Knox regresó lentamente en el Range Rover al garaje de su casa. Antes de pulsar el botón del mando a distancia para cerrar el vehículo, escudriñó la calle por el retrovisor. Estaba convencido de que se hallaban ahí, observándole. Hayes se caracterizaba por cubrir todas las bases.
«El ex general se fía tanto de mí como yo de él».
En algún momento quizá tendría que dar esquinazo a esos chicos y, llegado el caso, esperaba estar listo para asumir el desafío.
A los ciudadanos de a pie podría parecerles raro que un agente del gobierno como Knox temiera casi tanto a su patrono como si fuera su presa. Sin embargo, sólo recurrían a Knox cuando todo se había ido al garete y los implicados se señalaban los unos a los otros con el dedo y se dedicaban a elaborar sus estrategias de «culpa». A veces comparaba su trabajo con el de un oficial de asuntos internos en un departamento de policía. Independientemente de lo que hiciera, siempre provocaba el cabreo de alguien. Y estar cabreado y acabar con la vida de otro para vengarse no era tan descabellado. A veces bastaba con cruzar una calle, apretar el gatillo en el momento justo y tener una buena coartada.
A juzgar por lo que Knox había descubierto sobre el pasado militar de John Carr, en esa ocasión Hayes iba por libre. Estaba claro que ya le había mentido. Había comentado que debía de haber sido un gran honor estar al mando de una máquina de matar como Carr. Bueno, pues resultaba que él lo había tenido a sus órdenes durante su apogeo como asesino. Y le había denegado el honor que le correspondía. ¿Qué había hecho Carr para mosquearlo hasta tal punto? Hay es tenía fama de guardar rencor durante décadas y todo apuntaba a que esa reputación le venía como anillo al dedo en ese caso.
Knox había pasado varias horas más en la sala de expedientes intentando averiguar la respuesta a esa pregunta, pero no había sacado nada en claro aparte de mera especulación.
Las ideas funestas que le venían a la cabeza en ese momento eran casi tan abrumadoras como las que había experimentado en sus últimas noches en Vietnam, antes de que su país diera por concluida la guerra y regresara a casa. El batallón de Knox había sido uno de los últimos enviados al Sudeste Asiático. Había pasado allí once meses que le habían parecido once años. Cuando regresó con un trozo de metralla en el muslo izquierdo y una porrada de pesadillas recurrentes como recordatorio del tiempo allí pasado, había decidido que la guerra no era un método especialmente inteligente para dirimir problemas globales, sobre todo cuando los políticos, en vez de los soldados sobre el terreno, dirigían el cotarro. Fue entonces cuando había hecho carrera para llegar a la inteligencia militar y, de ahí, a la vertiente civil y la CIA.
Ahora su hogar era un departamento especializado de esa agencia del que la gente corriente nunca había oído hablar ni nunca lo haría. Tenía dos tipos de credenciales: unas para el público, que lo acreditaban como miembro del Departamento de Seguridad Interior y resultaban adecuadamente intimidatorias; y otras que sólo enseñaba a ciertos agentes federales, también compañeros, donde constaba su pertenencia a la OAE, la Oficina de Asuntos Especiales, formada por personal de las cinco agencias de inteligencia más importantes y controlada por un puñado de hombres desde Langley. «Oficina de Asuntos Especiales» sonaba un poco burocrático, pensó Knox, pero sus actividades ni mucho menos lo eran. Knox había estado hasta el cuello de «asuntos especiales» durante años, y se había visto en medio de hasta seis crisis de magnitud devastadora a la vez.
De hecho había participado en todas las operaciones principales que se habían asignado a la OAE durante la última década, incluso algunas maniobras paramilitares que lo habían devuelto al campo de batalla con vidas a su cargo, y otras de las que sencillamente debía deshacerse. Había evitado por los pelos el «fiasco de las armas de destrucción masiva que nunca existieron», y luego había pasado casi seis años en Oriente Medio haciendo cosas que nunca escribiría y que desde entonces intentaba olvidar.
Se encontraba a miles de kilómetros de distancia cuando su esposa había muerto a consecuencia de una hemorragia cerebral. Regresó justo a tiempo del funeral para mascullar un último adiós apresurado a su pareja, la única mujer a la que había querido en la vida. Todavía se sentía como si la hubiera engañado.
Veinticuatro horas después de enterrarla ya estaba de vuelta en Irak, intentando descubrir de dónde procedería el siguiente ataque suicida y pagando a los enemigos del pasado con dólares americanos para que mataran a extremistas en lugar de soldados americanos. En cuanto el dinero se hubo acabado, Knox supo que debía alejarse de aquel lugar. Había regresado a su cámara acorazada de la Zona Verde y llorado por el amor de su vida en la intimidad de sus pesadillas.
