Tras marcharse del negocio de Leroy, en Maryland, Knox no regresó a casa en el coche. Había una cuestión que le atormentaba tanto que necesitaba encontrar la respuesta. No se dirigió a Langley, sino a un edificio anodino del centro de Washington. Había llamado con antelación y le dejaron entrar gracias a su pasado militar y a las credenciales del gobierno.
Entró en una sala enorme provista de desgastadas mesas a las que se sentaban hombres de pelo cano, la mayoría veteranos de guerras pasadas, junto con historiadores con pajarita, a leer pilas de documentos amarillentos. No tenía ventanas y parecía que faltaba el aire. Cuando Knox miró alrededor, la única emoción que notó fue la tristeza. Aquel lugar contenía las vidas documentadas y demasiado breves, así como las muertes violentas, de muchas más personas de las que uno querría imaginar.
Muchos de los expedientes que quería consultar no estaban informatizados todavía, aunque algunos sí se hallaban disponibles. De todos modos, el encargado sacó las cajas que pidió y le enseñó cómo acceder a los archivos digitales. Sentado delante de un PC, Knox empezó por los digitales pasando rápidamente de una pantalla a otra. Tenía un presentimiento y quería comprobarlo. Lo que le corroía de curiosidad era el motivo por el que Macklin Hayes tenía tantas ganas de atrapar a John Carr. Si este había matado a Simpson y Gray, habría huido. No convocaría una rueda de prensa para desgranar secretos del pasado.
Knox entendía que Hayes quisiera pillar a Carr antes que la policía. Si esta lo detenía, quizás hablase a cambio de un trato. Pero Hayes también le había dicho que la policía tenía las manos bastante atadas en esa investigación, lo cual otorgaba a Knox vía libre para actuar. Y si, por lo que fuera, la policía encontraba antes a Carr, la CIA, tal como había dicho Hayes, aparecería rápidamente y se lo llevaría con el pretexto de velar por el interés de la seguridad nacional. Carr nunca tendría la oportunidad de dar una rueda de prensa ni de llamar a su abogado.
Así pues, ¿a qué venía esa necesidad tan acuciante de echarle el guante a Carr? Salvo por el problema ético que suponía permitir que un asesino eludiera la justicia, en cierto modo dejarlo marchar y morir en paz tenía más sentido a nivel estratégico. La conclusión era que Hayes se estaba comportando de forma un tanto irracional, y él no era un hombre irracional. Tenía que haber otro motivo.
Knox miraba la pantalla y leía la hoja de servicios de los hombres y mujeres que habían servido en Vietnam. Agotó los recursos digitales y tuvo que recurrir a las cajas tras consultar al encargado que le había asesorado sobre el criterio de búsqueda. Repasó treinta cajas sin resultado alguno. Estaba a punto de darse por vencido cuando sujetó un fajo de papeles porque la primera página le llamó la atención.
A medida que Knox se inclinaba hacia delante, el resto del mundo pareció desvanecerse despacio a su alrededor. Estaba leyendo la historia oficial de un soldado llamado John Carr, un hombre corriente que había ascendido meteóricamente al rango de sargento. El relato que tenía embelesado a Knox era el relativo a unos actos heroicos acontecidos durante un lapso de cuatro horas casi cuarenta años antes.
En abrumadora inferioridad, Carr, casi sin ayuda, había repelido un ataque del enemigo, por lo que había salvado a su compañía y cargado con varios de sus hombres heridos hasta un lugar seguro. Había matado por lo menos a diez soldados enemigos, a varios luchando cuerpo a cuerpo. Luego había manejado una batería de ametralladoras para contener a los norvietnamitas mientras las balas llovían a su alrededor. Había dejado aquel puesto sólo para pedir ayuda por radio a fin de que sus hombres se retiraran de forma segura. Hasta entonces no se marchó del campo de batalla, empapado en su propia sangre y marcado para siempre por heridas de bala y machete. Knox sabía lo que era combatir en esas selvas y era consciente de la confusión y los horrores que tal confrontación casi siempre provocaban. Él mismo había resultado herido. Se había asustado. Había huido despavorido durante la acción pensando que sin duda aquel era su último día en la tierra. Y había tomado parte en ataques victoriosos en los últimos días de la participación de Estados Unidos en aquella guerra asiática, aunque para entonces las pequeñas victorias sobre el terreno no significaban nada. Si es que alguna vez significaron algo.
