Macklin Hayes no parecía especialmente satisfecho. Él y Knox estaban sentados delante de la chimenea en la biblioteca de una lujosa casa de piedra rojiza de finales del siglo XIX en pleno centro de Washington D. C., a la que Hayes tenía acceso siempre que quería. Por lo que parecía, los reyes del espionaje disponían de ventajas bañadas en oro.
—O sea que hoy has interrogado a los sospechosos habituales y no has sacado nada en claro.
—No hago las cosas de forma mecánica, general. Hice el paripé con todos ellos excepto con el tal Reuben Rhodes, pero tarde o temprano lo localizaré. Todos mienten y saben más de lo que reconocen. Por lo que a mí respecta, eso es sacar algo en claro. En algún momento meterán la pata y entonces intervendremos.
—Dudo que el hombre dejara una copia de su itinerario de viaje.
—Yo también lo dudo, pero Carr es un tipo leal. Si podemos pescar a sus amigos por algo, conseguir que se vean amenazados de ingresar en prisión, entonces quizá decida entregarse.
—¿Te refieres a que volverá aquí corriendo para salvar a sus amigos? ¿De verdad lo crees factible, Knox?
—He analizado a Carr, repasado su carrera, hablado con sus amigos. Sí, creo que es posible. ¿Y cuál es el inconveniente si no funciona?
Hayes se terminó la copa de vino y se quedó contemplando el fuego.
—Voy a hablarte con franqueza, Knox. Espero que te resulte instructivo y no te aburra demasiado.
—Dudo que lo que vaya a decirme me aburra, señor. Y ya sabe que me chifla la información veraz.
Hayes hizo caso omiso de la indirecta.
—Carr es un asesino, está claro. Estuvo en el Centro de Visitantes del Capitolio aquella noche. Sabemos que asesinó a Gray y Simpson. Esa parte es sencilla, el resto no tanto.
—¿Por fin voy a enterarme del resto?
Hayes se levantó y se sirvió otra copa, esta vez de whisky, y lo bebió delante del fuego. Al observar a aquella figura patricia vestida con un traje de tres piezas, de hermoso pelo blanco, mandíbula cuadrada y ojos brillantes, sosteniendo un vaso de whisky de cristal tallado, Knox imaginó que estaba en una película de espías de Hollywood.
«Vamos a ver, ¿cómo era el guión? Oh, ya recuerdo: personas inteligentes, refinadas y patrióticas reclutadas en las universidades más prestigiosas y que hacen todo lo posible dentro de su nobleza para mantener el país a salvo mientras, ataviados con sus trajes impecables de Brooks Brothers, se acuestan con mujeres despampanantes, fuman con aire meditabundo y permanecen por encima de la gentuza. Como John Carr y yo. Gentuza».
Knox había descubierto enseguida que esa idea era una fantasía. El espionaje era un negocio feo y sucio y exigía que ambos bandos se enfangaran hasta las cejas. La única regla era que no había reglas. No, de hecho eso no era cierto, había una: que la gente como Macklin Hayes estaba siempre por encima de todo. Era intocable. No obstante, no era una regla cien por cien invariable. Bastaba pensar en Carter Gray. John Carr lo había arrastrado hasta el lodo con él.
«Apúntate una, John».
—Desgraciadamente —dijo Hayes—, es probable que Carr esté en posesión de cierta información, quizás incluso de pruebas, acerca de actos cometidos por este país en momentos difíciles, que podrían, si se interpretasen ahora de forma inmisericorde, colocarnos en una situación delicada. Estoy convencido de que Gray también era consciente de ello. Creo que intentó contactar con Carr, pero, como ya sabemos, Carr se le adelantó.
—O sea que tiene pruebas contra nosotros para que este caso acabe en los tribunales, ¿no?
Hayes sonrió.
—Siempre me ha gustado tu perspicacia, Knox. Nos ahorra mucho tiempo.
—No soy un asesino a sueldo, señor. Usted me ordenó que lo encontrara. Haré todo lo posible al respecto, pero nada más.
