La Greyhound no tenía autobuses con destino Divine, Virginia. Sin embargo, un autocar oxidado sobre ruedas tambaleantes y con el nombre «Larry’s Tours» estarcido de forma burda en el lateral sí cubría esa ruta. Stone y Danny se sentaron al fondo, al lado de un hombre que llevaba un pollo en una caja sobre la que apoyaba unos pies descalzos e hinchados, y una mujer que prestaba más atención a Stone de la que le habría gustado, incluyendo contarle su vida, desde su nacimiento hasta sus sesenta y pico años actuales. Por suerte, bajó antes que ellos. La recogió un hombre al volante de una vieja ranchera sin puertas.
Al final los dejaron en lo que Stone describiría como el arcén de una carretera en medio de la nada. En ese momento tuvo la impresión de que, en comparación, la estación de mala muerte en que se habían apeado del Amtrak era una metrópolis deslumbrante que bullía de actividad.
—¿Y ahora qué? —preguntó Stone, cargándose la talega al hombro mientras Danny sujetaba su pequeña maleta.
—Ahora caminamos y hacemos dedo. A lo mejor tenemos suerte o a lo mejor no.
Aunque ya casi eran las dos de la madrugada, tuvieron suerte y llegaron a Divine en la trasera de un camión, acompañados de lo que el conductor les dijo que era un cerdo de competición llamado Luther, el cual no paraba de arrimar el hocico a la entrepierna de Stone.
A lo lejos, este vio la silueta de un enorme complejo. Torres estrechas y edificios de tres plantas se recortaban contra el cielo oscuro. A la tenue luz lunar había algo que resplandecía a lo largo del perímetro del lugar.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando.
—Un lugar donde no querría acabar nunca. Se llama Dead Rock, roca de los muertos. Una prisión de máxima seguridad.
—¿Por qué se llama así?
—Está construida en el emplazamiento de una antigua mina de carbón donde hace unos treinta años veintiocho mineros perdieron la vida en un derrumbamiento. Los cadáveres siguen ahí debajo porque nunca consiguieron acceder a ellos. Así pues, la cerraron. A Dead Rock mandan a la escoria de la escoria. Por lo menos esa es la versión oficial. El infierno en la tierra.
—¿Conoces a alguien que esté ahí dentro?
Danny apartó la vista sin responder.
Stone siguió observando el complejo hasta que desapareció de su vista al doblar una curva. El destello que había visto debía de proceder de la luna reflejada en el alambre de espino que rodeaba el recinto.
Después de que el camión los dejara, su único medio de transporte eran los pies. A aquella hora, Divine estaba prácticamente a oscuras, pero Stone vio alguna que otra luz mientras caminaban cansinamente por la calle. Un coche pasó por su lado y luego le siguió otro. Y otro más. Stone contó ocho en total. A través de sus ventanillas sucias, Stone atisbó las siluetas flacas de conductores encorvados sobre el volante, con un cigarrillo balanceándose entre los dedos y las ventanillas medio bajadas para que el humo cancerígeno escapara al aire gélido. Percibía alrededor la sombra de las montañas cercanas, más oscuras incluso que la noche.
Consultó la hora. Apenas las dos de la madrugada.
—¿Aquí la gente madruga? —preguntó Stone, señalando la mini caravana de sucios Fords y Chevys—. Son mineros. ¿Van a trabajar?
—No. El siguiente turno empieza a las siete. Van a la clínica para recibir su chute de metadona por trece pavos. Luego van a trabajar.
—¿Metadona?
—Algunos tíos desayunan cereales, los mineros beben metadona mezclada con zumo de naranja. Aquí las cosas son así. Mucho más barato que esnifar oxicontina o inyectarse oxicodona en los pies. Y así los análisis de orina no salen positivos y no pierdes la licencia de minero. —Danny señaló una pequeña fachada entre una tienda de ropa y una ferretería. Al parecer, Home Depot y Wal-Mart consideraban que abrir una de sus tiendas en el aislado pueblo de Divine no les resultaría rentable.
—Ese es el local de mi madre.
Stone observó el cartel.
—Restaurante y Bar Rita’s. ¿O sea que tu madre se llama Rita?
Danny meneó la cabeza y sonrió.
—No. Rita era la anterior propietaria. Mi madre nunca tenía dinero suficiente para cambiar el letrero. Y cuando tuvo un poco pensó que no valía la pena cambiarlo. Todo el mundo sabía que era su local. Se llama Abigail, pero todos la llaman Abby.
Danny introdujo una llave en la puerta del restaurante e indicó a Stone que le siguiera.
—¿Tu madre vive aquí?
—No, pero hay un apartamento encima del restaurante. Puede sobar ahí lo que queda de noche.
—¿Y tú?
—Tengo cosas que hacer, gente que ver. Me tienen que curar. —Se tocó la cara y la pierna.
—¿Un médico a estas horas?
—No necesito ningún médico. Joder, me siento como los viernes por la noche después de un partido de fútbol americano. Uno no puede dejar que le joda la existencia. Me hice a la idea rápidamente.
—¿Seguro que puedo pasar la noche aquí?
—Seguro. Volveré más o menos a la hora que mi madre abre para el desayuno. Ya me apañaré con ella.
Stone miró el interior del local. En un extremo había una larga barra de caoba pulida con taburetes delante, con un par de mesas de billar y una jukebox de los años cincuenta en el otro extremo. En medio había mesas con manteles a cuadros y sillas de estilo antiguo. El local no olía a bar, sino a limones y aire fresco. A juzgar por el aspecto de las cosas, Abigail Riker tenía su negocio bien limpio y ordenado.
—Danny, ¿hay algún sitio en este pueblo donde pueda trabajar? Ando un poco escaso de dinero.
—Veré qué puedo hacer.
Danny lo condujo arriba y al cabo de unos minutos el exhausto Stone dormía en una pequeña cama.
Al cabo de unas horas se despertó al notar que algo frío y duro le tocaba la mejilla.
Se puso tenso.
Es lo que solía pasarle con las bocas de escopeta del calibre doce.