Joe Knox subió a su Range Rover y regresó lentamente a casa, absorto en sus pensamientos. Había repasado los documentos de la caja y cada uno contenía una revelación sorprendente. No obstante, aunque la información era abundante, las pistas útiles para la investigación resultaban insignificantes. La CIA era experta en no dejar ni rastro de sus acciones y en este caso se había superado a sí misma. Sin embargo, Knox había logrado reconstruir varios acontecimientos.
El motivo por el que la casa de Gray había saltado por los aires seis meses atrás parecía ligado a una operación no autorizada de la CIA contra los soviéticos allá por los años ochenta, cuyos detalles exactos no estaban disponibles y probablemente nunca lo estarían. La conexión intermedia no estaba nada clara. No había nombres. Uno de los documentos había sorprendido incluso al veterano Knox. Al parecer, se había producido un tiroteo en el Centro de Visitantes inacabado del Capitolio más o menos en la misma época en que tuvo lugar la explosión en casa de Gray. Un número indefinido de agentes paramilitares de la CIA había muerto, y las circunstancias verdaderas de las muertes habían quedado ocultas a la opinión pública por la muy eficiente maquinaria de desinformación de la Agencia. Todo apuntaba a que Gray, oficialmente lucra del gobierno en aquella época, había estado detrás de la misión. Quien había matado a los agentes y qué les había llevado a estar allí seguía siendo un misterio.
«¿Un tiroteo en pleno Capitolio? Gray debía de estar loco».
En el documento se indicaba que Gray se había reunido con el actual director de la CIA, un hombre al que Knox consideraba un inútil nombrado por razones políticas que había empezado en la Agencia pero había perdido toda credibilidad tras pasar los últimos años en el Congreso. Knox no sabía si podría reunirse con el director. Tal como había dejado claro Macklin Hayes, había divergencia de opiniones en la Agencia sobre cómo abordar ese asunto. O no abordarlo.
A Gray también le habían concedido una audiencia secreta con el presidente en Camp David. Knox sospechaba que era parte de la información que Hayes había averiguado pero que supuestamente no debía saber. Knox se dio cuenta de que las posibilidades de interrogar al presidente de Estados Unidos sobre ese encuentro eran tantas como que Knox ardiera de forma espontánea mientras estaba en la ducha.
Uno de los datos más interesantes resultantes del documento estaba relacionado con la ya extinta División Triple Seis de la CIA, o su brazo de «desestabilización política», tal como se la había conocido de forma oficiosa entre las bases de la CIA. El término más políticamente incorrecto era «asesino gubernamental». La Triple Seis era uno de los secretos mejor guardados de la CIA. Oficialmente, la CIA no mataba, ni torturaba ni encarcelaba por error. Y, ya puestos, tampoco mentía, timaba ni robaba. Por desgracia, los medios de comunicación habían realizado varias indagaciones en el pasado de la Agencia que habían tenido como consecuencia ciertas revelaciones escandalosas. En teoría, Knox había seguido la línea de la institución y le había indignado que la prensa hubiera hurgado en sus tejemanejes. A título personal, nunca había tenido gran aprecio por esa vertiente de la Agencia. Si bien era innegable que a Estados Unidos le convenía la muerte de ciertas personas, Knox había considerado que la mejor forma de aprovechar los recursos de la CIA era recabando información, no autorizando asesinatos o colgando a personas por los pies o haciéndoles creer que las ahogarían para inducirles a hablar.
Al parecer, Gray había llegado a la conclusión de que varios agentes de la Triple Seis habían sido asesinados. Pero no tenía forma de averiguar si esas muertes guardaban relación con la misión no autorizada en la ex Unión Soviética. Según uno de los guardaespaldas de Gray, el ex jefe de inteligencia se había reunido con un hombre en casa de Gray la misma noche en que había explotado. Ese hombre trabajaba en un cementerio de Washington D. C. y había sido interrogado por el FBI en relación con el supuesto asesinato de Gray. Y era aquel hombre, al que Macklin Hayes había aludido, quien había sugerido que era posible que quien atentara contra la casa de Gray hubiera saltado desde el acantilado a la bahía de Chesapeake.
