Joe Knox estaba tumbado en ropa interior en un jergón mientras intentaba atar cabos. Carr había matado a un pez gordo, uno de los más gordos, y se había largado después de haber estado delante de las narices de los federales disfrazado de tonto del pueblo con barba y cojera. Se había desviado de su camino en el tren y había acabado en aquel pueblo de mala muerte. Knox no tenía ni idea de su actual paradero. Preguntando por ahí, había averiguado que el autobús había salido la misma noche que Carr había llegado al pueblo, menuda suerte la suya. Para entonces podía estar bien lejos.
Se incorporó y se vistió. Se lavó la cara, se pasó el dedo por los dientes y se alisó el pelo con la mano. Si iba a seguir yendo de caza, tendría que procurarse ropa y artículos de tocador, aparte de lo que llevaba en su inseparable bolsa de viaje pequeña. Se remetió la camisa y comprobó el móvil. Ningún mensaje, aunque a aquella altitud uno no podía fiarse de la cobertura.
Hayes era el director de orquesta de aquella obra dramática; Knox, su fiel perro de presa. Bueno, «fiel» no encajaba del todo en esos momentos. Se puso a mascar chicle y miró por la ventana. Al registrarse la noche anterior, había conocido al tal Skip, un anciano que hablaba poco pero que había sacado la mano para recoger el dinero correspondiente a la estancia con la rapidez de pegada de un peso ligero. Al parecer, el viejo Skip no creía en las bondades del plástico para pagar bienes o servicios.
Hayes la tenía tomada con Carr por motivos que no se había molestado en compartir con Knox, pero este lo veía cada vez más claro. Si Hayes se salía con la suya cuando Knox localizara a Carr, no le leerían sus derechos, ni podría llamar a un abogado ni sería juzgado ante un tribunal. Pero ¿por qué matar a un hombre merecedor de la Medalla de Honor? Habría sido un mérito en el expediente militar del entonces comandante Macklin Hayes contar con un hombre tan distinguido a su servicio. Estaba claro que Carr había cabreado de algún modo a su jefe. El análisis de la documentación había puesto de manifiesto que la cadena de mando inferior consideraba oportuno que Carr llevara la más alta distinción americana colgada del pecho. Hayes era quien lo había impedido. ¿Qué había hecho Carr para merecer tal obstrucción? El rencor al parecer había durado más de treinta años.
El dilema ante el que Knox se encontraba resultaba obvio. Si conseguía su objetivo y encontraba a Carr, sería como entregarlo a su verdugo. Una parte de su mente le decía que no era asunto suyo ni era su batalla personal. «Entrégalo, acaba con este asunto y empieza a cobrar la pensión». Roma en verano, sus hijos, el Mediterráneo, el vino, la comida. Sus hijos.
«Ojalá Patty no hubiera sufrido el puto aneurisma…».
La otra parte de su mente caía sobre esa teoría como un luchador de ciento ochenta kilos que saltaba por encima de las cuerdas del ring. Si Carr había matado a aquellos hombres, debería demostrarse y luego aplicarle el castigo correspondiente. En cuanto se permitía que hombres petulantes y listos como Hayes hicieran ese tipo de jugadas, creyéndose dioses con cualquier excusa, la cosa olía muy mal. Ya puestos, más valía desmontar el tenderete de la democracia y telefonear a Stalin para que volviera. Los viejos Estados Unidos de América estarían acabados. Y Knox no quería formar parte de aquello. Veinte años atrás su reacción habría sido distinta, pero no en el presente. Resultaba curioso y un poco de imbéciles, pero ahora creía en los principios fundamentales de América con más firmeza que cuando había empezado con ese trabajo. Por aquel entonces, era un novato engreído salido de las filas de la infantería y ansioso por forjarse una reputación como agente de inteligencia. Había hecho todo lo posible por alcanzar ese objetivo, muchas veces pasándose un poco de la raya y otras pisoteándola directamente. No se sentía especialmente orgulloso de aquella época suya, pero lo consolaba saber que su trabajo había salvado vidas y que, al final, había acabado en el lado bueno. Conocía a muchos que nunca habían dado ese paso crucial. Estaba claro que Hayes era uno de ellos.
No es que no fuera cínico. Era imposible dedicarse a ese trabajo durante tanto tiempo y no haber cruzado esa línea hacía mucho tiempo. La experiencia sin cinismo era un indicio claro de que el cerebro se te había estropeado y ni siquiera te habías dado cuenta. En la actualidad acudía a todas las reuniones de alto nivel sabiendo que, por lo menos, había tres prioridades en cartera y que a él sólo le hablarían de una.
Se puso la americana y palpó la cartera con una mano y las llaves del coche de alquiler con la otra. También podía largarse y dejar que Hayes se buscara a otro lacayo que le hiciera el trabajo sucio. Había muchos haciendo cola. Y, a decir verdad, Knox era consciente de que cuantos más detalles averiguaba sobre Carr y las posibles razones de Hayes para acabar con un héroe de guerra que nunca había recibido la puñetera medalla, menos ganas tenía de encontrarle.
Bajó hasta el coche y se planteó si debía ir al T Sola y volver a probar. Decidió que quizá valiera la pena, pero que ya iría más tarde. Primero quería dar una vuelta por ahí, ver lo que la noche anterior le había ocultado. Tenía serias dudas de que una de esas cosas fuera John Carr. Había empezado con el único deseo de encontrarle, pero ahora una parte de él esperaba que nunca sucediera. Y no sólo porque un enfrentamiento con Carr, la bestia parda de los asesinos del gobierno, no tendría buenas consecuencias para él.
Era algo relacionado con la justicia, concepto que Knox no había olvidado por completo, aunque al parecer sí su jefe.