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Mientras Stone recorría la calle principal, se dio cuenta de que las tiendas parecían prósperas, y los clientes, contentos. Le costaba cuadrar esa imagen con la de los mineros de espalda vencida, manos nudosas, rostro tiznado y pulmones endurecidos que desayunaban en el Rita’s. Y luego volvió a reflexionar sobre lo que había visto en la tele.

«Pistas. Distintas personas interesantes. Vínculos entre los dos asesinatos».

Lo vio al mirar el escaparate de una tienda. Omnipresentes durante tantas décadas, ahora eran difíciles de encontrar, por lo menos alguno que funcionara. Sin embargo, al parecer Divine iba un poco atrasada en la adopción de tendencias ya implantadas en el resto del país.

Entró y miró el teléfono público de la pared y luego el cartel detrás del mostrador central: «Artesanía de los Apalaches». Las estanterías de la tienda estaban a rebosar de esculturas de madera, piedra y arcilla. En las paredes había cuadros y fotos de las montañas, valles y pequeñas cabañas con tejado de hojalata encaramadas en laderas de colinas. Detrás del mostrador había una mujer corpulenta y de rostro sonrojado que tecleaba en un ordenador.

Alzó la vista y sonrió.

—¿Qué desea?

—Quiero telefonear. ¿Tiene cambio de cinco?

Cogió el cambio y se dirigió al fondo de la tienda, donde introdujo las monedas en la ranura del teléfono. Llamó a la única persona, que conocía que tenía un número imposible de rastrear: Reuben. Eso se debía a que no tenía ningún teléfono a su nombre sino que utilizaba minutos de teléfono robados subrepticiamente de cientos de abonados. Stone siempre había supuesto que Milton le había enseñado a hacerlo.

El grandullón respondió al segundo tono. Casi se puso a gritar al oír la voz de Stone. Después de asegurarle que estaba bien y que bajo ningún concepto le diría dónde se encontraba, Stone le preguntó por la investigación.

—Un tío llamado Knox de la CIA ha hablado con todo el mundo menos conmigo. Por lo que parece es un verdadero bulldog. Sabe que tú y Carr sois la misma persona. Sabe que has huido. Si te encuentran no habrá juicio, Oliver.

—Ya me lo imaginaba, Reuben. ¿Qué tal lo llevan los demás?

Por supuesto, Reuben no mencionó que tratarían de localizar a Stone.

—Bien. Aunque Alex está un poco coñazo con todo esto —contestó.

—Es agente federal. Está justo en medio.

—Bueno, le dijo a Annabelle que quemara la carta que dejaste. Supongo que por eso habría que darle unos cuantos puntos.

—Dile que se lo agradezco. De veras.

Se produjo una breve pausa hasta que Reuben volvió a hablar.

—Oliver…

—No voy a decirte que fui yo, Reuben. Eso no serviría de nada. Sólo quiero que sepas que has sido mucho mejor amigo de lo que me merezco. Todos vosotros. Y que miraré las noticias. Si tengo la impresión de que alguno de vosotros sufrirá algún perjuicio por culpa de esto, me entregaré.

—Oliver, escúchame, podemos cuidarnos solitos. No pueden tocarnos. Pero si le entregas a la policía, la CIA se te echará encima, alegará seguridad nacional y desaparecerás por arte de magia.

—Ya me preocuparé yo de eso. Y sé que no os hace justicia, pero gracias por todo.

Reuben replicó algo, pero Stone ya había colgado con determinación. «Es como si acabara de cortarme el brazo derecho. Adiós, Reuben». Al alzar la vista vio que la mujer de la tienda lo miraba con curiosidad. Había hablado tan bajo que no podía haberlo oído.

—¿Ha podido llamar? —preguntó amablemente.

—Sí, gracias. —La mujer seguía mirándolo de hito en hito, así que optó por decirle algo más—: Tiene unas cosas muy bonitas. —Señaló un cuadro que había en una pared—. ¿De quién es ese?

La mujer apartó la mirada.

—Oh, de Debby Randolph.

—Tiene talento.

—Sí —convino ella rápidamente—. Me llamo Wanda. No le había visto por aquí.

—Llegué anoche con Danny Riker.

—¿Danny? —se sorprendió—. Me habían dicho que se había marchado del pueblo.

—Pues ha vuelto, pero creo que será por poco tiempo. ¿Qué tal va el negocio?

—Muy bien. Sobre todo las ventas por Internet. Estas cosas de los Apalaches gustan a mucha gente. Supongo que les evoca una época en que todo era más sencillo.

—Eso nos iría bien a todos. Bueno, gracias.

—Espero que vuelva. Tengo una oferta de oseznos negros esculpidos con fragmentos de carbón. Quedan muy bien como pisapapeles.

—No lo dudo.

Stone salió de aquella tienda de las «buenas vibraciones» sintiéndose como si estuviera avanzando paso a paso hacia su propia muerte. Lo cierto es que volvía a estar completamente solo.