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Knox observó cómo la tierra desaparecía bajo sus pies cuando el reactor trimotor Falcon Dassault se elevó hacia el cielo con una enorme potencia. El lujoso interior revestido de madera sólo albergaba a tres ocupantes, aparte de los dos pilotos de la cabina, Knox, Hayes y un auxiliar de vuelo uniformado que había desaparecido discretamente en cuanto el avión se niveló y el café y el desayuno continental estuvieron servidos. Cuando Knox había llamado a Hayes a las siete de la mañana, le indicaron que se dirigiera a una pista de aterrizaje privada cerca de Front Royal, Virginia, de la que ni siquiera conocía su existencia. Al cabo de cinco minutos había llegado en su Rover y el avión despegó enseguida.

Knox sabía que Hayes tenía un despacho en algún edificio de algún lugar de Washington, pero era obvio que prefería celebrar las reuniones a diez mil metros de altura, como si la altitud facilitara la toma de decisiones o, por lo menos, redujera las posibilidades de espionaje. Knox era consciente de que sólo el combustible necesario para ese vuelo costaba tanto como una buena vivienda en pleno centro de Washington. De todos modos, no debía extrañarle que algún funcionario de alto rango del gobierno tratara el erario público como si nunca fueran a acabársele los dólares. Por lo menos daba trabajo a los funcionarios que vendían las letras del Tesoro a los chinos y saudíes para que Estados Unidos siguiera funcionando.

El ex general llevaba la típica vestimenta de paisano de los funcionarios gubernamentales, es decir un traje anodino, corbata igual de anodina y zapatos estilo Oxford. Knox se fijó en que los calcetines le quedaban demasiado cortos y dejaban ver unos tobillos blancuzcos y la base de una pantorrilla sin pelo. Era obvio que el hombre no había escalado los muros del poder gracias a su vestimenta. Knox sabía que lo había hecho a fuerza de inteligencia y agallas. El único indicio de la insigne carrera militar del hombre eran las tres estrellas que llevaba en el alfiler de la corbata.

Hablaron de temas intrascendentes mientras se atiborraban de hidratos de carbono. Hasta que Hayes, de pelo canoso, dio un último sorbo al café y se reclinó en el asiento de cuero con expresión expectante.

—¿Qué opinión te ha merecido la sesión de lectura? —preguntó.

—Muchas. Ninguna de ellas ha cristalizado. El historial es de lo más confuso que he visto en mi vida. Hay agujeros suficientes para dejar pasar un reactor mayor que este sin siquiera arañarse un ala.

Hayes asintió con aprobación.

—Yo tuve la misma impresión «inicial».

Knox no se molestó en preguntar qué pretendía al enfatizar la palabra porque sabía, por encuentros anteriores mantenidos con Macklin, que no sacaría nada en claro.

—Y debo admitir que todavía no tengo el plan claro. ¿Adónde quiere llegar con esto?

Hayes extendió los brazos largos y huesudos.

—¿Adónde? A la verdad. Supongo.

—No parece muy convencido —dijo Knox con desconfianza—. Pero eso podría cambiar, dependiendo de lo que descubras. Ya sabes cómo funcionan estas cosas, Knox.

—Gray y Simpson están muertos. ¿Mejor no remover el asunto?

—Tenemos que averiguar la verdad. ¿Qué hacer cuando la sepamos? Ese es un asunto distinto y tú ahí no entras.

Aquel hombre siempre se había caracterizado por su sutileza para poner a sus subordinados en su sitio.

—¿O sea que voy a por todas? ¿Es lo que me está diciendo, señor?

Hayes se limitó a asentir. Knox se sorprendió al pensar que el ex general quizá sospechara que estaba grabando la conversación.

«Ojalá hubiera tenido las agallas suficientes». Knox decidió no insistir para que verbalizara la respuesta. Era probable que en algún lugar del avión hubiera un gorila del gobierno encargado de librarse, a casi diez kilómetros de altitud, de alguien que presionaba demasiado a Macklin. ¿Exagerado? Quizá. Pero Knox no tenía ganas de averiguarlo.

—Dime qué harás a continuación.

—Tengo algunas pistas para seguir. Doy por supuesto que el DCI es intocable —dijo, refiriéndose al director de la Central de Inteligencia.

—De todos modos, dudo que te sirviera de algo. La inteligencia empieza en casa y, por desgracia, su casa está vacía.

«Bueno, está claro que sabe que no estoy grabando la conversación». —Pues entonces los agentes del FBI que investigaron el atentado en casa de Gray. Y Alex Ford, del Servicio Secreto. ¿Qué me dice de la Triple Seis?

—¿Qué quieres que te diga? Oficialmente nunca existió.

Knox se había cansado de los jueguecitos verbales. Hasta su deferencia natural para con su superior tenía límites.

—Encontré algunas referencias sutiles en los documentos que dan a entender que alguien se estaba cargando a retirados de la división y que Gray estaba al corriente de ello.

