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Conducía a toda velocidad por la carretera intentando entender cómo alguien había logrado seguirle hasta allí. Ni siquiera Macklin Hayes, con todos los medios a su alcance, había sido capaz. Era como si supieran exactamente dónde…

Estuvo a punto de salirse de la carretera. Dio un volantazo y se adentró por un sendero oscuro. Aparcó el vehículo, se desabrochó el cinturón de seguridad y revisó el habitáculo minuciosamente. No encontró nada. Pero la inspección exterior resultó más productiva. Sostuvo el pequeño dispositivo rastreador con el lateral magnético. Estaba en un hueco de una de las ruedas traseras. Mientras lo sostenía, esbozó una sonrisa. Aquello podía acabar siendo divertido.

Annabelle conducía y Caleb observaba la pequeña pantalla mientras los restos de la comida rápida yacían en una bolsa en el suelo.

—Hamburguesas, patatas fritas y beicon grasiento. Debo de haber engordado cinco kilos —se lamentó—. Y también noto que se me obstruyen las arterias.

—Todo sea por una buena causa —espetó Annabelle con la vista fija en la carretera—. ¿Qué tal vamos?

—Está ahí arriba, a menos de dos kilómetros de distancia. Va recto. —Tenían la pared vertical de una montaña a un lado y al otro una caída de casi un kilómetro sin valla protectora—. ¿Oliver tomó un autobús?

—A juzgar por lo escopeteado que Knox salió de la estación de autobuses, diría que es bastante probable.

Él le lanzó una mirada.

—¿Dónde está Reuben?

—He hablado con él. Viene detrás a no mucha distancia —dijo ella—. Acabará alcanzándonos la próxima vez que Knox pare.

Caleb miró el paisaje.

—Qué sitio tan aislado.

—¿Qué esperabas? ¿Qué Oliver se fuera a vivir a una zona residencial?

—A veces el mejor sitio para esconderse es donde hay mucha gente.

—Sí, y otras no. Créeme, lo digo por experiencia. Podría estar en algún sitio en lo alto de esas montañas. Al terrorista de la clínica abortista de Carolina del Norte le funcionó.

—Pero al final lo pillaron —observó Caleb.

—Vale, pero…

—¡Oh, mierda!

—¿Qué?

Caleb observaba la pantallita que registraba los movimientos del coche de Knox.

—Ha dado la vuelta. Viene directo hacia nosotros.

Annabelle echó un vistazo a la pantalla y no le cupo duda que el punto rojo que representaba a Knox iba hacia ellos a todo trapo.

—¡Rápido, desvíate! —exclamó Caleb.

—¿Hacia dónde? ¿Al interior de la montaña o por el precipicio en caída libre?

—¡Por ahí! —Caleb señaló una estrecha franja de tierra que discurría entre una arboleda a la izquierda, donde la pendiente de la montaña no era tan pronunciada.

Annabelle así lo hizo. Los dos se volvieron para observar la carretera. Al cabo de un minuto un camión cisterna de Exxon pasó rápidamente.

Caleb miro la pantalla.

—Tenemos un problema.

Annabelle lo comprendió.

—Ha encontrado el rastreador y se lo ha puesto al camión cisterna. ¡Mierda!

Caleb asintió distraídamente antes de tirar al asiento de atrás el artilugio ya inservible.

—¿Y ahora qué hacemos?

Annabelle puso la marcha atrás y salieron a la carretera. Pisó el acelerador.

—Seguimos conduciendo y observamos. Con un poco de suerte volveremos a encontrarle.

—No creo que tengamos tanta suerte.

—Pues yo sí.

—¿Por qué?

—Porque soy irlandesa. Siempre nos guardamos un poco en la reserva.