Había sido algo más que un reto y, durante el último año, se había planteado seriamente jubilarse después de convencer a sus superiores de que lo sacaran de Oriente Medio, donde ningún musulmán confiaba en alguien de piel clara que creyera en la santidad suprema de Nuestro Señor Jesucristo. Había pasado allí tiempo más que suficiente. Podía dejarlo estipulando él las condiciones. De hecho estaba disfrutando de un corto período sabático cuando Hayes le había llamado. Y en la que se había metido ahora. La misma pregunta de siempre había vuelto a asomar a su horrible cabeza: «¿Sobreviviré a otro día?». Entró en la cocina, lanzó las llaves a la encimera, abrió la nevera y sacó una cerveza. Se sentó en el pequeño estudio y reflexionó sobre lo que sabía y lo que no, y, por desgracia, lo último superaba con creces lo primero. Se sacó las páginas del bolsillo. Se había llevado la orden de dos páginas firmada por Macklin Hayes. Probablemente robar documentos propiedad del gobierno fuera un delito grave, pero en esos momentos a Knox le daba igual. Contempló la firma meticulosa del hombre.
«¿En qué estaba pensando cuando firmó esa orden, general?».
Ahora tenía un vínculo entre Hayes y Carr. Aquello cambiaba la dinámica de la misión, aunque Knox no sabía muy bien cómo. No obstante, sí explicaba una cosa.
Le había dicho que le había ordenado buscar a Carr porque el ex triple seis conocía secretos que pondrían en apuros al gobierno de Estados Unidos o, como mínimo, a la CIA. A veces a Knox le costaba diferenciarlos. Hayes había dicho que a Carter Gray también le preocupaba eso. Gray había intentado localizar a Carr, aunque era evidente que este había dado con él primero.
Aquello era lo que no tenía sentido. Carr había estado en casa de Gray la noche de la explosión. O sea que ya sabía dónde encontrarlo. Y, encima, Carr no había abierto la boca durante los últimos treinta años. Así pues, ¿por qué a Gray o a Hayes y a la CIA les preocupaba que la abriera entonces?
Tal vez Gray hubiera querido encontrar a Carr por algún motivo, pero no para matarlo. ¿Ordenar que exhumaran su tumba? ¿Intentaba hacerle salir, huir? Pero ¿por qué? Knox intuía que la respuesta se encontraba en la zona que tenía prohibido examinar. En otras ocasiones le habían ordenado que no hiciera ciertas cosas, pero las había hecho igualmente.
Además, Hayes tenía algún motivo de peso para quitar a Carr de en medio. Debió de pensar que Carr había muerto muchos años antes. Se imaginó que no le habrían informado de que excavarían la tumba. Y, encima, ¿el ataúd estaba vacío? Probablemente Hayes se había sentido seguro durante todos esos años. Ahora la situación había cambiado y recurría a Knox para que le resolviese el problema.
¿Y qué había ocurrido exactamente en el Centro de Visitantes del Capitolio? ¿Carr había matado a todos esos hombres? Si así era, ¿por qué? ¿Habían intentado matarlo a él? Knox se acordó de las notas oficiales que reconocían que alguien se estaba cargando a ex triple seis reinados. ¿Acaso Stone estaba en esa lista? ¿Habían ido a por el por algún motivo? Aquello formaba parte del rompecabezas al que aparentemente no le permitirían acceder. Bueno, eso ya se vería.
¿Y si Carr sabía algo sobre Hayes? ¿Algo personal? Tal vez debiera investigar al respecto, aunque sólo fuera para cubrirse la espalda, llegado el momento. Pero tendría que nadar entre dos aguas. Si Hayes se enterara…
Había encendido la radio mientras conducía y la noticia le había llamado la atención. Se parecía a la que Stone había escuchado en la habitación de Divine. Las autoridades sabían quién era el asesino. Lo estaban cercando. Todas las vías de escape estaban bloqueadas.
«¿Qué coño pasa?».
Llamó a Hayes, quien respondió al segundo tono.
—Acabo de oír las noticias —dijo Knox—. Pensaba que los federales estaban fuera de esto. Si tengo al FBI pisándome los talones me gustaría saberlo.
—No te preocupes, Knox, he hecho que den esa noticia. Sería inconcebible que un hombre como Carr no escuche las noticias atentamente. Quiero que piense que está atrapado. Los hombres atrapados cometen estupideces. Entonces actuaremos. Sólo estoy poniéndote las cosas fáciles.
Hayes colgó.
—No te lo crees ni tú —replicó Knox al tono de llamada.
El zumbido del teléfono interrumpió sus pensamientos sobre lo que Hayes acababa de contarle. No reconoció el número.
—¿Sí?
—Señor Knox, soy Susan Hunter. Me gustaría reunirme con usted para hablar de Oliver.
Knox se incorporó.
—Podemos hablar por teléfono.
—No. Nunca se sabe quién puede estar escuchando.
Eso no se lo discutiría. Probablemente tuviera el teléfono pinchado.
—De acuerdo. ¿Cuándo quiere que nos veamos?
—Ahora mismo.