Annabelle le esperaba en la esquina de Georgetown donde Knox paró al cabo de media hora. Abrió la puerta del pasajero y Annabelle subió. Condujo hacia el oeste, en dirección al centro.
Knox le echó un vistazo. Estaba sonrojada y tenía los ojos rojos. No sabía si se debía a que llevaba un poco de colorete y se había aplicado algún producto que irritara los ojos a propósito.
—¿Estás bien? —preguntó él por fin.
Annabelle se secó los ojos.
—No mucho, la verdad.
—Pues hablemos del tema.
—No quiero meterme en líos.
—Yo tampoco te lo deseo.
—Sí, pero ¿me lo puede garantizar?
—Si no has hecho nada malo, sí. Incluso si la has cagado, según lo que me cuentes, es muy probable que salgas impune.
Annabelle empezó a retorcerse los dedos.
—Es complicado.
—Créeme, en mi trabajo nunca hay nada sencillo.
—¿En qué consiste exactamente su trabajo? —preguntó sin rodeos.
Él paró en el bordillo y apagó el motor.
—Dejemos una cosa clara: esto no es un intercambio de información. Tú hablas y yo escucho. Si os útil, te ayudaré. Si pretendes tomarme el pelo… pues mejor que no lo hagas.
Annabelle respiró hondo y empezó.
—Oliver era muy reservado. En realidad nadie sabía nada concreto sobre su pasado. Pero intuíamos que era especial, distinto. Probablemente haya visto los libros que tenía en su casa. Hablaba varios idiomas. Era un hombre difícil de encasillar.
—Estoy bien informado sobre su pasado. Lo que más me interesa es su ubicación actual.
—Eso no lo sé.
—Entonces, ¿por qué me has llamado?
—Oliver tenía cierta información sobre Carter Gray que hizo que dimitiera.
—¿Qué clase de información?
Annabelle negó con la cabeza.
—Nunca lo dijo, pero fue a ver a Gray y al día siguiente este dimitió, así que debía de ser suficientemente comprometedora.
—Pero luego Gray recuperó su cargo.
—Eso ocurrió porque recabó las pruebas que Oliver tenía.
—¿El Centro de Visitantes del Capitolio? —preguntó Knox.
—Eso creo, aunque yo no estuve allí. Es algo que Oliver dijo justo antes de esfumarse.
—¿Y qué más dijo?
—Que es mejor que nadie descubra la verdad. Que podría perjudicar a este país y que nunca querría algo así.
Knox sonrió.
—Serías una gran testigo de la defensa.
—¿Está al corriente del servicio que John Carr prestó a este país?
—Fue un soldado excepcional. Tenía que haber recibido la Medalla de Honor. ¿Y qué pasa con el senador Simpson? ¿Qué relación hay?
—Oliver dijo que trabajó para la CIA antes de meterse en política.
—Es verdad. ¿O sea que Oliver lo conoció entonces?
—Supongo. Si es que trabajó para la CIA, claro. No tengo pruebas al respecto.
—Ya me preocuparé yo de las pruebas. ¿Te suena de algo el nombre Triple Seis?
—Oliver lo mencionó en una ocasión, pero no explicó de qué se trataba.
—No me extraña.
—Era un buen hombre. Ayudó a desarticular una red de espionaje. Recibió una carta de agradecimiento del director del FBI.
—Me alegro por él. ¿Por qué crees que mató a Gray y Simpson?
—No tengo motivos para creer que lo hiciera.
—Venga ya, Susan, o como te llames. Está claro que no eres imbécil. Sabes que Carr y Stone son la misma persona. Ha estado treinta años escondiéndose.
—Si es así, ¿por qué cree que se ha escondido?
—Tú sabrás.
—A lo mejor ciertas personas iban a por él.
—¿Qué personas?
—Personas que querían matarlo, creo.
—¿Eso te contó?
—Una vez me dijo que algunas agencias no te dejan marchar aunque quieras. Te prefieren muerto a que no trabajes para otros.
Ese comentario sentó a Knox como un buen bofetón, pero disimuló. «Eso sí que me lo creo».
—Así pues, supongamos por un momento que era un triple seis que quiso dejarlo. ¿No se lo permitieron?
—Sé que estuvo casado y que tenía una hija. Pero dijo que las dos habían muerto.
Knox se reclinó en el asiento sin soltar el volante.
—¿Sugirió que quienquiera que fuese tras él las mató?
—No lo sé. Puede ser.
Knox soltó el volante y observó el tráfico que circulaba por Pennsylvania Avenue. Durante unos instantes pensó en su hijo y su hija. Tal vez su hijo estuviera más seguro en Irak que su hija en Washington. Aquella idea le resultaba estremecedora.
—¿Tiene familia? —preguntó Annabelle.
Knox siguió preguntando.
—¿Qué más puedes contarme? ¿Sus últimos días contigo? ¿Algún indicio que apunte adónde fue?
—Si mató a Gray y Simpson probablemente se lo merecieran.
—Eso no es lo que he preguntado y, por cierto, frases como esa podrían conseguir que acabaras en la cárcel.
—Le debo la vida a Oliver.
—Tú sí, yo no.
—Entonces, ¿cuándo lo encuentre lo va a matar?
—Trabajo para el gobierno. No soy un asesino a sueldo.
—¿O sea que me está diciendo que si lo pillan acabará juzgado ante un tribunal?
Knox vaciló.
—Eso no lo decido yo. Depende de él en gran medida.
—Sí, ya me imaginaba que diría eso.
—Estamos hablando de un asesino, señora Hunter.
—No, estamos hablando de mi amigo, cuyos límites como ser humano fueron puestos a prueba.
—¿Lo sabes a ciencia cierta?
—Le conozco. Él es así. ¿Qué si era capaz de ser violento, de matar? Seguro. ¿Qué si era un asesino a sangre fría? No.
—Dispongo de información que contradice eso.
—Pues es información errónea.
—¿Por qué estás tan segura?
—Es una corazonada.
—¿Una corazonada? ¿Y ya está?
—Sí, la misma corazonada que me dice que usted no está a gusto haciendo este trabajo. Seguro que tiene familia y sueña con jubilarse. Pero le han metido en esta mierda y ahora no sabe qué bando le está tomando el pelo.
El hecho de que Knox ni siquiera parpadeara ante un comentario tan acertado era una prueba fehaciente de sus nervios de acero.
—Si no tienes nada más que añadir, te dejaré donde nos hemos encontrado.
—¿Estoy metida en un lío?
—Serás la primera en enterarte.
Cuando regresaron a Georgetown, Annabelle bajó del Rover. Antes de cerrar la puerta, él le dijo:
—En un asunto como este, todo el mundo tiene que andarse con cuidado.
Y se marchó.
Annabelle se envolvió bien con el abrigo y observó, impertérrita, cómo Reuben pasaba por su lado en la furgoneta y seguía a Joe Knox.
El zorro se había convertido en la presa.
Al cabo de unos instantes, un Nova antiguo con el tubo de escape estropeado se detuvo junto a la acera con Caleb al volante. Annabelle subió y se marcharon en la dirección contraria.
Ella miró a Caleb y él le devolvió la mirada.
—A nosotros también nos siguen, ¿sabes? —dijo Annabelle.
—Es mi sino —repuso él sin atisbo de queja.