Joe Knox estaba en su casa tomando un café mientras se planteaba qué hacer a continuación. El imbécil del artista de la agencia que tenía que realizar un retrato robot se había perdido de camino a casa de Leroy. Y cuando por fin había llegado, Leroy se había marchado en el dichoso barco. Leroy no tenía teléfono, por lo que la mejor opción sería enviar a otro agente allí para dar con él. Hasta que no tuviera una imagen que mostrar, Knox estaba en un punto muerto de la investigación. ¿Y si Leroy estaba implicado y había huido después de que el propio Knox le advirtiera sin saberlo?
«No habría forma de explicar un error tan de novato a Hayes», se dijo.
Decidió volver a repasar lo que había descubierto en el centro de documentación militar, por si se le ocurría algo más. Media hora más tarde, seguía en el mismo punto. Tal vez debiera regresar al centro y revisar otros documentos. El empleado había encontrado fácilmente las cajas para él. Sin duda no tardaría en…
Knox dejó la taza de café y fue al teléfono. Consiguió el número del centro de documentación y lo marcó. Al poco, después de que le pasaran por varias extensiones, oyó la voz del hombre que le había ayudado el día anterior. Knox se identificó y entonces formuló la pregunta:
—¿Cómo es que ayer encontró con tanta facilidad lo que yo necesitaba? ¿Acaso las cajas ya estaban fuera?
—Pues la verdad es que sí —respondió el hombre con timidez—. Quiero decir, las examinaron hace unos meses, seis más o menos, y debo admitir que nadie había vuelto a guardarlas. Últimamente andamos escasos de personal —se apresuró a añadir, como si sospechara que Knox fuera una especie de inspector de los archivos militares que se hacía el listo.
—¿O sea que alguien más revisó esos archivos? —preguntó Knox—. ¿Recuerda quién?
El hombre se excusó unos instantes. Al regresar le dio la respuesta.
—Un tal Harry Finn. En el registro de entrada consta que perteneció a los SEALS de la Marina. ¿Le sirve?
—Me sirve. Gracias.
Knox colgó y pasó la siguiente hora intentando localizar a Harry Finn, ex SEAL.
Una hora después aparcó el coche, subió unas escaleras y llamó a un timbre. Al cabo de unos instantes abrió un hombre alto y joven que lo fulminó con la mirada.
—¿Harry Finn?
Finn no respondió. Por instinto, comprobó que no hubiera nadie más detrás de Knox.
—Estoy solo. Bueno, tan solo como es posible en algo como esto.
—¿Algo como qué?
—¿Puedo entrar?
—¿Quién coño eres?
Knox le mostró las credenciales.
—Estoy aquí para hablar de Oliver Stone. Quizá lo conozcas por el nombre de John Carr.
—No tengo nada que decir.
—No sé por qué consultaste su expediente militar, ni si eres su amigo. Pero ha huido y en algún momento alguien lo encontrará. Y cuando eso suceda… —Knox se limitó a encogerse de hombros.
Finn estaba a punto de replicar cuando sonó el móvil de Knox. Tras haber visto el sedán negro aparcado calle abajo aquella llamada no le sorprendía. Sin embargo, su mirada experta no había reparado en la vulgar furgoneta blanca aparcada más abajo. Quien llamaba era Macklin Hayes y, como de costumbre, no se anduvo por las ramas.
—¿Qué coño estás haciendo ahí, Knox?
—¿Dónde?
—Harry Finn es intocable.
Knox retrocedió por las escaleras y le dio la espalda a Finn.
—Nadie me lo había dicho.
—Pues te lo digo ahora. ¿Cómo has llegado a él? ¿Tiene algo que ver con la visita al centro de documentación militar?
—¿Y por qué considera necesario seguirme, señor? —Knox se giró y saludó a los hombres del sedán negro.
—¿Qué has descubierto?
—No mucho. Que luchó en Vietnam. Fue un buen soldado. Luego desapareció. Probablemente cuando lo reclutaron para… —Knox miró a Finn y sonrió— para esa cosa que no existe.
—Sal de ahí inmediatamente y no vuelvas más.
Hayes colgó. Knox se guardó el móvil en el bolsillo y se volvió hacia Finn.
—Te alegrará saber que, oficialmente, eres intocable, al menos eso acaba de decirme mi jefe. Pero ten en cuenta que está pasando algo muy raro con Carr. Ya he hablado con sus amigos, incluida una mujer que se hace llamar Susan Hunter. Me dijo que Carr tenía pruebas contra Carter Gray, pero que es probable que este las recuperara en el Centro de Visitantes del Capitolio. Supongo que, a juzgar por tu expresión impertérrita, ya lo sabes. Quizás incluso estuvieras allí. Lo único que puedo decirte es que me han encomendado que localice a Carr. Eso es todo. Pero cuando lo localice, y no te quepa duda que lo haré, otras personas se harán cargo de él. Y dudo que tengan su bienestar como objetivo principal. La verdad es que no sé si te importa o te la suda, y lo cierto es que me da igual.
Le tendió la mano a Finn. Al estrechársela, Finn se encontró con una tarjeta que contenía los datos de contacto de Knox.
—Que pases un buen día, Finn.
Y volvió al coche bajo la atenta mirada del otro.
Knox no sabía exactamente por qué lo había hecho. Bueno, quizá sí. John Carr se había dejado la piel por su país y le habían dado por culo. Independientemente de otras cosas que hubiera hecho, aquello no estaba bien.
Annabelle marcó el número desde el interior de la furgoneta blanca. Harry Finn respondió enseguida. Le contó lo que Knox le había dicho y ella hizo otro tanto.
—¿Este tío es de fiar, Annabelle? —preguntó Finn.
—Al comienzo no me fiaba, pero ahora tengo mis dudas. Parece que está entre la espada y la pared.
—¿Y qué hacemos?
—Quédate a la espera. Quizá necesite tu ayuda más adelante. O, mejor dicho, Oliver te necesitará.
—A Oliver se lo debo todo. Así que cuenta conmigo para lo que sea.