La siguiente parada de Knox fue la sala de lectura de Libros Raros de la Biblioteca del Congreso, donde encontró a Caleb Shaw colocando algunos tomos valiosísimos en un carrito. Al cabo de cinco minutos estaban sentados en la pequeña salita donde Jerry Bagger, el magnate de los casinos, había interrogado a Caleb. Al ver las credenciales de Knox, Caleb preguntó tan tranquilo:
—¿De qué quiere hablar conmigo?
—¿Eres amigo de Oliver Stone?
—Usted le llama amigo, yo le llamo conocido.
—Eso no es más que semántica.
—Soy bibliotecario. Dedico mi vida a la semántica. Además, hace mucho tiempo que no le veo. Me temo que no sé nada que pueda serle útil.
—Bueno, a veces la gente sabe más de lo que imagina.
—Si supiera más de lo que imagino, lo sabría.
A Knox se le acabó la paciencia.
—Bueno, Shaw, vayamos al grano. No tengo todo el día para hilvanar esta historia, así que responda a mis preguntas: ¿quién es Oliver Stone en realidad? ¿Y dónde está ahora?
—Oliver es Oliver. Tuvo una tienda plantada en Lafayette Park. Es el cuidador del cementerio de Mt. Zion. Pero no sé dónde está. Hace más de seis meses que no le veo. Puede amenazarme con sumergirme en el agua y le diría lo mismo.
—¿Se refiere a la inmersión que simula un ahogamiento? No hacemos esas cosas —replicó Knox—. Eso es una forma de tortura.
—¿En serio? —repuso Caleb enarcando las cejas—. Entonces mejor que se lo diga a sus amigos del gobierno. Parece existir cierta confusión sobre el asunto.
Knox hizo caso omiso del comentario.
—¿Le suena el nombre de John Carr?
—Sí, por supuesto.
Knox se puso tieso.
—Hábleme de él.
—John Dickinson Carr es un escritor de novelas de intriga muy famoso. Bueno, está muerto, pero puedo recomendarle varias obras que están bastante bien.
—Me refiero a John Carr el soldado, no el escritor —espetó Knox.
—No conozco a nadie que responda a ese nombre. Por supuesto está John le Carré, pero también es escritor, aunque trabajó para los servicios de inteligencia en cierta época. Además, Le Carré es un seudónimo. Su nombre real es David Cornwell. También puedo recomendarle alguna de sus obras.
Knox apretó los dientes y se recordó que dar una paliza a un funcionario público no redundaría en el mejor interés, ni de su investigación ni de una futura jubilación placentera.
—Este soldado era americano. Con una hoja de servicios intachable en Vietnam. Murió. Lo enterraron. Fue hace más de treinta años. Luego exhumaron su tumba en Arlington y resulta que no había ningún cadáver dentro.
—¡Cielos! No me gusta desdeñar a mi patrono, pero la verdad es que el gobierno federal se ha vuelto muy chapucero últimamente. Vaya por Dios, ¡perder un cadáver! Resulta indignante.
Knox se lo quedó mirando fijamente antes de hablar.
—Quizás el cadáver no llegara a estar nunca en la tumba, Shaw. ¿Qué le parece esa teoría?
Interesante. Pero ¿qué tiene que ver conmigo?
—¿Podría ser que John Carr y Oliver Stone fueran la misma persona?
—Pues no sé si sería posible. De todos modos, Oliver nunca hablaba de su pasado y yo respetaba su intimidad. No obstante, es buena persona, ya les gustaría a muchos tener un amigo tan leal.
—Pues habla de él con mucho convencimiento, teniendo en cuenta que no es más que un «conocido».
—Capto rápidamente el carácter de las personas.
—¿Y qué me dice de su colega Milton Farb? ¿Stone también le era leal?
—Milton está muerto.
—Lo sé. Me gustaría averiguar cómo murió.
—Asesinado.
—Eso ya lo sé. ¿Alguna idea de quién pudo haberlo matado?
—Si yo lo supiera, la policía también lo sabría, se lo aseguro.
—¿Él muere y su amigo Oliver desaparece?
—Si está pensando que Oliver tuvo algo que ver con ello, está muy equivocado. Quería a Milton como a un hermano.
—Ya. ¿Hay algo más que pueda contarme?
—No, salvo que esté relacionado con libros raros.
Tendió una tarjeta a Caleb.
—Llámeme si se le ocurre algo más.
Salió de la sala.
En otra época de su vida, es muy probable que Caleb se hubiera desmayado allí mismo después de tal encuentro. Sin embargo, ahora era una persona distinta, sobre todo después de la muerte de Milton.
Se limitó a levantarse y reanudar el trabajo después de guardarse la tarjeta en el bolsillo.
Knox condujo al almacén en que trabajaba Reuben Rhodes, pero el grandullón no estaba allí, y hacía semanas que nadie le había visto. Tampoco disponían de su dirección.
—¿Cómo le pagan si no tienen su dirección? —preguntó al encargado.
—Recoge el cheque en persona. Nunca se lo envío. Él lo quiere así.
—¿Y el certificado anual de retenciones fiscales?
—También se lo doy. En persona.
—Entonces supongo que no quiere que se sepa dónde vive.
—Yo no hablo por boca de él, pero diría que por ahí van los tiros.
—¿Qué puede decirme de él?
—Buen trabajador, buen sentido del humor. No le gustan demasiado las normas. Y el gobierno todavía menos.
—¿Sabe que trabajó en los servicios de inteligencia militar varios años?
—Nunca lo ha mencionado. Sí que sé que estuvo en el ejército. Un soldado de cojones, seguro. Tiene fuerza suficiente para estrangular a un oso. No me gustaría contrariarle.
—Intentaré tenerlo presente.
—Señor, yo en su lugar lo tendría más que presente. Una noche al salir de trabajar le atacaron cuatro hombres. Tres de ellos acabaron en el hospital y el cuarto habría corrido la misma suerte de no haber huido como alma que lleva el diablo.
Knox regresó al coche y se marchó. Al cabo de unos instantes recibió un SMS de Macklin Hayes.
Acababan de localizar a la mujer que se había alojado en la casita de Stone. Estaba en un hotel del centro de Washington D. C.
Knox pisó el acelerador. Por ahora tenía a un agente del Servicio Secreto que mentía y a un bibliotecario federal que fingía no saber nada, por no mencionar a un estibador en paradero desconocido y resentido contra el gobierno que podría partirle el cuello con facilidad.
Knox albergaba la esperanza de que aquella mujer le contara lo que necesitaba saber. De todos modos, dudaba que fuera a resultar tan fácil. Lo que sí había descubierto sobre ese tal Oliver Stone era que infundía una gran lealtad en sus amigos.
Knox tendría que comprobar hasta qué punto perduraría tal lealtad. Era experto en llevar esas cosas al límite. Y más allá.