Stone se incorporó lentamente, le temblaban las extremidades, sentía punzadas en la cabeza y tenía el estómago revuelto. Se tocó el chichón. La sangre había coagulado en la herida. Al parecer llevaba un rato allí. Se puso en cuclillas y respiró hondo para contener el vómito.
Al final se levantó tambaleándose y miró alrededor, o por lo menos lo intentó. No veía absolutamente nada. Levantó una mano y rascó un techo bajo y duro.
Estaba en una cueva. Tomó aire y le entraron arcadas. No, estaba en una mina. Una mina de carbón. Y no tenía ni idea de cómo salir. Dio unos pocos pasos vacilantes y se paró en seco al oír un cascabeleo.
Retrocedió lentamente. Parecía haber más de una serpiente. Estar a oscuras con aquellos reptiles mortíferos constituía una pesadilla horrenda. La mayoría de las personas se quedarían petrificadas, a la espera de recibir una mordedura mortal. Stone no era imbécil y estaba asustado, pero no se había quedado paralizado. Extendió ambos brazos a los lados. Con la derecha rozó una pared y con la izquierda sólo aire. Se inclinó hacia la izquierda y entonces sí tocó los bordes rugosos de la roca. El pozo de la mina no era muy ancho. Alzó otra vez los brazos y tocó el techo bajo. Sabía que las serpientes cascabel veían poco en la oscuridad, pero sí captaban el calor corporal y percibían cualquier movimiento gracias a las vibraciones del aire.
Corría el grave peligro de ser mordido repetidas veces sin escapatoria posible. ¿Cuánto tardarían en encontrar su cadáver? ¿O sus huesos? Y entonces lo comprendió: por eso no lo habían matado antes. Allí moriría y nunca se descubriría. La gente supondría que se había marchado del pueblo. No hacían falta explicaciones ni encubrimiento alguno. Sin embargo, intuía que había algo más. Podían haberlo dejado en el pozo de la mina sin más, no era necesaria la guinda de las serpientes. Había sido un acto de malicia, un deseo de causar no sólo la muerte sino también pavor. Querían que muriera de una forma horripilante, además de solo y a oscuras. Entonces lo embargó el pánico, pero no por el motivo obvio.
«Abby».
Había estado con ella. Quizá lo supieran. Quizá pensaran que le había contado cosas. No estaba seguro de qué cosas, pero quizá fueran a por ella.
Fue palpando el techo hasta tocar lo que le pareció una viga de apoyo. Las vigas ayudaban a sostener el techo y evitaban que una lluvia de rocas lo aplastara, por lo que era comprensible que Stone se sintiera agradecido. Pero lo más importante era que en la viga había un cacharro para la luz sujeto con una robusta placa metálica. Como era de esperar, la luz no funcionaba. Sin embargo, no necesitaba luz sino el cacharro de metal.
Retrocedió, alejándose de las serpientes con el brazo levantado hacia el techo. A poco más de un metro, rozó otra viga y otro cacharro. Y un metro más allá, otro.
Calculó que las serpientes estaban entre él y la salida de la mina, por lo que regresó lentamente hacia los sonidos. Aquellos reptiles no tenían oído, por lo que no se oían a sí mismos, pero el cascabeleo era una señal destinada a la presa o el depredador, alertaba que la serpiente estaba enroscada y lista para atacar. Con cada paso vacilante, Stone se preparaba para recibir una mordedura. Cuando llegó a la primera viga que había tocado, alargó la mano y aferró el cacharro metálico. Rogando que fuera lo suficientemente fuerte para aguantar su peso, se elevó en el aire con las piernas dobladas hasta la altura del pecho. El brazo herido le dolía lo indecible, pero se centró en lo que estaba haciendo y ahuyentó el dolor. La división Triple Seis había hecho un gran trabajo inculcándole esa técnica en el centro de formación de Murder Mountain, ya que eran expertos en causar toda suerte de dolores intensos, tanto físicos como mentales.
Se balanceó para coger impulso y luego se lanzó hacia delante con la mano estirada, como si estuviera en una estructura de barras similar a las que había utilizado durante su entrenamiento básico. Cerró la mano alrededor del siguiente cacharro. Manteniendo las rodillas en alto, soltó el primero y siguió avanzando. No tenía ni idea de si una serpiente podía atacar hacia arriba y morderle el culo, pero tampoco tenía ganas de averiguarlo.
Cuatro vigas más allá, y después de estar a punto de caerse por saltarse un cacharro, se paró a escuchar, colgado con las rodillas contra el pecho. Ya no se oían los cascabeles, pero todavía no quería dejarse caer al suelo. Siguió balanceándose hasta que la mano que tenía más adelantada tocó una pared de roca.
«¡Mierda!».
¿Se había equivocado de dirección? ¿O acaso las serpientes habían pasado por su lado mientras yacía inconsciente? ¿O quién lo había dejado allí, previendo lo que haría, había colocado las serpientes en el lado contrario a la salida? ¿O es que aquello era una pesadilla e iba a despertarse en cualquier momento?
