30

Más tarde, Stone fue a la tienda de artesanía e hizo algo en contra de su voluntad, pero no le quedaba más remedio: llamó a Reuben.

—Oliver, dime dónde estás —fue lo primero que dijo su amigo.

—Escucha, Reuben, necesito cierta información.

Se oyó otra voz en la línea. Annabelle.

—Oliver, queremos ayudarte, pero tienes que decirnos dónde estás.

—No os voy a meter en esto, Annabelle. Así que dejad de intentar ayudarme. De todos modos, no me lo merezco.

—No me importa si mataste a esos hombres, sólo me importas tú.

Stone respiró hondo.

—Te lo agradezco, Annabelle, de verdad. —Alzó la vista y vio a Wanda, la encargada, mirándolo desde el otro extremo de la tienda. Sonrió y le dio la espalda.

—Oliver, ¿sigues ahí?

—Sí. Mira, me halaga mucho que queráis ayudar, de veras. Pero si tengo que ir a la cárcel, iré solo, no con todos vosotros.

—Pero…

Stone la cortó:

—Si de verdad quieres ayudarme, pásame otra vez a Reuben.

Oyó la respiración acelerada de Annabelle unos segundos antes de que Reuben hablara.

—¿Qué necesitas?

—¿Knox o algún otro han vuelto?

—No. —Reuben no mentía, ya que Annabelle había ido a ver a Knox y no al revés. De hecho, en esos momentos estaban aparcados en la calle de Knox, a la espera de su siguiente movimiento.

—En las noticias han dicho que tienen controlados todos los aeropuertos y estaciones de tren y autobús.

—Yo también lo he oído.

—Ni siquiera el FBI puede abarcar tanto.

—Colaboran con el Departamento de Seguridad Interior, que ha echado mano de todos sus recursos locales. Hay muchos policías en las calles.

—Dijiste que Knox sabía que Carr y yo somos la misma persona.

—Así es. Aunque en los periódicos no han dicho nada de que John Carr sea Oliver Stone.

—¿Han hecho circular alguna foto mía?

—Que yo sepa, no. Por lo menos no entre el gran público, pero vete a saber qué pasa entre bastidores.

Stone se apoyó en la pared y observó un oso negro en miniatura creado a partir de un trozo de carbón. «El carbón es el rey». «Stone[1] ha muerto», pensó.

—¿Tienes idea de si creen que sigo en la zona?

—¿Lo estás?

—Reuben, no insistas.

—Vale, mátame por preocuparme. Nada concreto, pero cuenta con que cualquier lugar en cientos de kilómetros a la redonda de Washington estará bien vigilado.

Stone suspiró.

—Gracias por la información. Espero no tener que volver a llamarte.

—Oliver, espera…

Stone colgó y salió de la tienda. Se esforzó por dedicar una sonrisa a Wanda al pasar por delante de ella.

—Me he enterado de lo de Willie. Qué ingenio el suyo.

—Me alegro de haberle ayudado.

—Se lo conté a mi marido. Estuvo en el ejército. Le dije que creo que usted también. Quería saber dónde.

—En Vietnam —respondió Stone mientras cerraba la puerta tras de sí.

Volvió a la pensión y recogió sus escasas pertenencias. El trayecto en autobús desde donde les había dejado el tren hasta las proximidades de Divine duraba tres horas. Recordaba más o menos por dónde habían llegado, pero las carreteras serpenteantes y las curvas muy cerradas eran imposibles de recordar con exactitud. Recordó la noche en que Danny y él habían llegado hasta allí en el camión de transporte de porcinos. Recordó las torres de la prisión de Dead Rock. La calle principal de Divine. La cama caliente encima del Rita’s. La escopeta en la cara a la mañana siguiente. El ceño de Abby Riker que había acabado convirtiéndose en una sonrisa.

Esperó a que estuviera bien oscuro y entonces salió del pueblo. La ruta escogida pasaba junto a la carretera que conducía a la vivienda de Willie. Al cabo de unos minutos vio los faros de un coche que se acercaba a él, así que salió rápidamente de la carretera principal para situarse en el camino de tierra que llevaba a la caravana de Willie. Esperó a que el coche pasara y luego se escondió entre unos arbustos que flanqueaban el camino de tierra: el coche estaba dando la vuelta por el camino de tierra. Pasó por su lado. Stone vio fugazmente al conductor y observó el coche avanzar hasta que dobló una curva y las luces traseras desaparecieron.

