El hombre alto entró en el edificio, dobló a la izquierda, cogió un ascensor, bajó, entró en el túnel, pasó por debajo de las calles de Washington D. C., llegó a otro edificio y recorrió un largo pasillo. Una puerta junto a la que pasaba se abrió y una manaza lo agarró y tiró de él hacia el interior antes de cerrar de un portazo.
Reuben Rhodes soltó a Alex Ford. El agente se alisó el cuello de la americana y se giró para mirar enfadado a los demás, allí reunidos entre muebles del gobierno desechados y cajas de embalaje.
—Dijiste la segunda puerta a la izquierda —espetó Alex.
—El hermano Caleb se equivocó —dijo Reuben—. Quería decir la primera puerta a la derecha, y no quisimos llamarte al móvil por si lo tienes pinchado.
—Para eso necesitan una orden judicial —les recordó Annabelle.
—Sí, ya —replicó Reuben.
Alex miró a Annabelle.
—De hecho, él tiene razón. Como agente federal, mi vida y mi móvil no me pertenecen.
—Siento la confusión, Alex —se disculpó Caleb—. Estaba un poco nervioso, aunque no sé muy bien por qué. —Lanzó una mirada iracunda a Reuben—. Oh, ya me acuerdo. ¡Fue porque Reuben me llamó y me ordenó que encontrara un sitio para que nos reuniéramos lo antes posible o todos moriríamos por mi culpa!
Reuben se encogió de hombros.
—Yo no he dicho «moriríamos», sino que pasaríamos el resto de nuestros días entre rejas. Y sólo he dicho que mayormente sería culpa tuya.
—¿A ti qué te parece? —preguntó Annabelle.
—Ese tal Joe Knox ya ha interrogado a Caleb.
—¿Y qué? ¿Cómo sabes si le he dicho algo?
—Caleb, confesarías lo que hiciera falta si una misionera te sacara una pistola.
Annabelle se levantó.
—Bueno, no tenemos tiempo que perder. Parece que Knox nos ha acribillado a preguntas. A mí, a Alex y a Caleb.
—Y sé que fue al muelle de carga pero, por suerte, hoy me he tomado el día libre —añadió Reuben.
—Reuben, por teléfono me has dicho que Oliver te había llamado —dijo Alex.
—No ha querido decirme desde dónde llamaba. —Reuben les resumió la conversación mantenida con Stone—. Y me ha pedido que te diga que agradece que quemaras la carta.
Alex asintió lentamente, pero no dijo nada.
—¿Existe algún modo de rastrear la llamada que hizo a Reuben? —preguntó Caleb.
Reuben negó con la cabeza.
—Tengo una modalidad de teléfono móvil un tanto curiosa. Un poco enrevesada.
—Te refieres a que robas minutos de otra gente —declaró Caleb.
—Es una forma de describirlo. De todos modos, tengo un colega de confianza a quien le pedí que lo hiciera. Es un verdadero profesional con esas cosas y no llegó a ningún sitio.
—Bueno, comparemos lo que nos dijo Knox para saber a qué atenernos —sugirió Annabelle.
Alex empezó, seguido de Annabelle y luego Caleb. Cuando hubieron terminado, Reuben dijo:
—Caleb, perdona. Parece que le mantuviste firme sin demasiados problemas.
—Bueno, gracias —soltó el bibliotecario federal.
—A ver —dijo Alex—, Knox sabe que Oliver es John Carr. Sabe lo que hizo en la CIA. Sabe que mató a Simpson y Gray. Y quiere encontrarlo a cualquier precio.
—Y cree que le llevaremos hasta Oliver —repuso Caleb—. Pero, gracias a Dios, no podemos.
—No te precipites, Caleb. Sabe dónde estamos y nuestra relación con Oliver. Se aprovecharán de ello.
—¿Cómo?
—Pues atrayendo a Oliver.
—¿A qué te refieres? —exclamó Caleb—. ¿Nos van a utilizar como cebo? Eso es absurdo. Somos ciudadanos estadounidenses. Knox es funcionario público.
—Eso no se tenía en cuenta en los años cincuenta —intervino Alex—. Es funcionario público con una misión que cumplir: atrapar a Oliver. Y mientras él esté huido, somos el objetivo más obvio.
—¿Deberíamos pasar todos a la clandestinidad? —sugirió Annabelle.
—Para mí eso es imposible —reconoció Alex—. Pero, Annabelle, tú sí que deberías cavar un hoyo profundo y meterte dentro. Reuben también. Caleb, ¿qué me dices de tus circunstancias?
