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—Ahí va —anunció Annabelle. Observaron desde la furgoneta aparcada en la esquina cómo Knox se marchaba en el coche.

—¿Qué hacemos? —preguntó Caleb.

—Seguirle. —Sostuvo un dispositivo—. Tengo otro rastreador que puedo colocar en ese coche.

Caleb puso la marcha.

—He de reconocer que has venido preparada.

—Espera a ver lo que traerá Reuben.

Lo siguieron a una distancia prudencial mientras Knox daba una vuelta por la zona. Luego aparcó en el T Sola y entró en el local.

—Esto sí será interesante —dijo Annabelle con una amplia sonrisa.

Knox se sentó en la barra. Herky, que estaba dos asientos más allá, zampándose su tercer plato de salchichas, alzó la mirada y frunció el ceño. Se acercó a Knox mientras la camarera se apresuraba a tomarle nota.

—¿Otra vez por aquí? —dijo ella.

—He pensado que quizá la noche os haya refrescado la memoria —respondió Knox.

—Lo único que me ha refrescado es saber que no me equivoqué al decirte que te den por saco.

Knox intentó tomarse a broma el comentario.

—Oye, a ver si muestras un poco de respeto hacia uno de los chicos del Tío Sam, ¿vale?

Herky se adelantó un poco y golpeó en el brazo a Knox, que le lanzó una mirada ceñuda.

—¿Pasa algo?

—Nada —repuso Herky con expresión amenazadora.

La camarera se dispuso a hacer una llamada.

—¿Tienes hijos? —preguntó Herky.

A Knox le sorprendió la pregunta.

—Sí, dos, ¿por qué? —respondió.

—¿Y por qué no te ocupas de ellos? —espetó Herky, y se llevó una tortita a la boca.

—¿De qué coño hablas? Mis hijos son mayores e independientes. Ellos son los que deberían cuidar de mí.

—Cabrón —masculló Herky mientras masticaba.

—¿Qué?

—Has dejado a tu mujer y tus hijos sin nada. Cabrón —repitió.

—¡Herky! —dijo la camarera—. ¡Cállate!

—Doris, este hombre permite que su mujer y sus hijos pasen hambre.

—¿Pasar hambre? Mi mujer está muerta. ¿Con quién coño has habla…?

Herky le dio otro golpe.

—Tengo ganas de llevarte fuera y enseñarte modales, tío.

—No te lo aconsejo.

—¡Toma consejo! —le espetó Herky, y trató de propinarle un puñetazo, pero Knox lo paró, le retorció el brazo a la espalda y le incrustó la cara en el plato de huevos y gachas.

—¡Eh, quietos! —gritó la camarera cuando otros clientes se levantaron para ayudar a su amigo.

Knox sacó la placa y el arma.

—Volved a sentaros si no queréis pasar una temporadita en una prisión federal. Los hombres se quedaron paralizados, salvo Herky, que estaba escupiendo gachas y yema de huevo.

Knox miró a la camarera.

—¿Quién os ha contado que…?

La camarera cometió el error de mirar hacia la puerta.

Knox salió disparado y escudriñó la calle arriba y abajo.

Annabelle atisbó desde la furgoneta, cuya parte delantera apenas quedaba en el ángulo de visión de Knox. Todavía tenía el teléfono en la mano después de la llamada de la camarera.

—Maldita sea, se han ido de la lengua. Pon la marcha atrás y retrocede despacio.

Caleb así lo hizo y, cuando ya no estaban a la vista de Knox, giró en un aparcamiento, puso la primera y se largó a toda velocidad.

—Nos ha ido por los pelos, pero al menos le he puesto el rastreador en el coche mientras estaba en el restaurante. —Miró el pequeño dispositivo que tenía sobre el regazo—. Se ha subido al coche. Vamos, pero con calma.

Knox sabía que alguien lo seguía, pero no quién. Lo más probable es que Hayes hubiera tomado el camino más directo. ¿O sería uno de los amigos de Carr? ¿La mujer de la lengua afilada? ¿El agente del Servicio Secreto? Pero ¿cómo era posible que lo hubieran seguido hasta allí? Continuó echando vistazos al retrovisor mientras se dirigía a la estación de autobuses. Se suponía que estaría cerrada un día más, pero Knox se había cansado de esperar. No le gustaba la sensación de ser seguido sin que se diera cuenta. Removería cielo y tierra hasta encontrar a alguien que le contara algo.

Aporreó la puerta de la estación hasta que apareció un hombre de mediana edad con aspecto contrariado. Knox pegó las credenciales al cristal. Al verlas, el hombre palideció y abrió rápidamente la puerta.

—¿Puedo ayudarle en algo? —dijo con voz temblorosa.

—Más te vale.

Al cabo de veinte minutos, tenía la respuesta que buscaba y volvió rápidamente al coche.

El empleado había reconocido a Carr. Viajaba con un muchacho. Habían tomado un autobús que iba al suroeste. El empleado había localizado al conductor en su casa y este recordaba dónde había dejado a aquellos dos. Básicamente, en el culo del mundo, pero por ahí se empezaba.

Knox pisó el acelerador.

Empezaba a pensar que encontrar a John Carr quizá fuera la única manera de sobrevivir a todo aquello.