Miró de nuevo hacia la carretera principal y luego hacia el otro lado. Iba a reanudar la marcha cuando apareció otro coche que le hizo refugiarse de nuevo en el camino que conducía a la caravana de Willie. Por lo visto no era suficientemente tarde. En esos momentos, cualquier vehículo podía ser uno de la policía estatal con su fotografía digital en la pantalla del ordenador portátil.

Se internó rápidamente en el camino de tierra y se detuvo. Había un coche aparcado delante de la caravana de Willie, con una luz encendida en el interior. Echó un vistazo al vehículo; era un pequeño Infiniti rojo de dos puertas. En el asiento delantero había un bolso y un fuerte olor a tabaco. Observó los alrededores de la vivienda. La puerta mosquitera delantera estaba entreabierta. Oyó un pequeño estruendo procedente del interior.

Subió las escaleras y preguntó:

—¿Todo bien?

—¿Quién es? ¿Quién anda ahí? —Era una mujer y le temblaba la voz.

Apareció en el umbral al cabo de unos instantes: una rubia teñida, alta, con unos buenos michelines constreñidos en unos vaqueros ajustados y con tacones de aguja. Un cigarrillo le colgaba entre los dedos de la mano izquierda. Aparentaba cuarenta y muchos años, aunque la gruesa capa de maquillaje dificultaba calcular su edad.

—Soy Ben, el hombre que ayudó a Willie anoche. —A Stone le sonaban sus rasgos—. ¿Eres Shirley Coombs?

Ella dio una calada al cigarrillo y asintió distraídamente, pero su expresión suspicaz se agudizó.

—¿Cómo lo sabes?

—Os parecéis mucho. —Stone miró por encima de su hombro hacia el interior de la caravana.

Ella le siguió la mirada y se apresuró a decir:

—He venido a ver qué tal estaban las cosas después de lo de Willie. Por aquí hay gentuza que podría aprovecharse de que está postrado en el hospital. Husmear entre sus cosas y tal.

A Stone se le ocurrió que quizá fuera la madre quien había estado husmeando en las cosas de su hijo.

—¿Ya has ido a ver a Willie?

—Tengo intención de ir pronto. Está lejos, y mi coche no está para muchos trotes.

Stone echó una mirada al vehículo.

—Pues parece bastante nuevo.

—Sí, bueno, es una mierda. Me deja tirada cada dos por tres.

—¿Has encontrado todo en orden?

—Willie no es el hombre más ordenado del pueblo, así que no sabría qué decirte. Supongo que todo está en orden.

—¿Necesitas ayuda?

—No —respondió, quizá demasiado rápido—. Quiero decir que ya has ayudado de sobra. De no ser por ti, Willie estaría muerto. Te lo agradezco.

—Me alegra haber estado cerca en ese momento, pero Bob también me ayudó con Willie.

Ella ensombreció el semblante.

—Sí, al viejo Bob se le da muy bien ayudar a la gente. Al menos a quienes le caen bien.

—¿No te incluye en ese grupo?

—Podría decirse que nadie del pueblo me incluye en ese grupo.

«Vale». —Siento lo de tu marido.

Se puso tensa.

—¿Quién te lo contó? ¿Bob?

—No, el sheriff Tyree. Me contó lo del accidente de caza. Una tragedia.

—Sí, menuda tragedia.

Stone la miró con expresión de duda socarrona.

—Espero que Willie se recupere —dijo, tras un silencio incómodo.

—Joder, se recuperará. Tiene cuatro escopetas, un rifle para ciervos, dos arcos de caza, una caravana doble, televisión por cable y propano para calentarse, un hornillo para cocinar y dinero de la mina. ¿Por qué no querría volver a casa? Mi chico se ha fijado unas metas demasiado elevadas en la vida. —Sonrió, pero enseguida se puso seria—. Vale, tengo que irme —añadió—. Gracias de nuevo por salvar a mi niño.

Cerró la puerta y se dirigió al coche.

Él observó cómo arrancaba y se alejaba.

Se colgó la bolsa y regreso a la carretera principal.

Al cabo de cinco minutos, un camión estuvo a punto de atropellarle al pasar como un bólido por su lado. Se apartó bruscamente, rodó y se levantó a tiempo de ver a un hombre que se arrojaba al asfalto desde la cabina. Corrió hacia él y le dio la vuelta.

Era Danny. Había recibido una paliza considerable pero todavía respiraba. Stone alzó la mirada. El vehículo se había detenido. A continuación dio la vuelta y se dirigió hacia él. Se detuvo cerca de donde Stone estaba arrodillado junto a Danny. Bajaron tres hombres armados con bates de béisbol.