Stone corrió por un camino embarrado y estrecho en dirección a los gritos. Vio que una silueta alargada se cernía en la oscuridad. La caravana de doble ancho ya no era móvil, puesto que tenía un bloque de cemento ligero en el bastidor. Mientras Stone corría hacia la caravana iba dejando atrás carcasas de coches y camionetas viejos, cual esqueletos en campos de batalla abandonados. De los laterales de la caravana colgaban unas tiras de vinilo largas y las escaleras delanteras eran unas ennegrecidas traviesas de ferrocarril claveteadas juntas. Stone saltó del suelo al último escalón al oír que los gritos se intensificaban.
La puerta estaba cerrada con llave. La aporreó.
—¡Hola! ¿Qué pasa? ¿Necesitan ayuda? —De repente se preguntó si aquellas llamadas desesperadas procedían de un televisor con el volumen demasiado alto.
Al cabo de un momento la puerta se abrió de golpe y apareció un hombre mayor, con el cuerpo tembloroso como en pleno ataque de Parkinson.
—¿Qué ocurre? —preguntó Stone.
En un abrir y cerrar de ojos, el joven que compartía caravana con el viejo apartó a Stone de un empellón y dio un salto que lo llevó a aterrizar en el duro suelo. Stone recuperó el equilibrio y lo miró de hito en hito.
Aparte del estado de agitación, que resultaba obvio, llamaba la atención porque iba desnudo. Se paró al lado de un montón de chatarra, gimió, se cayó al suelo y se retorció como si lo estuvieran electrocutando.
El viejo cogió a Stone del brazo.
—¡Ayúdelo, por favor!
—¿Qué le pasa?
—Tiene el mono. Ha dejado de tomar las pastillas o algo así. Se ha vuelto loco. Se ha arrancado la ropa. Ha destrozado la casa.
Stone corrió hasta el hombre caído. Respiraba de forma superficial y tenía la vista desenfocada, la piel fría y húmeda.
Stone gritó por encima del hombro.
—Llame a una ambulancia.
—Aquí no hay ninguna.
—¿Dónde está el hospital?
—A una hora en coche.
—¿Hay algún médico por aquí? —Stone sujetaba al hombre devastado, intentando tranquilizarlo.
—El doctor Warner vive en la otra punta de la ciudad.
—¿Tiene coche?
—Está aquí mismo. —El viejo señaló un Ford destartalado—. ¿Se pondrá bien?
—No lo sé. ¿Quién es usted?
—Su abuelo. He venido a ver cómo estaba. Entonces se ha puesto así.
—¿Puede ayudarme a meterlo en la camioneta?
Juntos levantaron al joven y lo introdujeron en la cabina. Stone lo tapó con una manta. El viejo temblaba tanto que era incapaz de conducir. Stone se colocó al volante y siguió sus indicaciones para llegar a casa del médico.
—¿Cómo se llama su nieto?
—Willie Coombs. Yo me llamo Bob Coombs.
—¿Dónde están sus padres?
—Mi hijo, su padre, está muerto. Y su madre no sirve de gran cosa.
Stone echó una mirada a Willie. Había dejado de dar golpes y gritar y estaba bastante quieto. Stone volvió a tomarle el pulso, frenó en seco y cogió una linterna del salpicadero para mirarle las pupilas. Habían desaparecido casi por completo.
—¡Mierda!
—¿Qué pasa?
—No tiene el síndrome de abstinencia. Ha tomado una sobredosis y se le ha parado el corazón.
Stone sacó a Willie de la cabina, lo colocó en el suelo y empezó a practicarle un masaje cardíaco. Le tomó el pulso y miró desesperadamente alrededor mientras le presionaba el pecho. Allí no había más que bosque y ni el más leve parpadeo de luz de una casa a lo lejos.
—¡Vamos, Willie! ¡Vamos! No te me mueras. Respira. —Stone le tomaba el pulso.
Bob Coombs lo miró.
—¿Está bien?
—No, no está bien. Está clínicamente muerto. Y, como mucho, nos quedan sesenta segundos antes de que se produzcan lesiones cerebrales.
Stone corrió a la camioneta y abrió el capó. La batería no emitía la corriente que necesitaba, pero alguna otra pieza del motor sí. Corrió a la bancada de carga y empezó a arrojar cosas. Se hizo con unos cables con pinza para cargar baterías, cinta aislante y un clavo.
Se giró y vio a Bob observándole angustiado.
—¿Qué va a hacer con eso?
—Intentar que el corazón vuelva a latirle.
Stone arrancó el cable que iba del delco a una bujía, embutió el clavo en el extremo y lo sujetó con la cinta. Fijó el polo positivo de los cables de la batería al clavo y el negativo lo conectó a tierra con una pieza metálica del motor. Se arrodilló junto a Willie y sujetó los otros extremos de los cables de la batería a sus dedos derecho e izquierdo.
—¡Bob, encienda el motor de la camioneta! —gritó.
El viejo miró los cables que iban de la camioneta a su nieto.
—¡Lo va a freír!