—Y eso es todo lo que hace falta. Otros tomarán las riendas del asunto a partir de ese momento.
—Si Carr es tan listo como creo, ya sabe todo esto. Quizás haya ideado una forma para que, si muere de forma violenta, se desencadene la revelación que usted preferiría evitar. ¿Tal vez un sobre con información para el New York Times en caso de que le vuelen la tapa de los sesos?
—Encuéntrale, Knox, y creo que podré convencerle de que eso no sería aconsejable.
—¿Qué influencia podría tener sobre él llegados a ese punto?
—Como has dicho, es un hombre muy leal.
Knox reflexionó unos instantes.
—O sea que sus amigos son su talón de Aquiles. Salvo que en su versión, en vez de entregarse e ir a la cárcel, acepta el disparo, se abalanza sobre la espada en silencio para que sus amigos sigan con vida, ¿no?
—Sin duda es una posibilidad.
—¿Una o la única?
—Encuéntrale, Knox, es lo único que tienes que hacer. ¿Alguna pista interesante?
—Los «amigos» no sueltan prenda, y si tenemos que hacer esto al margen de la ley entonces tendré que buscar pruebas materiales.
—¿Significa que volverás a las escenas de los crímenes?
—Sí.
—Pues el tiempo no corre de tu lado.
—Es lo que suele pasar. Con toda sinceridad, señor, me habría venido bien saber esta información con anterioridad.
—No lo dudo. Pero así son las cosas.
—¿O sea que ahora también tengo que competir con la policía? ¿Y si ellos llegan antes?
—Hemos tomado ciertas medidas que evitarán que eso ocurra.
—¿Y si algún agente tiene suerte?
—Es sumamente improbable, dado que no saben nada de John Carr ni de su relación con Gray y Simpson. O sea que gozas de una ventaja considerable. Pero si la policía lo pesca antes, nos aseguraremos de que pase rápidamente a nuestras manos. La seguridad nacional está por encima de todo, Knox.
—Por supuesto. ¿Puedo preguntar cuál es la cadena de mando de este caso, señor?
—Tú me rindes cuentas a mí y a nadie más —respondió de forma abrupta.
—No, lo que quería saber es a quién rinde cuentas usted, general.
Hayes se acabó la bebida y dejó el vaso con cuidado en la antigua mesita auxiliar.
—Fingiré no haber oído esa pregunta. Buena suerte. Informa con regularidad.
—Por supuesto —respondió con la voz más tensa de lo que le habría gustado. A Macklin Hayes sólo se le podía presionar hasta cierto punto, pero Knox sentía la enorme tentación de presionarle hasta límites insospechados, como si estuviera a punto de despeñarlo por un acantilado.
—Otra cosa. Es probable que John Carr sea el mejor asesino que este país haya dado jamás. El hecho de que él solito fuera capaz de matar a una docena de nuestros mejores agentes de campo treinta años después de dejar la Triple Seis lo dice todo. Santo cielo, en la flor de la vida debió de ser imparable. Menudo honor haber contado con tamaña máquina de matar. En ese sentido Gray fue afortunado. Su ascenso meteórico tiene mucho que ver con la capacidad de Carr para dar en el blanco una y otra vez.
—¿Y por qué me lo dice?
—Para que comprendas cuál es el terreno de juego. Lo necesitamos vivo, Knox. Necesitamos saber qué tiene antes de que la espada acabe con él. No lo olvides. Por supuesto, quizá será necesario algún que otro sacrificio.
Cuando Hayes se marchó de la sala, Knox comprendió cuál era el terreno de juego. Estaba claro que necesitaban a Carr vivo.
«¿Sacrificio?». Pero no necesitarían que Joe Knox siguiera respirando cuando las aguas volvieran a su cauce, ¿verdad?
Salió de la casa de piedra rojiza, subió al Rover y partió en busca del mejor asesino que el país había tenido jamás, mientras un ex general precavido, que no tenía ningún reparo en dejar morir a sus soldados rasos para conseguir sus objetivos, se cubría el flanco trasero.
«Genial».