A primera hora de la mañana siguiente, Knox empezó por la casita del cuidador del cementerio Mt. Zion. La escudriñó palmo a palmo, levantó las tablas del suelo sueltas, vació todos los cajones, miró dentro de la chimenea y estudió con detenimiento los libros de Stone, muchos en distintos idiomas.
«Si el tío sabe todos estos idiomas, es probable que ya esté fuera del país», se dijo.
Aparte de eso, aquella incursión fue un fracaso. Era obvio que Carr había limpiado la casa antes de huir. A continuación fue a registrar el cementerio. Tuvo un poco más de suerte, aunque al final todo quedó en nada. Su ojo de lince advirtió que habían movido una lápida hacía poco. La arrancó y encontró un pequeño compartimento excavado en la tierra. Sin embargo, fuera lo que fuese lo que contuviera ya no estaba allí.
¿El «material comprometedor» al que había aludido Hayes?
Al cabo de dos horas estaba en la parte posterior de la que fuera la finca de Carter Gray. Knox había decidido no pasar por la escena del crimen de Simpson. El edificio en obras vacío no había ofrecido ninguna pista en la primera inspección y había llegado a la sabia conclusión de que, por el hecho de volver una segunda vez, no descubriría nada.
Se quedó contemplando la bahía. Stone había dicho a los agentes del FBI que quien había hecho volar por los aires la casa de Gray podía haber escapado saltando por el acantilado. Caminó hasta el borde y se asomó. La caída era impresionante, pero tal vez resultara fácil para alguien como Oliver Stone/John Carr.
«Vale, arroja el rifle al agua y se tira. ¿Y luego qué?». No pensaba ni por asomo que Stone se hubiera suicidado. Una persona no planificaba golpes tan meticulosos para luego acabar tirándose por un acantilado. Había sobrevivido. Knox estaba convencido de ello.
Con una mochila al hombro, Knox caminó por el borde del acantilado, siguiendo por tierra la que podría haber sido la trayectoria de Stone por el agua. Pasó por arboledas, campos abiertos y luego más zonas boscosas, sin perder de vista la orilla allá abajo. Al final se detuvo al divisar una pequeña playa. Stone había disparado a Gray antes de las siete de la mañana. Knox había consultado las gráficas de evolución de la marea. A esas horas la marea habría sido muy parecida a la que había en ese momento. Se fijó en las rocas redondeadas y luego vio una hendidura en la piedra, así como el sendero que ascendía. Lo siguió hasta el punto en que llegaba a lo alto del acantilado. Allí había un sendero. Lo tomó. Al cabo de media hora llegó a una serie de cabañas.
—¿Necesita algo?
Knox miró hacia el hombre bajo y achaparrado, con una gorra de los Green Bay Packers y un abrigo grasiento, que le observaba junto a un tractor viejo al que le faltaba una rueda.
Knox se acercó.
—Vengo de la casa de Carter Gray. —Mostró las credenciales—. Soy el agente Knox.
—Pues mejor para usted. A mí me llaman Leroy porque me llamo así. ¿Gray, eh? ¿El pez gordo al que dispararon?
—Eso es. Supongo que alguien habrá pasado por aquí a preguntarle.
—Pues sí, joder. Pero, como les dije, yo no sé nada de nada.
—¿Vive aquí solo?
—Sí, desde que mi Lottie fue a reunirse con el Creador hace cuatro años.
—Lo lamento. ¿Nadie le ayuda por aquí? Por cierto, ¿a qué se dedica?
—A cualquier cosa que me dé un poco de dinero. Tenía un ayudante, pero se marchó.
—¿Cuándo fue eso?
—El mismo día que dispararon a ese hombre.
Knox se mostró ansioso, pero Leroy levantó la mano.
—No se emocione. Estaba aquí cuando vinieron los tíos del FBI. Pregúnteles. Es viejo, cojo, no ve bien y encima ni siquiera hablaba, sólo soltaba gruñidos.
—¿Alto, bajo? ¿Gordo, delgado?
—Delgado aunque, con la pata coja, era difícil saber lo alto que era. Mucho más alto que yo, eso seguro. Con una barba poblada y gafas gruesas.
—¿Por qué se marchó?
—¿Y yo qué coño sé? Llevaba conmigo unos cuatro meses. Entonces decidió marcharse. Tampoco es que lo tuviera atado con un contrato indefinido de millones de dólares. —Leroy se rio y soltó un escupitajo al suelo.
Knox miró alrededor.
—¿Se alojaba en uno de esos edificios?
Leroy asintió y señaló el que estaba más próximo al sendero.
—¿Le importa si echo un vistazo?
—¿A qué agencia ha dicho que pertenece?
—Federal.
—Eso ya lo sé. Pero ¿a cuál?
Knox alzó las credenciales «públicas» más cerca de la cara del hombre.
—A esta.
Leroy dio un paso atrás.
—Adelante, pues.
Knox sonrió para sus adentros. Aquella era una de las ventajas de su trabajo. No tenía muchas otras.
El registro de la cabaña no le proporcionó más que un dato significativo. Allí no había ni una sola huella dactilar, y eso que Knox había llevado equipamiento para revelarlas allá donde estuvieran. Esa constatación le indicó que probablemente estuviera en el buen camino. La mayoría de las personas, incluyendo a los cojitrancos mudos y casi ciegos, no son tan meticulosas como para eliminar huellas.
Salió de la cabaña y se encontró a Leroy ocupado en sus cosas.
—Mañana enviaré a un dibujante para que haga un retrato-robot de ese tipo a partir de la descripción que usted le proporcione.
—Haré lo que pueda.
—Lo sé.