Knox sonrió sombríamente mientras pensaba en el nombre que aquel hombre había dado al FBI: Oliver Stone.
¿Era un lunático u otra cosa? Dado que resultaba poco probable que Carter Gray se reuniera con personas mentalmente desequilibradas en su casa, Knox optó por la segunda opción. Un agente del Servicio Secreto acompañó a Oliver Stone cuando visitó la casa destrozada de Gray. Aquello también resultaba interesante. Tendría que conocer a ese tal agente Alex Ford.
El último retazo de información interesante estaba relacionado con una exhumación en el cementerio de Arlington. Habían excavado la tumba de un tal John Carr por orden de Gray. El ataúd había sido trasladado a Langley. Knox desconocía los resultados de tal suceso y, en realidad, quién había acabado ocupando ese ataúd. Había visto parte de la hoja de servicios militar de Carr y resultaba ejemplar. No obstante, era como si se lo hubiera tragado la tierra.
Knox tenía la corazonada de que un hombre como Carr, de probada habilidad para matar, habría sido un miembro activo de la Triple Seis. Muchos de sus componentes procedían del entorno militar. La Triple Seis había alcanzado su cénit de actividad más o menos cuando Carr dejó de figurar en los anales de la vida pública. Eso generaba más interrogantes que respuestas.
Llegó a su casa y entró en el garaje. Al cabo de unos instantes, su hija Melanie abrió la puerta de la cocina. Con anterioridad lo había llamado para decirle que lo recogería para ir a cenar. Después de ser convocado al despacho de Macklin Hayes, él la había llamado para decirle que le resultaría imposible, por lo que se sorprendió al verla.
Desde la cocina le llegó el aroma de los preparativos de una cena. Ella lo abrazó y luego le quitó el abrigo y lo colgó.
—Pensaba que las ajetreadas abogados del sector privado no tenían tiempo de cocinar para ellas y mucho menos para otras personas.
—Guárdate tus opiniones hasta que hayas comido. No veo el canal de gastronomía y no considero que la cocina sea mi fuerte. Pero al menos lo he intentado.
Melanie se parecía más a la difunta esposa de Knox, Patty, que a él. Era alta y ágil, y solía llevar recogido su pelo rojizo. Había estudiado Derecho en la Universidad de Virginia e iniciado una carrera meteórica en un importante bufete de abogados de Washington D. C. Como era la mayor de los dos hijos, y su hermano Kenny estaba en Irak sirviendo en los marines, Melanie se había propuesto que su padre no se muriese de hambre ni se regodease en la autocompasión tras la reciente pérdida de su esposa, con la que había estado casado treinta años.
Cenaron en el pabellón acristalado compartiendo una botella de Amarone mientras Melanie le explicaba los detalles del caso en que estaba trabajando. Con el paso de los años, sus hijos se habían percatado de que su padre nunca hablaba del trabajo con ellos, ni con ninguna otra persona. Sabían que viajaba por todo el mundo, a menudo de forma repentina, y que se ausentaba durante largos períodos. La única explicación era que servía al país ocupando algún cargo menor en el Departamento de Estado.
En una ocasión había dicho a Melanie: «Importo tan poco como para que me llamen siempre que quieran y vaya allá donde me necesiten». Esa frase había funcionado hasta más o menos los catorce años. Pero cuando su espabilada hija había llegado al instituto, Knox se dio cuenta de que ya no le creía, si bien nunca intentó descubrir la verdad. Su hijo había asumido que las esporádicas desapariciones de su padre formaban parte de su vida. En la actualidad, como marine destinado en el extranjero e intentando sobrevivir día tras día, Knox esperaba que a Kenny le preocuparan cosas más importantes que el trabajo de su padre.
—Cuando llamaste para cancelar la cena —dijo Melanie— pensé que estarías en un avión camino de algún sitio. Lo de preparar la cena se me ocurrió cuando dijiste que esta noche volverías a casa.
Knox se limitó a asentir al tiempo que daba sorbos al vino y contemplaba los árboles del patio, que recibían el azote de otra tormenta inminente, y ya llevaban varias.
