Entrada la noche, Knox fue a Langley para hablar con unos viejos conocidos. En aquellos días, confiaba en ellos tanto como en cualquier otra persona. Lo más importante era que no podían ver a Macklin Hayes ni en pintura. Formuló las preguntas pertinentes y recibió las respuestas. Algunas le sorprendieron, otras no. No era más que el comienzo, pero ya sabía más que hacía unas horas.
La CIA había perdido un activo humano más o menos en la época de la desaparición de John Carr. Max Himmerling, apodado Einstein por sus compañeros, estaba a punto de jubilarse cuando murió en un accidente de helicóptero en el extranjero; su cuerpo acabó tan carbonizado que tuvieron que identificarlo mediante radiografías de la dentadura. Parecía la típica maniobra de Carter Gray para deshacerse de un agente que había cometido un acto imperdonable. Himmerling tenía casi setenta años, la aptitud física de una vaca y llevaba destinado en las oficinas de Langley los últimos treinta años. Por eso resultaba incongruente que apareciera en un helicóptero quemado en algún lugar de Oriente Medio. Sin embargo, nadie de la CIA ni del gobierno osaba poner en entredicho las circunstancias de la muerte de aquel hombre. Himmerling debía de haber hecho algo especialmente atroz, ya que había sido un hombre valioso para la CIA y Carter Gray. Aunque nadie se atrevía a decirlo en voz alta, a juzgar por lo que Knox averiguó, ese «algo» podía estar relacionado con John Carr. Además había descubierto otra cosa. Los expedientes de la división Triple Seis no habían sido destruidos, como se había imaginado. La CIA, aparentemente reacia a deshacerse de ningún documento relacionado con su pasado, por políticamente incorrecto que pueda parecer transcurrido el tiempo, había trasladado esos documentos a otro lugar.
Y eso llevó a Knox a la siguiente fase de su investigación «paralela».
Lo condujo a varios lugares distintos, si bien era consciente de que los hombres de Hayes le seguían allá donde iba. De todos modos, tenía una buena tapadera: estaba realizando una investigación en nombre de Hayes. Tras muchas vueltas y revueltas a lo largo de la senda de la investigación, llegó a su destino. El complejo subterráneo de documentación de la CIA, bastante nuevo y ultra secreto, se encontraba en medio de una zona bucólica de ciento veinte hectáreas situada unos treinta y cinco kilómetros al oeste del Monticello de Thomas Jefferson, cerca de Charlottesville, Virginia. La CIA había comprado el terreno hacía más de veinte años por un precio excepcionalmente bueno que había costado al contribuyente estadounidense la friolera de once millones de dólares. Aquella había sido, con diferencia, la parte más barata del proyecto.
La finca contaba con graneros, establos, cercados e incluso una imponente mansión colonial de ladrillo, aparentemente propiedad de una multinacional con sede en Bélgica que, aparentemente también, la utilizaba para los retiros corporativos. De hecho, varias veces al año, largos convoyes de limusinas y todoterrenos con ejecutivos flamencos provistos de cámaras se dirigían a la mansión por el sendero de gravilla serpenteante. La CIA gastaba alrededor de un millón de dólares al año para perpetuar esa tapadera y consideraba bien empleado cada centavo invertido.
Unos ascensores de alta velocidad en el interior de la mansión y dos de los graneros permitían acceder a un complejo laberinto subterráneo de túneles de cemento, búnkeres y habitaciones protegidas contra todo tipo de escuchas. Parecía sacado de una película de James Bond, poro lo cierto es que había varios centros como ese repartidos por todo el país. En dos ocasiones, unas almas curiosas habían conseguido husmear en esas estructuras, una en el Noroeste y otra en Nevada, y habían visto lo que de verdad se cocía en su interior. Knox nunca había sabido qué les había ocurrido a aquellos desventurados. Los equipos de desinformación de la agencia probablemente difundieran la historia de que habían sido abducidos por extraterrestres. Aquel era el coste de dedicarse a ese trabajo y velar por la seguridad de los estadounidenses. Bueno, salvo la de las personas que tuvieron la desgracia de husmear donde no debían.