—No tenemos tiempo, Bob. Es nuestra única posibilidad. ¡Póngalo en marcha! ¡Ahora mismo o la palmará!
Bob subió al vehículo.
Stone bajó la mirada hacia Willie, estiró la mano y se aseguró de que las conexiones estuvieran bien hechas. El joven ya había empezado a ponerse azul. No les quedaban más que unos segundos.
Stone había hecho lo mismo una vez en Vietnam con un soldado que había sufrido un paro cardíaco después de que un proyectil le hubiera arrancado un trozo del torso. Stone había conseguido que el corazón volviera a palpitarle, pero el soldado había muerto de una hemorragia camino del hospital de campaña.
La camioneta arrancó.
—¡Acelere! —gritó Stone.
Bob pisó el acelerador y el motor rugió.
Aunque no estaba tocando a Willie, Stone notó la sobrecarga de corriente. El joven la sintió con muchísima más intensidad.
Las piernas y los brazos se le levantaron del suelo y Willie tomó aire con fuerza. Se incorporó y luego cayó hacia atrás, tosiendo y con arcadas.
—Apague el motor —ordenó Stone. Bob obedeció al instante.
El único sonido que se oyó entonces resultaba milagroso: un hombre muerto que respiraba. Con fuerza.
Stone arrancó los cables y le tomó el pulso: fuerte y regular.
Bob y él levantaron a Willie y lo introdujeron en la camioneta. Stone dejó el cable de la bujía sin el clavo en su sitio, lanzó los cables con pinza de la batería a la parte trasera y se puso al volante. Llegaron a la consulta del médico al cabo de cinco minutos y lo llevaron al interior.
El doctor Warner examinó a Willie después de que Stone le contara lo sucedido. Su aspecto no coincidía con la imagen que Stone tenía de un médico rural. No llegaba a los cuarenta años, estaba en forma, iba bien afeitado y tenía unos ojos grandes y de expresión inteligente detrás de unas gafas de montura metálica. Le puso una inyección a Willie y realizó una llamada.
—Esa inyección debería estabilizarlo por ahora. Pero ¿podría llevarlo al hospital lo más rápido posible? Ya he telefoneado. Os seguiré en mi coche —dijo.
Stone asintió.
—Pero ¿y si se le vuelve a parar el corazón por el camino? No quiero tener que volver a confiar en la batería del coche.
Warner abrió un armario y extrajo un desfibrilador portátil.
—Si se le vuelve a parar el corazón, nos detendremos en el arcén y usaremos esto.
Mientras cargaban al muchacho otra vez en la camioneta, el doctor dijo:
—¿Sabe que le ha salvado la vida?
Bob colocó una mano en el hombro de Stone.
—No sabe cuánto se lo agradezco, ¿señor…?
—Llámame Ben. Y todavía no está fuera de peligro. Vamos.
Llegaron al hospital en menos de una hora. Stone entró con ellos, pero después de que ingresaran a Willie, salió fuera y se apoyó en la camioneta, inspirando el aire frío y límpido de la montaña.
El hospital era grande, dado que era el único en cientos de kilómetros a la redonda.
Se paseó por el aparcamiento para aplacar la subida de adrenalina. Vio un cercano edificio de una sola planta y caminó hacia allí.
Al ver el letrero del edificio, Stone se dio cuenta de que era la clínica de metadona, adonde la caravana de coches se dirigía cada mañana. Se fijó entonces en el guarda de seguridad que había delante del edificio. Cuando el hombre le vio allí, Stone le sonrió y lo saludó con la mano. El hombre no le correspondió, pero se llevó la mano a la pistolera. Stone se giró y regresó al hospital. Supuso que la presencia del guarda significaba que la clínica era un objetivo para camellos o drogatas. Stone sabía que la metadona líquida por sí sola no proporcionaba ningún subidón, por eso se utilizaba para deshabituar a los drogadictos. Pero si se combinaba con otros fármacos, como los ansiolíticos, podía producir un cóctel mortal.
Más o menos al cabo de una hora, Bob salió y explicó que Willie estaba estable y que pasaría la noche en el hospital.
—¿Y qué han descubierto? —preguntó Stone.
—Dicen que tomó una sobredosis de algo.
—Eso ya lo sabía. ¿Tienes idea de qué?
—El médico también me lo ha preguntado. Cuando entré en la caravana, vi que tenía una pipa de crack en la mano. Intentó esconderla, pero la vi de todos modos.
—El crack es un estimulante. Se le habrían dilatado los ojos en lugar de contraerse. Tomó una sobredosis de un depresor, no de un estimulante.
—Bueno, supongo que me equivoco sobre lo que tomó —reconoció Bob con vacilación.
Stone lo miró con gesto inquisitivo, pero el viejo no parecía dispuesto a añadir nada más. Lo llevó de vuelta a la caravana de Willie, donde había dejado la camioneta. Bob intentó pagarle por su ayuda, pero él se negó.
El viejo lo acompañó hasta la pensión y se despidieron.
Mientras Stone subía las escaleras pensó que, a pesar de la persecución de que era objeto, debería marcharse de Divine pronto, ¡aunque sólo fuera para descansar un poco!