Al cabo de seis horas, Stone había acabado el trabajo y Abby se declaró satisfecha con su desempeño.
—Tienes mucha energía —dijo—. Y no pierdes el tiempo. Eso me gusta. —Sonrió y por primera vez Stone se dio cuenta de lo guapa que era.
—¿Y ahora qué?
—Hay más cosas por hacer en mi casa. Todo en el exterior. ¿Te interesa? Es un trabajo sucio.
—Dime cómo llegar a tu casa y qué quieres que haga.
Recogió la talega y salió del restaurante al cabo de unos minutos. Stone vio Divine a la luz del día por primera vez. Le sorprendió.
Parecía el decorado de una serie de televisión de los años sesenta con una pátina hollywoodiense, un lugar que podía haber sido montado por la gente de Disney, concluyó. Las fachadas de las tiendas se veían recién pintadas y la madera como nueva; las ventanas estaban limpias, las aceras de ladrillo impecables y barridas, las carreteras recién alquitranadas. La gente se saludaba al cruzarse por la calle, se oían «holas» por todas partes, aunque ninguno dirigido a Stone, que parecía el único forastero.
Pasó junto a un edificio nuevo de ladrillo visto, la biblioteca del pueblo. Miró por las puertas de cristal y vio estanterías de libros y varios ordenadores relucientes. Stone cayó en la cuenta de que ni siquiera podrá hacerse un carné de biblioteca. Siguió caminando.
Los coches y camionetas que pasaban mientras cruzaba el centro eran relativamente nuevos. Dirigió la vista hacia la oficina del sheriff y cárcel del pueblo, de dos plantas, construida en ladrillo rojo; en la entrada tenía columnas blancas, jardineras con pensamientos y una máquina de Coca-Cola y tentempiés contra la pared. Era la entrada a la vida entre rejas más atractiva que Stone había visto jamás. Al lado había un edificio mayor, construido también con ladrillo visto y con una torre del reloj que tenía la palabra «Juzgado» estarcida en el exterior.
«¿Una cárcel y un juzgado en un pueblo tan pequeño? ¿Con una prisión de máxima seguridad bastante cerca?». Pero esta era para delincuentes sanguinarios, no para delincuentes de poca monta que probablemente robaran baterías de coche y se pegaran con sus compañeros de bar cuando estaban borrachos como cubas.
Mientras pensaba en eso, un hombre bajito de pelo cano salió del juzgado, se encasquetó una gorra de fieltro y se marchó sin prisa calle abajo.
—¿Quieres que te presente al juez?
Stone se giró y vio a Tyree. Debía de haber salido de la cárcel. El hombretón se movía en silencio. A Stone no le gustaba tanto sigilo.
—¿El juez? —Un sheriff y encima un juez. Lo que le faltaba. Podrían detenerle y juzgarlo por asesinato en ese preciso instante.
Tyree asintió y exclamó:
—¡Dwight, aquí hay alguien a quien quizá te apetezca conocer!
El hombre bajito se giró, vio a Tyree y sonrió. Volvió sobre sus pasos.
—Te presento a Ben —dijo Tyree—. ¿Tienes apellido, Ben?
—Thomas.
—De acuerdo, te presento a su señoría Dwight Mosley.
De cerca, Stone tuvo la impresión de estar hablando con una versión en pequeño de Santa Claus, con la barba recortada en vez de muy poblada.
Mosley rio por lo bajo.
—No sé si soy su señoría o la de algún otro, pero lo cierto es que es el tratamiento que se dispensa a los jueces.
—Ben fue quien le sacó las castañas del fuego a Danny Riker durante un buen lío en un tren.
—He oído decir que Danny ha vuelto. Pues gracias, Ben. Danny puede ser, pues…
—¿De sangre caliente? —sugirió Stone.
—Impetuoso.
—Palabra más formal pero que significa lo mismo —señaló Tyree con una sonrisa.
—Bonito juzgado —comentó Stone, apartando la mirada del juez—. Supongo que hay mucho trabajo.
