—Gracias —dijo Reuben mientras montaba en la moto y volvía a encasquetarse el casco y las gafas antiguas.

—¿Y si encontramos a Oliver a la vez que Knox? —preguntó Caleb.

—Pues le convencemos de que deje que Oliver venga con nosotros —dijo Reuben.

—Es un federal, no va a hacer tal cosa, Reuben.

—Sí que lo hará si somos realmente convincentes.

—No podemos cargarnos a un federal —dijo Caleb—. Incluso el nuevo Caleb con testosterona tiene sus límites.

—Caleb —dijo Annabelle—, ya nos preocuparemos de eso si es necesario. Ahora mismo lo único que quiero es encontrar a Oliver. Y cuanto más tiempo pasemos aquí parados, más posibilidades tendrá Knox de encontrarlo antes.

Reuben accionó el pedal de arranque de la Indian y el motor rugió. Se despidió con un pequeño gesto, lanzó una mirada a uno de los mapas y se marchó en dirección este.

Annabelle se disponía a sentarse al volante, pero Caleb se lo impidió.

—Conduzco yo —dijo. Subió a la furgoneta de un salto e introdujo las llaves en el contacto.

—¿Por qué?

—No sabes conducir por carreteras con curvas. Eres demasiado brusca. Por eso me he mareado.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué pasa si, llegado el momento, necesitamos conducir realmente rápido, Caleb?

—¡Sube!

—¿Qué?

Caleb encendió el motor y Annabelle tuvo que rodear el vehículo rápidamente y montarse antes de que saliera disparado. Aceleró tan rápido que ella se cayó al asiento trasero.

—¿Qué coño estás haciendo? —gritó mientras intentaba levantarse.

—¡Llegado el momento, yo soy quién va al volante!

Ella se las apañó para sentarse en el asiento delantero y se ciñó el cinturón rápidamente mientras Caleb tomaba una curva tras otra a casi ochenta kilómetros por hora. Cuando lo miró, se dio cuenta de la pericia con que manejaba el volante y luego se percató de la suavidad con que la voluminosa furgoneta, que no estaba ni mucho menos diseñada para ese tipo de terreno, se deslizaba por la carretera.

—Caleb, ¿cómo lo haces?

—Sé conducir, ¿vale? Tenías que haberme visto en casa de un tío que se llama Tyler Reinke. Hice volar el Nova.

—Ya veo que sabes conducir. Pero ¿cómo?

Caleb suspiró.

—¿Por qué te crees que he conservado esa birria de Nova todos estos años?

—No sé. Pensé que eras tacaño o que tenías mal gusto. O ambos.

—Bueno, soy tacaño pero lo cierto es que tengo gusto. No, es por mi padre.

—¿A qué te refieres?

—Mi padre era piloto de carreras en pista de tierra.

—¡No me lo puedo creer!

—Cuando se retiró de las carreras trabajó en el equipo de boxes para Richard Petty en la NASCAR.

—¿Richard, el Rey?

Caleb asintió.

—Yo era su protegido.

—¿Qué?

—Ya me has oído.

—¿Qué fuiste el protegido de Richard Petty? Anda ya. Te estás quedando conmigo.

—Annabelle, empecé a pilotar karts con seis años. Luego pasé a los coches de carreras júnior, después a las carreras de aceleración en coches preparados, y continué hasta acabar siempre entre los tres primeros e incluso ganar el premio al novato del año en una ocasión. Acabé siendo el número uno en la escuela de conducción para la NASCAR, y estaba a punto de iniciar mi trayectoria en las grandes competiciones como segundo piloto del equipo Chevy de Billy Nelson. Habían ganado la Copa Winston tres años seguidos y Bobby Addison, su primer piloto y ganador en cuatro ocasiones de la Daytona 500, sería mi mentor. Estaba todo preparado, pero se fue al garete.

—¿Qué ocurrió?

—Estaba dando una vuelta de entrenamiento en Darlington cuando me salí de la tercera curva a casi trescientos kilómetros por hora. Perdí el control del coche, choqué contra un muro, reventé un neumático delantero, me cargué la suspensión, me deslicé hasta la zona interior, di una vuelta de campana y arrollé a un equipo de boxes.

—Oh, Dios mío.

—Mi equipo de boxes —puntualizó Caleb con solemnidad—. Mi equipo de boxes particular.

Annabelle soltó un grito ahogado.

—Entre ellos no estaba tu padre, ¿verdad?

Caleb le echó un rápido vistazo con ojos llorosos.

—Pasó cuatro meses en el hospital, pero al final se recuperó. Después de lo ocurrido fui incapaz de seguir. No podía cambiar de marcha, ni pisar a fondo un acelerador, ni siquiera era capaz de subir al coche. Así que lo dejé. Di un giro a mi vida. Pasé de la velocidad a las bibliotecas. Me alejé todo lo posible de aquella vida, pero conservé el Nova. Era uno de los primeros coches con que había participado en una carrera. Lo pinté de ese gris tan feo para tapar los números y las franjas. El coche número veintidós, me llamaban el Doble Dos. No tenía un aspecto extraordinario, pero, bajo el capó, ese coche tenía poderío. Doble carburador, leva superior, más de cuatrocientos caballos y un acelerador que nunca me defraudaba. Siempre que necesitaba meterle caña respondía. Hace años, a altas horas de la noche solía llevarlo por rectas, cuando Centreville era todavía un pueblo. Más de una vez lo puse a casi 250 por hora. Qué tiempos aquellos…

—Caleb, lo siento mucho. —Le dio un ligero apretón en el hombro.

Hubo unos instantes de silencio.

—Eh, te lo has creído, ¿verdad?

Ella lo miró. Caleb sonreía de oreja a oreja.

—Venga ya, ¿yo el protegido de Richard Petty? ¿Yo?

—¿Te lo has inventado? ¡Cerdo! —Le dio un buen mamporro en el hombro, pero su expresión era de admiración.

—Siempre pensé que tenía talento para contar historias. Me he pasado gran parte de mi vida adulta rodeado de libros. En algo se me tenía que notar.

—Pero eso no explica que sepas conducir tan bien.

—Crecí en la ladera de una montaña en Pensilvania. Lo primero que conduje fue una excavadora Bobcat por un camino de tierra que hace que esta carretera llena de grava parezca una autopista alemana. —Hizo una pausa—. Y sí que participé en alguna carrera cuando cumplí los dieciocho. Sobre todo en cafeteras por caminos de tierra. Pero después de mi tercer accidente casi mortal, decidí dedicarme a la bibliotecología. Pero sigo siendo un gran fan de la NASCAR.

—Caleb, veo una nueva faceta tuya.

—Sí, bueno, todos tenemos secretos.

—El Camel Club más que la mayoría, por lo que veo.