—¿Por qué iba a dejarnos Oliver en esta situación tan complicada? —se quejó.
—No tenía muchas más opciones —respondió Reuben—. Si estamos en lo cierto, se cargó a dos mandamases el mismo día. Después de eso, uno no se va a tomar un café y espera que un equipo de operaciones especiales llame a la puerta con un ariete.
Caleb meneó la cabeza.
—Aunque Oliver los matara, y a pesar de la carta que nos escribió, apuesto a que no dejó ninguna prueba comprometedora.
—Joder, Caleb, ¿es que no te enteras? —exclamó Reuben—. Esos tíos no piensan llevarlo a los tribunales. Lo quieren y ya está. Le sacarán cuanta información útil puedan y luego le pegarán un tiro en la cabeza. Fue asesino a sueldo del gobierno y tuvo que darse a la fuga porque Gray y Simpson lo engañaron c intentaron matarle. —Reuben dijo esta última frase mirando a Alex—. Oliver lleva treinta años siendo un fugitivo. Y luego mataron a Milton. Y no olvidéis que Harry Finn nos dijo que Simpson reconoció que él fue quien ordenó la aniquilación de Oliver y su familia en aquella época. Si hay un hombre con motivos para matar a alguien, sin duda es Oliver. Me da lo mismo lo que diga la ley.
—O sea que quizá teman lo que Oliver sabe sobre las misiones del gobierno en el pasado —apuntó Caleb—. Y querrán silenciarlo.
—Ahora piensas como bibliotecario —observó Reuben irónicamente.
—Tal vez haya otra opción —dijo Annabelle—. Es decir, en lugar de que pasemos a la clandestinidad.
Alex se apoyó contra la pared.
—¿En qué estás pensando?
—En encontrar a Oliver y ayudarle a salir de esta.
—Ni hablar, Annabelle. Lo único que conseguiríamos es que esos tíos diesen con él —se quejó Alex.
—Además —añadió Reuben—, estoy convencido de que Oliver tenía un plan de huida ingenioso.
—¿Seguro? ¿Sin documento de identidad y sin dinero? Yo le di una tarjeta de crédito. La he comprobado. Hace meses que no la utiliza. No puede subirse a un avión. Y por tierra tampoco llegaría muy lejos.
—Hasta que lo pillen —concluyó Reuben con voz queda.
—Quizás eso es lo que quiere —declaró Alex. Los otros tres se lo quedaron mirando—. Se cargó a Simpson y Gray. Se sentía profundamente culpable de la muerte de Milton. Quizá piense que ya no tiene motivos para vivir. Huye, pero tampoco con gran determinación. Sabe que lo pillarán tarde o temprano y está preparado para lo que eso supone.
—No permitiré que su vida acabe de ese modo —aseveró Annabelle.
—Cariño, andarse con evasivas con la CIA es una cosa, pero ayudar de forma activa a que Oliver eluda a las autoridades te llevará directa a la cárcel. Y durante una buena temporada.
—Me da igual, Alex. Mira lo que hizo por mí. Lo arriesgó todo por ayudarme.
—Ha hecho eso por todos nosotros —añadió Reuben.
—Tú tampoco estarías aquí, Alex —dijo Annabelle, mirándolo—, de no ser por Oliver.
Alex se sentó a un viejo escritorio.
—Chicos, os entiendo, pero soy agente federal. Tengo ciertos límites.
—No queremos meterte en problemas, o sea que no tienes por qué hacer nada —dijo Annabelle, aunque con tono nada agradable.
—Aparte de mirar hacia otro lado —añadió Reuben.
—¿Cómo pensáis buscarlo dadas las circunstancias? —preguntó Alex.
—Eso ya lo decidiremos —repuso Reuben con frialdad. Miró a Caleb—. Tú también eres empleado federal, pero ¿te apuntas?
Caleb asintió.
—Me apunto.
Alex se levantó con expresión adusta.
—Bueno, supongo que aquí es donde se separan nuestros caminos. Buena suerte.
—Alex… —empezó Annabelle, pero la puerta ya se había cerrado a su espalda.
Los tres miembros restantes del Camel Club se limitaron a mirarse entre sí.
—Que le den morcilla —refunfuñó Reuben—. Bueno, ¿cómo encontraremos a Oliver?
Annabelle lo miró fijamente.
—El zorro va a la caza, ¿verdad?
—Verdad. ¿Y pues?
—Pues seguimos al zorro.
—¿Tienes un plan?
—Yo siempre tengo un plan.
—Annabelle, hija, te quiero.