Abby y Stone acababan de terminar el desayuno. Stone comió con voraz apetito, pero Abby apenas probó bocado.
Miró el plato de ella prácticamente lleno.
—Recuerda: Danny se repondrá.
—Ya. ¿Sabes?, no tendría que haber vuelto jamás.
—¿Y dices que sólo querías que se marchara porque aquí no hay trabajos decentes? Tienes un montón de dinero.
—¡No es por el dinero! Además, él odia la forma en que lo conseguimos.
—Mataron a tu marido, Abby. ¿De qué otra forma podía hacerse justicia? No es que se pueda enviar a prisión a una empresa entera.
—Pues alguien debería haber ido a la cárcel. —Se levantó, se sirvió otra taza de café y se sentó al lado de él—. ¿Tú sabes algo de la extracción de carbón en las montañas?
—Sólo que probablemente no me gustaría dedicarme a eso.
—Mi marido trabajaba en una mina de mala muerte. Supongo que no sabes cómo son.
—No.
—Pozos de poca envergadura, normalmente una brigada de un único turno y un capataz. No pagan tan bien como en las grandes y no hay seguro médico. Pero si te han encontrado restos de drogas en varios análisis de sangre, los pequeños equipos tienden a ser más indulgentes que los grandes. Bonita alternativa.
—Así pues, ¿tu marido también tenía problemas con las drogas?
—Cavar en la tierra a cuatro patas revienta a cualquiera. Sam se operó tres veces de la espalda antes de cumplir los cuarenta. Se pilló una mano en la máquina de triturar las vetas del carbón. Pasó por el quirófano varias veces, aunque siguió teniendo la mano hecha polvo. El dolor era insoportable y las medicinas que le recetó el médico dejaron de surtir efecto al cabo de un tiempo. Cada día esnifaba oxicodona triturada por valor de seiscientos dólares.
—¿No los ayudan a superar las adicciones? ¿Aparte del zumo con metadona?
—No dejé de suplicarlo hasta que Sam lo intentó. Me destrozó el corazón verlo consumido después de varios días con el mono. Pero no fue capaz de continuar.
—Lo siento, Abby.
—A las empresas mineras les da igual, siempre y cuando pases los análisis de orina y vayas a trabajar. Ganan dinero y América se calienta.
—¿Cómo murió tu marido?
Ella dejó la taza y tendió la mirada más allá de Stone, quizás hacia el último día de vida de su marido.
—Cuando estás a trescientos metros bajo tierra hay muchas cosas de que preocuparse, pero, aparte de que se te caigan las rocas encima, existen dos prioridades: el dióxido de carbono y el gas metano. El primero te asfixia y el segundo te hace saltar por los aires. El metano acabó con Sam porque el medidor que la empresa le dio para comprobar un nuevo filón era defectuoso. Y lo sabían. La explosión provocó un hundimiento. Así fue.
Stone no supo qué decir, así que se limitó a mirarse las manos.
—Sí, ahora mismo hay un verdadero boom, el carbón y el gas natural salen a raudales de las montañas. Tiene gracia.
—¿El qué?
—La mayoría de la gente de por aquí utiliza propano o leña para calentarse y cocinar, ni carbón ni gas natural. A lo mejor nadie más sabe el verdadero precio de extraer ese material de la roca, pero nosotros lo sabemos de primera mano. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—Un joven recién salido del instituto con la orina limpia puede empezar en las minas cobrando veinte dólares la hora. En ningún otro sitio pagan tanto. Pero cuando llega a los treinta y cinco años tiene la espalda destrozada y está muy deteriorado, casi aparenta setenta años y tiene los pulmones llenos de mierda.
Al final lo miró y pareció enfocar la vista. Una lágrima le asomaba por el rabillo del ojo.
—Entonces, ¿te quedas o te vas?
Si a Stone le sorprendió la pregunta, lo disimuló muy bien.