—¿Todo bien en el trabajo? —preguntó ella.
—Estoy repasando unos documentos antiguos. La verdad es que no son muy esclarecedores que digamos.
Sabía que para ella era difícil. La inmensa mayoría de los hilos sabía exactamente a qué se dedicaban sus padres y, por consiguiente, les importaba un bledo. Mientras sus hijos eran estudiantes, Knox había declinado todas las invitaciones para ir a hablar de su profesión en el colegio. Al fin y al cabo, ¿qué habría dicho?
—¿Has vuelto a pensar en jubilarte? —Más o menos ya lo estoy. Ya tengo un pie en la tumba profesional.
—Me sorprende que el Departamento de Estado pueda funcionar sin ti.
Padre e hija intercambiaron una breve mirada y luego se centraron en el vino y las últimas lonchas de rosbif con patatas.
Al marcharse, Melanie abrazó los anchos hombros de su padre.
—Cuídate, papá —le susurró al oído—. No te arriesgues demasiado. El mundo es un lugar peligroso.
La observó mientras caminaba hacia el taxi que había llamado para que la llevara a su apartamento de Washington D. C. Se despidió con la mano cuando el coche arrancó.
Él le devolvió el saludo mientras por la cabeza le pasaban rápidamente imágenes de los últimos treinta años, para acabar con la de Macklin Hayes diciéndole que se anduviera con cuidado.
Su hija tenía razón. El mundo era un lugar peligroso.
Llamaría a Hayes por la mañana. Temprano. El general se levantaba con el canto del gallo. Y, al igual que el gallo, creía que el sol salía porque él se levantaba. No tenía ninguna respuesta y sí muchos interrogantes. No sabía cómo reaccionaría el general a todo aquello. En el ejército, Hayes tenía fama de cumplir siempre con su misión, por los medios que fueran, lo cual solía implicar un exceso de bajas.
Knox creía que, como comandante de batallón en Vietnam, Hayes seguía ostentando, entre todos los oficiales superiores, el récord de haber provocado el mayor número de bajas durante la guerra. Sin embargo, como a menudo esas bajas se asociaban a una victoria, aunque fueran meras victorias como la toma de pequeñas colinas o incluso jardines con césped, a veces sólo durante unas horas, Hayes había ascendido rápidamente en la cadena de mando. De todos modos, Knox no tenía ninguna intención de convertirse en una estadística más de aquel hombre en su camino hacia otro éxito. Lo máximo a lo que podía aspirar era a avanzar sorteando el peligro en un terreno minado, con la mirada fija en el objetivo y cubriéndose las espaldas continuamente. Era un luchador nato, con todos los contactos necesarios, y un hombre cuya especialidad era arriesgar la vida de otras personas al tiempo que protegía sus propios flancos con una habilidad pasmosa. Al parecer, era competitivo hasta límites insospechados y vapuleaba a hombres jóvenes jugando al frontenis en las pistas del Pentágono. Compensaba con creces las carencias relativas a velocidad, rapidez y aguante con grandes dosis de astucia y una visión de juego sin igual.
Knox desconocía el cargo exacto que ocupaba en el imperio de la inteligencia de Estados Unidos. Hayes era una especie de puente entre la inteligencia militar y la civil, algo que, según Knox tenía entendido, resultaba inusitado. Se trataba de un cargo poderoso y todos aquellos que estaban a sus órdenes tenían que seguirle el juego o arriesgarse a sufrir las consecuencias. Había sido íntimo amigo y protegido de Carter Gray, el mejor mentor posible. Knox se esforzaría al máximo para evaluar el verdadero objetivo del general para luego intentar cumplirlo. Lo mirase por donde lo mirase, aquella misión constituía un reto formidable.
Cerró la puerta, alimentó la chimenea y luego retomó la novela con la intención de acabarla esa noche. Quizá no volviera a disfrutar de otra oportunidad durante mucho tiempo. En su profesión, cuando los engranajes empezaban a moverse, tendían a girar muy rápido.
Y a juzgar por lo que Knox había visto en aquella caja de secretos, en esa ocasión era muy posible que la situación se descontrolase.