12

—¿Y tú quién demonios eres?

Stone ni parpadeó. No era recomendable moverse bruscamente delante de un arma de gran calibre.

—¿Eres Abigail Riker?

—La que hace preguntas soy yo.

Stone vio que deslizaba el dedo hacia el gatillo.

—Me llamo Ben. Danny Riker me ha dicho que podía dormir aquí.

Ella siguió con el dedo en el gatillo y frunció más el ceño.

—Mientes. Danny se marchó.

—Bueno, ahora ha vuelto. Le he conocido en el tren. Se enzarzó en una pelea con unos tíos y yo le ayudé. Le dieron una paliza, por lo que decidió regresar aquí un tiempo. Yo vine con él.

La mujer tenía poco más de cuarenta años, menuda, metro sesenta, estrecha de caderas y con el cuerpo enjuto de una persona que no se interesa demasiado por la comida. Llevaba el pelo largo y oscuro trenzado y se le veían algunas canas. Tenía los pómulos altos y marcados y una cara preciosa, pero miraba a Stone con unos grandes ojos verdes cargados de ira.

—¿Ha sido muy fuerte la paliza? —espetó.

—No tanto, la verdad, sobre todo moratones. ¿Te importaría apartarme la escopeta de la cara? Un disparo accidental sería bastante peor que eso.

La mujer retrocedió, pero mantuvo la boca del arma a medio camino entre el suelo y la cabeza de Stone.

—¿Dices que le ayudaste? ¿Por qué?

—Eran tres contra uno. No me pareció muy equitativo. ¿Te importa si me levanto? Está empezando a dolerme la espalda.

Ella retrocedió otro paso mientras Stone se levantaba y estiraba. Oyeron pasos en las escaleras y acto seguido apareció Danny, con la mejilla hinchada en su bonito rostro, y se hizo cargo de la situación con una sonrisa.

—Veo que ya os habéis presentado.

—Sí —afirmó Stone con sequedad, sin perder de vista el arma—. Ha sido una agradable forma de despertarse.

La madre se había quedado anonadada al ver a su hijo. Cuando fue capaz de articular palabra, dijo:

—¿Qué coño pasa aquí, Danny? No hacías más que hablar de largarte, me partiste el corazón y lloré como una magdalena, ¿y ahora vuelves? —Giró la escopeta en dirección a Stone—. Y este hombre dice que por poco tiempo.

—Me desvié, mamá. La cagué.

—Sí, claro, parece que la cagas muy a menudo. —Bajó la escopeta y miró a Stone—. Este hombre dice que te ayudó en una pelea. Y por cómo tienes la cara, diría que es verdad.

—Sí. Tumbó a tres tíos él solito. Y sabe lanzar cuchillos como nadie.

Entonces la mujer miró a Stone con otros ojos.

—Pues pareces un poco mayor para ir por ahí haciendo de Rambo.

—Esta mañana sí que lo noto —reconoció él.

—Seguro que estáis hambrientos. Venga, el café está recién hecho, igual que los huevos —dijo ella.

La siguieron abajo y Stone vio que el restaurante estaba prácticamente lleno. Buena parte de la clientela eran hombres de mediana edad con cercos de polvo de carbón bajo los ojos y vestidos con monos de trabajo con franjas reflectantes.

—Son los mineros que han acabado el turno de noche —explicó Danny.

De no habérselo dicho, Stone habría pensado que acababa de entrar en una sala de hospital. La mayoría de los hombres estaban encorvados, claramente doloridos. Llevaban manos, brazos, piernas y espalda envueltos con algo. Los dedos se ceñían con fuerza alrededor de los tazones de café. Los cascos de seguridad de plástico estaban en el suelo, junto a los pies calzados con botas con punteras de acero.

Los hombres tenían los ojos enrojecidos y la mirada perdida. Las toses propias de pulmones destrozados llenaban el local.

—Es una forma muy cabrona de ganarse la vida —dijo Abby en voz baja mientras los acompañaba a una mesa vacía cerca de la barra. Era obvio que se había fijado en la expresión de sorpresa de Stone.

Les preparó unos buenos platos y el famélico Stone dedicó los siguientes diez minutos a devorar dos raciones y a engullir tres tazas de café caliente.

Abby acercó una silla y se sentó a la mesa. Observó a su hijo y esperó a que comiese la cuarta tostada antes de darle una colleja en la oreja.

—¿A qué viene eso?

—Te marchas y ahora vuelves como si nada.

—No te preocupes, me largaré antes de que te des cuenta. No hace falta que te cabrees.

—Yo no he dicho que me haya cabreado.

—Pero ¿estás cabreada o no?

—¡Sí!

Stone escuchó la conversación e intervino para evitar que la tensión fuera en aumento.

—¿Adónde piensas ir?

—No sé. Ya se verá adónde me llevan.

—¿Adónde te llevan quiénes? —preguntó Stone.

—Los sueños. Todo el mundo tiene sueños. A lo mejor acabo en California. Haciendo películas o algo. Soy alto y lo suficientemente guapo. Quizá pueda hacer de doble.

Abby meneó la cabeza.

—¿Qué me dices de la universidad? ¿Ese sueño te ha pasado alguna vez por esa cabezota que tienes?

—Mamá, de eso ya hemos hablado.

—No, yo he hablado de eso y tú has decidido no participar en la conversación.

—Si la rodilla me hubiera aguantado, ahora mismo estaría jugando al béisbol para la Virginia Tech. Pero no aguantó. Así pues, ¿de qué me va a servir ir a la universidad? No puede decirse que en el instituto destacara en los estudios.

—No eres tonto.

—Nunca he dicho que lo fuera. Sólo que no me gusta estudiar.

La mujer miró a Stone.

—¿Tú fuiste a la universidad?

Stone negó con la cabeza.

—Me habría gustado, pero acabé yendo a la guerra.

—¿Vietnam? —preguntó ella. Stone asintió.

—Por eso peleas tan bien —dio Danny, tuteándolo—. No serás uno de esos veteranos locos con una placa de metal en la cabeza, ¿verdad? —preguntó sonriendo—. ¿Una bomba de relojería andante?

—Este hombre ha luchado por su país, Danny, no te lo tomes a guasa —le riñó su madre.

—Regresé a casa sin placas de metal.

—¿Te dispararon? —preguntó Danny.

—Estoy de acuerdo con tu madre. Deberías pensar en ir a la universidad —repuso Stone.

—Bueno, pues iré a matricularme. Hazme un cheque por cien mil dólares para Harvard, mamá, y me largo de aquí ahora mismo.

Abby empezó a decir algo cuando la puerta se abrió. Stone notó que el tenue parloteo se acallaba. Al alzar la vista, vio a un hombretón de uniforme resplandeciente y un Stetson ladeado en la cabeza. Tenía la piel curtida y arrugada por el viento y el sol. Pero era un rostro atractivo, con la mandíbula apretada y prominente como el remate de un casco medieval. Bajo el ala del Stetson le asomaban unos mechones rizados de pelo oscuro. Tenía la mano derecha sobre la pistola enfundada como la garra de un animal carroñero sobre su presa.

Recorrió el restaurante con la mirada hasta posarse en Abby Riker. Sonrió. Entonces vio a Stone sentado a su lado y dejó de sonreír.