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Un hombre se apeó de un coche y corrió hasta la puerta de Knox, que la abrió para recibir en mano un paquete. El hombre se marchó sin más.

Knox se sentó en el estudio, introdujo el DVD en el ordenador y las imágenes inundaron la pantalla. El artista y Leroy por fin habían coincidido. Las facciones digitales del supuesto John Carr con barba poblada le devolvieron la mirada. Según las instrucciones de Knox, el dibujante también había recreado imágenes sin la barba y las gafas. Knox las comparó con las viejas fotos de John Carr de sus días en el ejército y con instantáneas más recientes extraídas de los archivos de la CIA. Parecían el mismo hombre. Imprimió varias copias en color y corrió hasta su coche.

Los neumáticos del Rover chirriaron cuando salió disparado por el camino de entrada.

Aparcado en la calle, Caleb puso en marcha la furgoneta y le siguió.

—Parece que nuestro sabueso tiene una pista sobre el zorro —dijo Annabelle mientras bajaba los prismáticos.

Knox fue primero al National Airport y Annabelle lo siguió hasta el interior. Salió al cabo de una hora y se marchó.

Annabelle volvió a la Chrysler.

—Parece que no ha encontrado nada en el aeropuerto. Veamos adónde se dirige ahora.

La siguiente parada de Knox fue Union Station. En circunstancias normales, habría empapelado la estación con las imágenes del John Carr cambiado, las habría introducido en la base de datos del Metro, en todas las compañías aéreas y comisarías, pero en este caso no podía hacerlo. Si el FBI reconocía al hombre de barba poblada como aquel al que habían permitido escapar, se preguntarían por qué la CIA se interesaba tanto por él. A pesar de que Hayes había garantizado que mantendría a los sabuesos de la ley a raya, vete a saber.

En la estación, Knox tuvo la sensación de que le había tocado la lotería. A una taquillera le pareció reconocer el retrato-robot de Stone con barba y gafas. Había pagado en efectivo el billete de tren, pero la taquillera no recordaba qué nombre le había dado.

—¿Recuerda qué tren cogió?

—Sí. No hay mucha gente que pague en efectivo. Tomó el Crescent. A Nueva Orleans.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con alguien que viajara en ese tren? ¿Un revisor, quizá?

La mujer descolgó un teléfono. Al cabo de unos minutos Knox habló con un supervisor. El hombre efectuó unas llamadas y le dijo a Knox que estaba de suerte. Uno de los revisores de aquel tren acababa de regresar a la ciudad. Se presentó en la estación una hora después de la llamada del supervisor. Knox le mostró la imagen, pero el hombre no lo reconoció. Knox le entregó otro retrato-robot, este sin barba ni gafas.

—Sí, podría ser el hombre que se enzarzó en la pelea.

—¿Pelea?

—Vapuleó a tres jóvenes en el tren.

—¿De veras?

El revisor le contó el altercado, que había acabado con Stone y un joven bajándose en la siguiente estación. Le dijo a Knox el nombre del pueblo.

—Se negó a enseñarme la documentación. Prefirió bajarse del tren. Me pareció un poco sospechoso.

—¿Tiene el nombre de los otros tipos?

—No. Dijeron que también se apeaban y eso hicieron. Así me ahorré tener que rellenar un informe para la policía. Dichosos gamberros.

—Descríbamelos a todos.

Cuando Knox terminó de anotar la información lanzó una mirada al supervisor.

—¿Podemos obtener el registro de billetes nominativos correspondiente a ese tren?

—Sí, pero no podemos relacionarlos con el rostro de cada viajero.

—No importa, me llevaré la lista de nombres. Quizá surja algo.

El revisor imprimió la información y se la entregó a Knox.

—Así pues, ¿se trata de algo importante? —preguntó, curioso.

—Tan importante que probablemente nunca vuelva a oír nada sobre el asunto. Y le recomiendo que olvide este encuentro.

Knox salió de la estación seguido por Annabelle.

El todoterreno de Knox dejó el aparcamiento con estrépito y la furgoneta le fue detrás.

El Rover iba cada vez más rápido y amenazaba con dejar atrás a Caleb y Annabelle. Cuando Caleb empezó a adelantar a otros coches para no perderlo, ella le dijo que no hacía falta.

—Pero lo perderemos…

—No, no lo perderemos. —Extrajo un pequeño dispositivo del bolso—. Cuando estuve en su coche en Georgetown, coloqué un transmisor bajo el asiento. Tiene un alcance de unos treinta y cinco kilómetros.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Lo siento. Tenía muchas cosas en la cabeza.

Caleb refunfuñó un poco antes de añadir:

—Ponerle ese chisme ha sido muy buena idea —reconoció.

—Así podemos rezagarnos un poco, por si se da cuenta de que le siguen.

—A mí me parece un tipo de los que miran el retrovisor a menudo.

—Y a mí.

—Entonces ¿Oliver cogió ese tren?

—Eso parece.

El Rover de Knox entró en la interestatal 66 en dirección oeste. Tras dejar Gainesville atrás, el Rover salió de la autopista.

—Me parece que el tren no va por ahí —dijo Caleb.

—Veamos adónde se dirige.

Al cabo de veinte minutos, Annabelle exclamó:

—¡Mierda! ¡Mi gran idea se va al traste!

Observaron a Knox subir a un helicóptero que se elevó en un alarde de poderío.

—¿Y ahora qué? —preguntó Caleb.

—Volvamos a Union Station. —Lanzó una mirada a Caleb con expresión dudosa—. Un momento. —Cogió la cámara—. Quítate la gorra de béisbol y el suéter.

—¿Por qué?

—Tengo que hacerte una foto. —Annabelle tomó la instantánea—. Pararemos por el camino en una tienda de fotografía. También necesito un aparato para plastificar y otros materiales.

—¿Qué tramas? —preguntó Caleb mientras arrancaba la furgoneta.

—Estás a punto de cambiar de profesión.