—No voy a dejarte así, Abby.
Ella estiró la mano y le apretó el brazo. Él gimió de dolor sin querer.
—¿Qué ocurre?
—Nada, es que… Bah, nada.
—Ben, ¿qué pasa?
—Uno de esos tíos me dio con el bate en el brazo.
—Oh, Dios mío, ¿por qué no lo has dicho?
—Abby, no es nada.
—Quítate la camisa.
—¿Qué?
—Que te la quites.
Cuando lo hizo poco a poco, ella exclamó:
—¡Cielo santo!
Tenía un cardenal negro y abultado del tamaño de una avellana en la parte superior del brazo izquierdo y el moratón se había extendido hasta el antebrazo.
Corrió al congelador a por una bolsa de hielo y se la colocó en la contusión.
—Vale, ya sé que eres un héroe, pero no hace falta ser estúpido —lo riñó—. Y si…
Se fijó en el pecho y el brazo. Stone siguió su mirada hasta las viejas cicatrices y marcas de bala.
Abby alzó la vista.
—¿Vietnam?
—Los mineros no son los únicos que tienen cicatrices —respondió él con voz queda.
Mientras el hielo surtía efecto, Abby salió de la habitación. Al cabo de media hora regresó. Se había cambiado de ropa y, a juzgar por el aroma, se había duchado y lavado el pelo. Ella le dedicó una mirada insondable mientras le examinaba el brazo.
—¿Te sientes mejor?
—Sí, bien.
—Me alegro. —Se inclinó y lo besó. En el mismo movimiento, le rodeó la cintura con los brazos y él notó que le hincaba suavemente las uñas en la espalda. Antes de darse cuenta, Stone estaba devolviéndole el beso. Los labios de Abby tenían un sabor dulce y olía muy bien.
Stone notó que le deslizaba la mano por la espalda y se la apretaba, pero entonces se apartó.
—Abby, creo que no…
Ella le tapó la boca con la mano.
—No pasa nada. No hace falta que pienses. Vamos.
Le tomó la mano y lo condujo por las escaleras hasta su dormitorio. Cerró la puerta y le indicó con un gesto que se sentara en la cama. Se colocó delante de él y se desvistió.
Estaba de muy buen ver y tenía unas buenas curvas. Stone tragó saliva y se fijó en que llevaba tatuada una pequeña cruz cerca de la cadera izquierda. Ella se acercó a él y sus pechos cálidos entraron en contacto con aquel firme tórax. Empezó a masajearle los hombros y la espalda mientras emitía suaves gemidos en la oreja de él. Le quitó los pantalones con destreza. Al cabo de unos instantes los dos estaban tumbados en la cama.
Más tarde, se recostaron uno junto al otro mientras ella le sujetaba el brazo y le acariciaba el vello con suavidad.
—No había estado con nadie desde que Sam murió. —Se puso boca abajo y apoyó la barbilla en los brazos—. Ni una sola vez.
—Pues ocasiones no te habrán faltado, Abby. Eres… hermosa.
Ella le dio un beso en la mejilla y sonrió.
—Ocasiones sí; deseo por mi parte, no.
—¿Ni siquiera con Tyree?
—No tenemos esa clase de relación. Nos conocemos desde que éramos niños. Salimos una vez en el instituto y no congeniamos. Creo que él ahora querría más. Nunca se ha casado, pero yo no siento lo mismo por él.
—Yo también hace tiempo que nada de nada. Mucho tiempo. —Se preguntó si a Claire le habría importado lo que acababa de hacer. Después de casi cuarenta años de soledad, quizá lo habría entendido.
—¿Ocasiones o falta de deseo?
—Ambas.
Stone se colocó de costado y le frotó la espalda. Ella se estiró y sonrió. Tenía el pelo alborotado y le colgaban varios mechones delante de los ojos. Él retiró uno con cuidado y se encontró con una pupila verde que lo miraba fijamente.