Una vez terminado, el laberinto subterráneo había costado al pueblo americano más de mil millones de dólares, ninguno de los cuales constaba en ningún presupuesto del gobierno. Los trabajadores de la construcción fueron reubicados sin que llegaran a saber exactamente dónde habían estado. No obstante, guardar secretos era un asunto caro y la CIA tenía más secretos que la mayoría. Los gobiernos disponían de cientos de miles de millones de dólares para gastar en proyectos como aquel. Con ese presupuesto, no se alquilaban trasteros, sino que se construían ciudades de cemento bajo graneros desvencijados.
Mientras Knox descendía en el ascensor, repasó por enésima vez su siguiente paso. Disponía de prácticamente todas las autorizaciones existentes, pero no contaba con la necesaria para ir a donde creía que debía ir. Uno de los hombres que podía proporcionársela era Macklin Hayes. Conseguir que Hayes cooperase suponía que Knox tendría que engañar al jefe de los espías y además adelantársele en sus deducciones. Knox seguía sudando mientras el ascensor lo bajaba a toda velocidad hacia un lugar donde se mantenía una temperatura constante de dieciséis grados.
Al cabo de unos segundos, Knox caminaba con paso firme hacia su destino. Por el camino, pasó por más puestos donde comprobaron su documentación y fotografía, seguido por escáneres de retina y huellas dactilares, además de enseñar órdenes oficiales, autorizaciones y permisos varios a hombres de expresión adusta que lo examinaban a fondo antes de franquearle el paso a regañadientes. Por lo que parecía, a los espías ni siquiera les gustaba que otros colegas fueran a visitarles y husmearan en sus cosas. Knox contaba con una ventaja: un amigo que trabajaba allí. Marshall Saunders. Se sentó en el despacho de este tras pasar media hora en el laberinto de las identificaciones.
—Cuánto tiempo, Joe —dijo Saunders, levantándose del escritorio para estrecharle la mano.
Allí abajo todo el mundo llevaba suéter y, de hecho, Knox notó que tiritaba a pesar de ir con americana.
—Has adecentado este sitio desde la última vez que vine, Marsh —comentó.
—Aquí todavía no han llegado los recortes de presupuesto. Cuestión de suerte, supongo.
Ambos sabían que era mucho más que cuestión de suerte. No se podía recortar lo que no tenía límites visibles.
—No te haré perder el tiempo. Estoy realizando un trabajo secreto para Macklin Hayes.
—Eso me han informado. Por cierto, ¿qué tal está el general?
—Igual. —Knox dejó que su amigo interpretara la respuesta como quisiera. Marshall, a quien todo el mundo llamaba Marsh, había estado tres años bajo el mando directo de Hayes. Eso suponía que si al morir acababa en el infierno, ya tendría una idea bastante aproximada de lo que le esperaba.
Knox le dijo lo que necesitaba y Marsh pareció incomodarse.
—Para eso tendré que llamarle.
—Lo sé —dijo Knox—. No obstante, lo recordé cuando venía hacia aquí; de lo contrario habría obtenido el permiso de antemano. No creo que haya ningún problema. —Y añadió con la mayor sonrisa que fue capaz de esbozar—: Por otro lado, si acabo desapareciendo, sabrás que estaba equivocado al respecto.
Marsh ni siquiera esbozó una sonrisa al oír esa broma burda y Knox pensó que no había sido muy acertado por su parte.
Marsh realizó la llamada y le pasó el teléfono a Knox.
Como si del estruendo lejano de una tormenta avecinándose se tratara, oyó berrear a Hayes.
—¿Qué pasa, Knox?
