Joe Knox se sentía bien por primera vez desde hacía mucho tiempo. Había burlado a sus perseguidores y podía retomar la investigación con tranquilidad. Miró el mapa que tenía en el asiento del pasajero. El empleado de la empresa de autobuses le había dado indicaciones bastante precisas del lugar en que el autobús había dejado a Carr y su amigo. Knox calculó la distancia aproximada. Probablemente una hora más de conducción.
Al llegar, redujo la velocidad y miró en derredor. La verdad era que sí estaba en el culo del mundo. O quizá no. Pulsó varios botones del sistema de navegación y en la pantalla aparecieron varias poblaciones relativamente cercanas.
—Tazburg, Mize, Divine, South Ridge —leyó en voz alta.
Aquellos poblados estaban diseminados en distintas direcciones. ¿Hacia cuál ir? ¿Y qué debía hacer cuando llegara? Su experiencia en el último pueblo no había resultado positiva. Juró no volver a enseñar la placa de federal bajo ningún concepto. Y encima era forastero, por lo que la gente recelaría de todos modos. Si Carr seguía todavía en alguno de esos lugares, quizá ya se hubiera congraciado con los lugareños. Era posible que Knox se estuviera metiendo en algo que acabaría no gustándole. Y el conductor del autobús había dicho que Carr iba acompañado por un joven. ¿Acaso era un lugareño? Si ese era el caso, no se lo había dicho al conductor.
Knox aparcó a un lado y dejó el motor en marcha mientras estudiaba el GPS. Suspiró. Joder, incluso para expertos en servicios de inteligencia como él, a veces la situación se reducía a decisiones tan sencillas como aquella.
Cerró los ojos y presionó la pantalla con el dedo. Cuando abrió los ojos y retiró el dedo, apareció el nombre del pueblo escogido. Tenía un veinticinco por ciento de posibilidades de acertar.
«Tazburg, Virginia, allá voy». Puso la marcha y regresó a la carretera.
Mientras Joe Knox disfrutaba de un momento de euforia poco habitual, Annabelle golpeaba el volante con las manos. Habían estado dando vueltas intentando encontrar el rastro, pero la tercera vez que pasaron por delante de la misma gasolinera, entró y se detuvo derrapando. En ese momento observaba con mala cara a un perro que tomaba el sol junto a la bomba de aire, y que cada poco se lamía sus partes pudendas.
—No vamos bien, ¿verdad? —dijo Caleb.
—¡A ti qué te parece!
—¿Se te ocurre algo?
Ella lo fulminó con la mirada.
—¿Por qué es siempre a mí a quien tienen que ocurrírsele las ideas, don Bibliotecario del Congreso?
—He preguntado porque resulta que tengo una… me refiero a una idea.
Annabelle tamborileó con los dedos en el volante mientras lo miraba expectante.
—¿Quieres saberla? —preguntó Caleb con sequedad.
—¡Sí!
—No me gusta que me griten.
Annabelle se inclinó hacia él.
—¿Preferirías que te sacara de este pedazo de chatarra y te diera de hostias?
Caleb puso una mano en el tirador de la puerta, como dispuesto a salir por peteneras.
—¿Qué te parece si te explico mi idea?
Annabelle agarró el volante con tal fuerza que le temblaban los antebrazos.
—Eso me satisfaría enormemente —dijo rechinando los dientes.
—¿Lo ves? No es tan difícil ser cortés. —Annabelle le dedicó tal mirada asesina que Caleb se apresuró a continuar—: Bueno, volvemos al pueblo en que sirven infartos en vez de comida. Tú vas a la estación de autobuses, haces la farsa que se te ocurra, quizás enseñes un poco la pierna, compras un billete y le pides al conductor que te deje exactamente en el mismo sitio en que dejó a Oliver. Quizás oyera algo sobre adónde se dirigían. Yo te seguiré en la furgoneta y, cuando llegues, te recogeré y seguiremos a partir de ahí. De ese modo, al menos estaremos en las inmediaciones del lugar donde se apeó Oliver. ¿Qué te parece?
Annabelle tuvo que reconocer que era una buena idea. Puso la marcha y volvió a la carretera para regresar de nuevo al pueblo.
Sonó el móvil de Caleb. Era Reuben. Hablaron unos minutos y luego colgó.
—¿Y bien? —preguntó Annabelle.
—Dice que está a unas dos horas de distancia. Le he explicado el plan y se reunirá con nosotros allí.
—Bien.
—Entonces, ¿te gusta mi idea?
—La estoy poniendo en práctica, así que algo de bueno tiene —espetó ella.
—Annabelle, ¿te importa si te hago un comentario personal?
La mujer respiró hondo.
—Soy toda oídos.
—Tienes que hacer algo para controlar tus ataques de ira.
Ella lo miró con expresión incrédula.
—Llevo tanto tiempo en esta furgoneta que ni siquiera recuerdo haber estado en otro lugar. Estoy cansada, voy asquerosa, estoy preocupada y frustrada, ¿vale? No tengo ataques de ira.
Caleb sonrió.
—Ese ha sido un primer paso para dejar aflorar tus sentimientos. Sólo así podrás experimentar mejoras reales.
—¿Puedo compartir otro sentimiento contigo? —repuso ella amablemente.
—Por supuesto.
—O vuelves a ser el Caleb poco cargado de testosterona y un poco graciosillo o cierras la puta boca. Otra opción es que vuelvas caminando a Washington D. C.
Como era de esperar, prosiguieron el viaje en silencio.