—Uno diría que un pueblo tan pequeño no necesita juzgado ni juez —respondió Mosley, quien parecía leerle el pensamiento—. Pero de hecho sí que hacen falta porque mi jurisdicción cubre una extensa zona aparte de Divine. No son sólo pleitos, aunque de esos tenemos muchos, sobre todo acerca de derechos de explotación y tal y accidentes en las minas. Y la ley federal cambió hace apenas unos meses y exige a las empresas de la minería del carbón presentar certificaciones renovadas de todas sus propiedades y aspectos operativos. Desgraciadamente para mí, soy quien tiene que revisar todo eso. —Señaló un camión de reparto que se dirigía al pequeño callejón que conducía al aparcamiento situado detrás del juzgado—. Si no me equivoco, ahí va otro cargamento de cajas llenas de esas certificaciones. Ha sido un engorro para los abogados de las compañías mineras, pero a mí me pagan de todos modos.
—Un trabajo monótono, supongo —comentó Stone.
—Supones bien. También tenemos un registro de escrituras de propiedad, estudios topográficos, derechos de paso, servidumbre y cosas así, que también llegan al juzgado. A nivel más personal, la gente acude a mí con cuestiones legales o para recibir asesoramiento, o intento hacerlo lo mejor que puedo.
—Hay que ser buen vecino —dijo Tyree.
—Eso mismo. Al fin y al cabo, el pueblo es pequeño. Por ejemplo, ayudé a Abby Riker a poner el restaurante y otras propiedades a su nombre después de lo de Sam.
—Por lo visto, trabaja mucho.
—Sí, pero encuentro tiempo para cazar y pescar un poco. Y me gusta dar paseos por todas partes. Aquí el campo es muy bonito.
Hicieron una pausa cuando una madre con dos niños pasó junto a ellos. Tyree la saludó con el sombrero y atusó el pelo de los niños mientras el juez les dedicaba una paternal sonrisa.
Después, Stone dijo:
—Bueno, será mejor que me marche.
—¿De dónde eres, Ben? —preguntó Mosley.
A Stone se le hizo un nudo en el estómago. No por la pregunta en sí, sino por el modo en que la había formulado. ¿O acaso se había vuelto paranoico?
—De aquí y de allá. Lo mío nunca ha sido echar raíces.
—Justo todo lo contrario que yo, al menos durante una temporada. Me consideré de Brooklyn hasta que cumplí los treinta. Después pasé un tiempo en América del Sur y luego Texas, cerca de la frontera. Pero nunca había visto un sitio tan bonito como este.
—¿Cómo acabó aquí? —preguntó Stone, resignado a mantener una conversación intrascendente para no levantar sospechas.
—Pura coincidencia. Pasaba por aquí cuando regresaba a Nueva York después de la muerte de mi esposa y se me averió el coche. Para cuando estuvo arreglado al cabo de unos días ya me había enamorado de esto.
—Y menuda suerte tuvimos de que así fuera —intervino Tyree—. El juez le ha venido bien a Divine. Ha ayudado a mucha gente.
—El pueblo me ha correspondido —dijo Mosley—. Sin duda me ayudó a superar la muerte de mi pobre esposa. ¿También vas a dar un paseo, Thomas? —añadió.
—Voy a casa de Abby. Quiere que haga algunos trabajillos en su casa.
—Un sitio precioso, la verdad. Finca de una Noche de Verano.
—¿Así la llama? —preguntó Stone.
Mosley asintió.
—Una variación de la obra de Shakespeare. Sueño de una noche de verano, ya sabes. Supongo que en cierto modo todos aquí vivimos en un sueño, aislados como estamos del resto de la sociedad.
—No está tan mal —observó Tyree—. El resto de la sociedad no es tan buena que digamos. Divine es como indica su nombre, por lo menos para mí.
Mosley se despidió y siguió calle abajo.
Tyree se quitó el sombrero y se alisó el pelo.
—Bueno, que pases un buen día, Ben. No trabajes demasiado.
Tyree entró en su oficina y Stone retomó el camino a casa de Abby.
O la Finca de una Noche de Verano.
O el sueño.
O la pesadilla.