—Puedes investigar en ese sentido si quieres, pero no llegarás más que a un callejón sin salida.

—¿Qué me dice de una operación no autorizada contra los soviéticos hace décadas?

—Un pasaje de la historia que no vale la pena repetir ni sacar a relucir. Ninguno de nosotros saldría bien parado.

—No me lo está poniendo fácil, general.

Hayes esbozó una sonrisa.

—Si fuera fácil, ¿para qué íbamos a llamarte, Knox?

—No soy mago. No puedo hacer aparecer o desaparecer cosas.

—La vertiente de las desapariciones la tenemos bien cubierta. Lo que tenemos que averiguar es lo que necesitamos que se esfume. ¿Qué me dices del hombre con el que Gray se reunió la noche que su casa explotó?

—¿El famoso director de cine Oliver Stone? —Knox no consiguió reprimir una sonrisa.

—Tenía una pequeña tienda plantada en el Lafayette Park. La tuvo más tiempo que nadie. Creo que su pancarta rezaba: «Quiero la verdad». —¿Buscaba la verdad justo enfrente de la Casa Blanca? Es como ir a la caza de nazis en una sinagoga. ¿Lo considera importante?

—Teniendo en cuenta que ya no está donde solía estar, sí, lo considero importante.

—¿Qué más sabe de él?

—No lo suficiente. Otro motivo para considerarlo importante.

—¿Y la tumba que se exhumó en Arlington? —Yo estaba en la oficina el día que Carter Gray lo ordenó—. ¿Dijo por qué quería que lo hicieran? —Siempre se le dio mejor dar órdenes que explicar motivos—. Entonces, ¿quién estaba en el ataúd? ¿John Carr? ¿Otro cadáver?

—Ni lo uno ni lo otro. El ataúd estaba vacío.

—¿O sea que es posible que Carr siga con vida?

—Es posible.

—¿Pertenecía a la Triple Seis? Leí su hoja de servicios en el ejército. Habría encajado en el puesto.

—Tómalo como una hipótesis de trabajo.

—Entonces ese sería el vínculo con Cray. ¿Tiene motivos para suponer que Carr y Stone son la misma persona?

—No tengo motivos para suponer que no lo son.

—¿Y por qué querría Carr matar a Gray y posiblemente a Simpson?

—No todo el personal de la Triple Seis acabó su servicio en circunstancias propicias. Carr podría ser uno de esos casos.

—Si es así, esperó mucho tiempo para apretar el gatillo. Y acababa de estar en casa de Gray. ¿Tuvo algo que ver con la explosión?

—Creemos que no.

—Podría haber matado a Gray cuando se reunió con él.

—Quizás entonces le faltara motivación.

—¿Y qué cambió?

—Eso es lo que tienes que averiguar, Knox. Está lo de la bandera y el indicador de la tumba. Un indicio claro, creo, de que está relacionado con ese John Carr y la excavación de su tumba.

A Knox le maravilló ver cómo Hayes había pasado de saber muy poco y dejarlo orientarse a solas en la investigación a, en escasos momentos, conducir a Knox por el camino que él quería.

—No discrepo. Parece que el hombre lo hizo con el culo.

—Quizá tuviera sus motivos. Informes habituales, canales acostumbrados. Pero vuelve a llamarme esta noche. Si necesitas apoyo, sólo tienes que decirlo. Haremos lo que podamos. Dentro de unos límites, por supuesto. Como he dicho, no todo el mundo comparte la misma visión sobre este asunto. Eso ya no depende de mí. El consenso en el mundillo de los servicios de inteligencia es tan esquivo como la paz entre las sectas de Irak.

«Qué tranquilizador. La mano derecha me dice que vaya a por todas mientras la izquierda coge un cuchillo para cortarme el cuello». Macklin pulsó un botón del reposabrazos de su asiento y al poco Knox notó que el avión empezaba a escorarse hacia la derecha. Por lo que parecía, el vuelo y la conversación habían terminado.

Para corroborar tal deducción, Macklin se levantó sin mediar palabra y fue por el pasillo hacia una puerta situada al fondo. Se cerró con un clic detrás de él.

Knox vio pasar las nubes mientras el avión iniciaba el descenso por el cielo de Virginia. Al cabo de media hora circulaba rápidamente en dirección este por la interestatal 66 con su Rover.

Empezaría por Alex Ford y repasaría a los sospechosos habituales. Pero a juzgar por lo que Macklin había dicho y dejado de decir, parecía que todos los caminos conducían a un hombre llamado Oliver Stone.

Si Stone había sido de la Triple Seis y capaz de cargarse a Simpson y Gray al cabo de tantos años, Knox no estaba muy convencido de querer toparse con él. De todos modos, ese tipo de encuentros eran típicos de su profesión. Y Knox seguía en activo.

Pero, por lo que parecía, Oliver Stone también.

«¡Y tanto que el mundo es un lugar peligroso!», se recordó.

La jubilación cada vez le atraía más. Ojalá sobreviviera para disfrutarla.