—Se me ha ocurrido esta otra opción, señor, pero tengo que revisar un par de documentos más.
—Explícame la nueva opción. Pero antes dile a Marsh que se vaya.
Knox miró a su amigo, que captó la señal, se levantó y se marchó. Si el espabilado agente se sintió ofendido porque lo echaran de su propio despacho, lo disimuló a la perfección.
Knox sujetó el auricular con fuerza.
—He encontrado una pista que me ha hecho pensar en algo del pasado de Carr.
—¿Qué parte de su pasado exactamente?
Knox no vaciló.
—La época de la Triple Seis.
—Knox…
—Ya sé qué me dijo, señor, pero tengo una teoría: si Carr perteneció a la Triple Seis y estaban matando a sus colegas de aquella época…
—Eso es coto vedado.
—Sé que Finn y su historia son intocables, pero si tengo que localizar a Carr, necesito comprender de dónde ha salido.
—No creo que sea relevante…
Knox se había esperado esa reacción y replicó:
—Con el debido respeto, señor, si usted decide lo que es relevante o no en este caso, búsquese a otro que le haga el trabajo.
—No intento…
—Si quiere resultados, general, entonces necesito asumir el control de la investigación. Me llamó para encomendarme un trabajo. ¡Déjeme hacerlo!
Knox esperó la respuesta intentando respirar con normalidad. Estaba convencido de cómo reaccionaría Hayes, y lo cierto era que podía recibir un duro castigo por tamaña insubordinación. «Un duro castigo». Por ejemplo, que lo enviaran a Afganistán de una patada en el culo para pasar una temporada en las montañas con los chicos de Osama en la frontera pakistaní.
—Soy todo oídos.
Knox suspiró de alivio y puso el piloto automático.
—Carr sabe que vamos a por él. Hace tiempo que huye. Como dijo, es leal a sus amigos. Quiere mantenerlos lo más al margen posible. Pero de todos modos necesita protección. Ayuda. —Knox hizo una pausa para dejar que fuera picando el anzuelo. Quería que fuera Hayes quien lo dijera; tenía que decirlo.
—¿Crees que recurrirá a algún ex triple seis para que le ayude?
«Bingo».
—Bueno, general, mírelo desde su punto de vista. Se carga a Gray y Simpson y huye. No puede contar con sus amigos. Sabe que la maquinaria se ha puesto en marcha para ir tras él, así que tiene que buscar protección en algún sitio. A estas alturas esos tipos ya están jubilados y en una situación de clandestinidad absoluta. Si consigo una pista sobre alguno que fuera íntimo de Carr y le sigo o le hago hablar, quizás encontremos a nuestro hombre. Es un atajo, pero podría funcionar. Sé que a usted le da igual cómo cumplimos nuestro objetivo, siempre y cuando lo cumplamos. Sabe tan bien como yo que cuanto más tiempo pase Carr por ahí, más posibilidades hay de que haga algo que nos perjudique.
Aunque Knox dijo «nos», en realidad quería decir «le».
Volvió a esperar. Casi era capaz de escuchar cómo las sinapsis del ex militar se ponían en marcha para sopesar desde todos los ángulos posibles la propuesta de Knox.
Desde todos los ángulos posibles, menos desde el verdadero, esperaba.
—Quizá valga la pena comprobarlo —reconoció Hayes al final.
—Y para que quede claro, esta no será más que una línea de investigación tangencial. —Knox quería tranquilizarlo, aunque fuera de manera poco sincera—. Seguiré otras pistas al mismo tiempo. Lo único que cabe esperar es que alguna nos muestre el camino.
—Pásame a Marsh para que le dé las autorizaciones necesarias.
—Gracias, general. —«Eres un capullo», pensó.
Hayes indicó a Marshall lo que tenía que hacer y, al cabo de veinte minutos, condujeron a Knox hasta una de las zonas más seguras de una de las instalaciones más seguras del mundo.