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Knox entró en Tazberg y pasó por la comisaría. Aparcó y observó a los agentes uniformados entrando y saliendo, algunos a pie, mientras que otros subían a viejos Ford LTD embarrados y se marchaban deprisa. El centro de la población estaba compuesto por unos cuantos edificios de ladrillo visto y madera, algunos ligeramente inclinados entre sí, con viejas líneas de teléfono que los conectaban y los coches aparcados en batería delante. Había pasado por un largo túnel que cruzaba una parte de la montaña para llegar allí. Le parecía haber cruzado una frontera.

«¿En qué país estoy?».

Extrajo las fotos de Carr y las repasó una vez más. Puso el coche en marcha y fue parando poco a poco. Recorrería la pequeña zona del centro calle por calle. A juzgar por lo que veía, no tardaría más de cinco minutos. Luego iría a comer algo al restaurante del pueblo. No sacaría la placa ni enseñaría las fotos. Se limitaría a observar. Contaba con una gran ventaja. Sabía bastante bien qué aspecto tenía Carr, mientras que este no tenía ni idea de él. Aprovecharía esa circunstancia al máximo. Si aquello no funcionaba, acabaría yendo a la policía para pedir su colaboración. Al menos tenía un plan.

Al cabo de tres horas y después de haber aposentado el trasero en tres locales de mala muerte y tomado más cafés de los que su estómago necesitaba, llegó a la conclusión de que había fallado.

Aparcó delante de la comisaría, entró, enseñó sus credenciales, explicó su misión de la forma más sucinta posible, es decir, soltándoles la típica sarta de galimatías intimidantes. No le sirvió de nada, porque si bien los policías se emocionaron al saber que un peligroso delincuente podía estar en su entorno, no le ayudaron en nada. Ninguno de ellos había visto a nadie que se pareciera al hombre de la foto. Aunque un joven ayudante del sheriff mencionó que un hombre que se parecía a aquel había vivido en Tazburg durante sesenta y tres años, y no era otro que su padre. Knox les dio las gracias y volvió al coche.

Antes de llegar, le sonó el móvil.

Era Hayes. El jefe no estaba contento. De todos modos, Knox nunca le había visto realmente contento por nada. Knox estaba con él cuando cayó el muro de Berlín. Mientras todos alzaban las copas de champán y brindaban por la victoria, Hayes se había limitado a sorber un refresco y a mascullar: «Ya era hora, joder».

—¿Sí, señor?

—¿Alguna vez me has oído dar una orden en vano?

—Nunca.

—Cuando te ordené que me informaras regularmente, no me refería a cuando te plazca —bramó.

Knox pisó el acelerador y dejó atrás rápidamente el pueblecito de Tazburg. No quería que la inminente explosión de megatones de Hayes llegara a arrasar aquel lugar.

—Bueno, general, usted es un hombre ocupado y, si tuviera algo relevante de lo que informarle, lo haría. —Antes de que Hayes le soltara otra andanada, añadió—: De hecho estaba a punto de llamarle. He reducido la zona de búsqueda a cuatro localidades. Acabo de estar en una y me dirijo a otra ahora mismo.

—Dame los nombres.

Knox se esperaba esa orden.

—Con el debido respeto, señor, ¿puedo saber por qué?

—¿Por qué quiero saber dónde se desarrolla tu investigación? ¿Estás colocado, Knox?

—Totalmente sobrio, se lo aseguro. Pero si su plan es llenar la zona de agentes, en mi opinión eso resultaría contraproducente. Aquí nos miran con recelo y, según tengo entendido, Carr ya ha entablado amistad con lugareños. Quizá le protejan.

—¿Por qué harían tal cosa?

—Somos los malos del gobierno que van por un veterano de Vietnam. Puede haberse inventado cualquier historia sobre su pasado. Créame, señor, he visto suficientes furgonetas con escopetas y rifles para cazar ciervos en los portaequipajes, banderas confederadas ondeando en los porches y adhesivos para el guardabarros que ponen: «Gracias por la visita, ahora lárgate», como para darme cuenta de cuándo nos es hostil el ambiente. Incluso he visto un graffiti de tres metros de alto en un paso elevado ferroviario que aseguraba: «¡Los federales no valen una mierda!». No pude evitar fijarme en que, a juzgar por el estado de la pintura, lleva décadas allí sin que nadie haya intentado limpiarlo.

—¿Dónde coño estás, Knox? ¡Contesta de una vez!

«Bueno, ahora pasamos al plan B.»

Aceleró, bajó la ventanilla y sacó el teléfono para dejarlo a merced del viento. Luego se asomó por la ventanilla y habló.

—General… kilómetro… frontera… hora… berg.

—¡Knox! —bramó Hayes—. Te estoy perdiendo.

Fingió no oírle. De perdidos, al río. Tal vez su hija abogada pudiera representarle en el juicio por insubordinación. Aunque probablemente Hayes no se molestara en ir a ningún juicio. Knox sencillamente desaparecería.

—A continuación… informe… investigación… oeste… pista. —Era tan absurdo que tenía que contener la risa.

—¡Maldita sea, Knox!

Apagó el teléfono, volvió a subir la ventanilla y se arregló el pelo. Con un poco de suerte, a Hayes le entraría tal ataque que lo encontrarían con la cabeza sobre su escritorio, víctima de un ataque al corazón mortal inducido por Joe Knox.

Dirigió el vehículo hacia la siguiente población de la lista.