—¿Alguna vez piensas en marcharte de Divine? —preguntó él.
—Continuamente.
—¿Por qué no lo has hecho?
—Por miedo, supongo. Divine es como un pequeño estanque, pero lo conozco bien. Es difícil empezar de nuevo en otro sitio.
—Supongo que sí.
Stone se colocó boca arriba.
Ella se acurrucó a su lado y fue deslizando la pierna por la de él.
—¿Te has planteado echar raíces en algún lugar?
—Muchas veces. De hecho creía haber encontrado el lugar perfecto, pero me equivoqué.
—¿Qué pasó?
—No era el lugar adecuado.
Ella le tocó ahí abajo.
Él le miró la mano.
—Abby, ya no tengo dieciocho años. No voy a estar preparado hasta dentro de un buen rato.
—Nunca se sabe. Cosas más raras se han visto.
—Eso no sería raro, sería un milagro.
Sonó el teléfono. Abby miró el reloj.
—¿Quién puede ser a estas horas?
—¿El hospital?
—He hablado con ellos justo antes de desayunar. Y con Danny. Estaba bien.
—A lo mejor es el restaurante. La gente quiere su desayuno en el Rita’s. —Stone se alegraba del cambio de conversación.
—También les he llamado. Mis empleados han abierto el local.
Pasó por encima de Stone y cogió el teléfono. Él le puso una mano en el trasero y se lo pellizcó suavemente. Ella sonrió, le cogió la mano e hizo que le diera un cachete en la nalga. Luego se la soltó.
—¿Qué? —Miró a Stone—. No, no está aquí. Vale. Si lo veo podría preguntárselo, por supuesto. Sí, de acuerdo.
Colgó, se puso una almohada en el regazo y se sentó delante de él con las piernas cruzadas.
—¿Quién era?
—Charlie Trimble. Se ha enterado de lo de Danny y de lo que hiciste. Quiere hacerte unas preguntas. Parecía muy decidido.
—Perfecto. Bueno, no he cambiado de postura. No pienso responder a ninguna pregunta.
—Ben, escucha. Si no quieres hacerlo, vale. Pero si sigues negándote, Charlie empezará a investigar. Y, a no ser que te dé igual lo que pueda descubrir, lo más sensato sería hablar con él. Así se centrará en lo que pasó aquí y no en ti.
Stone abrió la boca y luego la cerró.
—¿Cómo es que además de guapa eres lista? No es muy justo que digamos.
—Pues he tenido suerte, supongo.
—¿Tienes su número?
—Sí, aunque también puedes presentarte en el periódico. Está al doblar la esquina del restaurante. No tiene pérdida.
—Llámale y dile que me pasaré por allí esta tarde.
Abby se levantó para vestirse.
—¿Esta tarde? Podemos hacer muchas cosas mientras tanto. —Le puso el pie en sus partes pudendas con actitud juguetona.
—Suena tentador, pero tengo que hacer algo que no puede esperar.
—¿De qué se trata? —preguntó ella, un poco dolida.
—Te lo explicaré si lo encuentro.
Acabó de vestirse y se despidió.
Condujo la camioneta de Willie hasta la caravana. Al cabo de unos minutos, tras una búsqueda concienzuda, encontró el bote de Tylenol. Estaba vacío. ¿Acaso Willie había olvidado que había tomado las últimas pastillas? ¿Eran pastillas de oxicontina? Pero ¿por qué dejar un bote de medicinas vacío en el cajón? Mientras observaba la pocilga a la que Willie Coombs llamaba hogar, llegó a la conclusión de que un bote vacío en un cajón de aquel antro no demostraba nada. De todos modos, quizá fuera importante. Tal vez era lo que Shirley Coombs había ido a buscar.
Se lo guardó en el bolsillo y salió de la caravana en dirección a la camioneta.
Al cabo de unos instantes yacía inconsciente en el suelo, con una herida sangrante en la cabeza.