Sin embargo, Knox nunca había leído ni oído nada que se asemejara a la hazaña que Carr había conseguido aquel día. Era más que milagroso. De hecho, era sobrehumano. Su respeto, junto con el temor que sentía por el hombre, fue en aumento.
Después de tanto heroísmo debió de llegar la recompensa. El ejército solía ser lento en muchos sentidos, pero era rápido recompensando la valentía y la generosidad en el campo de batalla, aunque sólo fuera para inspirar a otros soldados. Tales heroicidades también suponían una forma excelente de hacer relaciones públicas. El heroísmo extraordinario y la extrema valentía que Carr había demostrado aquel día no sólo lo hacían fácilmente merecedor de la Cruz al Servicio Destacado, el segundo galardón más importante que el ejército concedía, sino, en opinión de Knox, también del mayor reconocimiento del país por heroísmo en el ejército, la Medalla de Honor. ¿John Carr galardonado con la Medalla de Honor? Hayes no había mencionado nada de aquello en su informe. Además, esa información tampoco había llegado a las notas de prensa cuando se había exhumado la tumba del hombre en Arlington.
Knox pasó hoja tras hoja y revisó más cajas hasta que logró recomponer la historia.
No pudieron negarlo los corazones púrpura porque las heridas ya eran prueba suficiente. En total, recibió cuatro de ellos, contando las heridas recibidas en otras batallas. Luego se había hablado de concederle una Estrella de Bronce, pero la fecha de ese documento era muy posterior a los actos de Carr en el campo de batalla. La Estrella de Bronce, aunque prestigiosa, no reflejaba ni por asomo la magnitud de lo que Carr había hecho, pensaba Knox. En su opinión, la de Bronce era una especie de híbrido. Se concedía por demostrar valor en la batalla, pero también por actos de mérito o servicio meritorio. La Estrella de Plata, la Cruz al Servicio Destacado y la Medalla de Honor, las tres de mayor prestigio para un soldado, se concedían simple y llanamente por valentía y heroísmo durante el combate.
Al final encontró una serie de documentos que ponían de manifiesto que el superior directo de Carr sí había recomendado a Stone para la Medalla de Honor. Había rellenado todos los documentos necesarios y reunido todas las pruebas requeridas, así como declaraciones de testigos oculares, y los había enviado a sus superiores. La fecha de los documentos mostraba que había sido poco después de los actos de Carr en el campo de batalla, mucho antes de los documentos referidos a la concesión de la Estrella de Bronce. ¿Qué demonios había pasado?
No había pasado nada. Al parecer, el proceso se había quedado estancado ahí. Knox no encontró más documentos que trataran el tema. Pero ¿por qué? Era una historia perfecta. Carr era un héroe; sin embargo, su rastro había desaparecido poco después. Knox creía saber por qué. Era entonces cuando la CIA lo había reclutado para la Triple Seis. Knox era consciente de que los espías solían buscar a sus ejecutores entre lo mejorcito del ejército.
Volvió a dejar los documentos en la caja. Y entonces vio dos hojas de papel grapadas que se habían deslizado entre la solapa interior de la caja y la cara exterior de cartón. Tan asqueado estaba por la injusticia militar cometida contra un hombre que debía haber recibido el mayor galardón posible, que Knox estuvo a punto de no leer aquellos documentos.
Pero los cogió.
Era una orden, sencilla y directa. Impedía que John Carr recibiera la Medalla de Honor o cualquier otra mención, Knox leyó el documento, repleto de jerga oficial sobre pruebas poco Hables y declaraciones incongruentes de testigos oculares y documentación complementaria contradictoria. Knox no le encontraba ningún sentido hasta que llegó a la línea correspondiente a la firma donde aparecía el nombre del oficial ordenante: «Comandante Macklin D. Hayes».