Los brazos empezaban a pesarle y bajó las piernas con cuidado para apoyarse en el suelo. Estiró otra vez los brazos para calibrar el ancho de la galería. Tocó lo que le pareció la pared ciega y siguió avanzando por ese lado, sin toparse con nada. Desconcertado, al final cayó en la cuenta de lo que pasaba.
«Idiota de mí».
Aquello era un giro o recodo en la galería. Recuperó el sentido de la orientación, recorrió la roca con los dedos y avanzó aguzando el oído por si había más serpientes cascabel. Al cabo de unos minutos chocó contra madera.
Habían tapiado con tablas la entrada de la mina. Se veía un fino rayo de luz en el borde de la madera. Se planteó sus opciones, algo relativamente sencillo porque no tenía ninguna. Retrocedió unos pasos, trastabilló y cayó de culo con el hombro magullado. Se dispuso a ponerse de pie y entonces rozó algo metálico con los dedos. Era largo y fino. Lo palpó. Era una especie de barra o mango.
Lo introdujo por un lateral del entablado y empezó a hacer palanca. Los clavos del marco cedieron un poco. Tanteó en otro punto y aplicó su peso contra la barra, aunque los pies le resbalaron y se deslizó por el esfuerzo. Al cabo de veinte minutos y mucho sudor, el borde superior derecho del entablado cedió y un gran haz de luz iluminó la mina. Animado, Stone se esforzó al máximo y, al cabo de otros veinte minutos, consiguió separar las tablas lo suficiente como para escurrirse por allí y caer de espaldas al suelo.
Exhaló un profundo suspiro de alivio. Luego, parpadeando con rapidez, miró alrededor intentando averiguar dónde estaba. Ni idea. Había un camino de tierra ennegrecida. Tardó unos instantes en comprender el motivo: años de tránsito de camiones cargados con carbón. Los neumáticos habían hundido el polvo negro y los fragmentos de roca en la arcilla rojiza y el negro había predominado. Se miró la ropa: también estaba negra. Se sacudió un poco el polvo y bajó por el camino. Se mantuvo alerta por si su agresor montaba guardia para que no escapara de aquella trampa mortal entablada.
Un kilómetro y medio más abajo dejó atrás el bosque y enfiló un camino de grava. En cuanto las piedrecillas crujieron bajo sus pies recordó una cosa y se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. El frasco vacío de Tylenol había desaparecido. Perfecto. Tenía una fea herida en la cabeza y, encima, había perdido la única prueba que había encontrado en aquel lugar cada vez más peligroso.
Hizo autoestop y un camión lo llevó hasta el Rita’s. Entró por la parte trasera, pero Abby no estaba allí. La llamó a casa desde el restaurante, pero no recibió respuesta. Fue a la caravana de Willie, cogió su camioneta, condujo rápidamente hasta la Finca de una Noche de Verano y se la encontró justo saliendo de su casa.
—¿Qué demonios te ha ocurrido? —le preguntó ella nada más verle.
Cuando se lo contó, Abby lo miró fijamente.
—Oh, Dios mío, Ben —balbuceó sorprendida—. ¿Qué está pasando aquí?
—¿Has hablado con Danny?
—Hace un momento. Precisamente ahora iba a verle.
—Te he llamado desde el restaurante.
—Me pareció oír el teléfono, pero me estaba secando el pelo. ¿Qué vas a hacer?
Exacto: ¿qué iba a hacer?
—Iré a ver a Trimble, y luego me reuniré con Tyree para ver qué ha averiguado. —La cogió del brazo—. Abby, quiero que vayas con cuidado. Sé que tienes una escopeta. ¿También alguna pistola?
—Sam tenía un par. Están en el armario de arriba.
—¿Sabes disparar?
—¿Le estás preguntando a una chica de las montañas si sabe disparar?
—Vale. ¿Te importaría prestarme una pistola?
—No se me ocurre nadie que la necesite más que tú en estos momentos.
Entraron en la casa y Stone cogió las pistolas. Las cargó y le dio una a Abby.
—Me gustaría poder estar en contacto contigo en todo momento, pero no tengo móvil.
—Usa el de Danny, está en su habitación. —Abby se fijó en lo sucio que iba—. No puedes ir a ver a Charlie con esa pinta. Dúchate y cámbiate de ropa.
Stone miró hacia el coche. No se le había ocurrido comprobarlo. Miró en la cama. El petate ya no estaba.
—Es que… no tengo más ropa que ponerme.
—Ven, tienes una talla parecida a la de Danny.
Abby lo acompañó a la habitación de su hijo y escogió ropa para él. Al salir de la ducha, las prendas estaban bien dobladas en una bolsa, salvo unos pantalones, una camisa y ropa interior.
Vestido y con un móvil y pistola en mano, Stone abrazó a Abby.
—Gracias, me reuniré contigo en el hospital más tarde —dijo.
Observó a Abby marcharse. Luego él se fue en dirección contraria para llegar a tiempo a la cita con Trimble. Acto seguido iría a ver a Tyree. Tenía que hacer bien la jugada. De lo contrario, el único futuro que le esperaba era yacer a dos metros bajo tierra o ir marcando los días del calendario en los muros de una prisión federal.