Joe Knox habría preferido estar en su casa tomando una cerveza o un chupito de Glenlivet, sentado al calor de la chimenea y acabando de leer la novela, en vez de donde estaba en ese momento. La silla era incómoda, la estancia fría y mal iluminada, y la espera desagradable. No obstante, tenía que estar allí.
Su inspección del lugar del asesinato de Roger Simpson había sido relativamente corta. Al igual que su ex jefe de la CIA, Simpson seguía sentado tal como había muerto, aunque en vez de encontrarse en el asiento de un coche estaba en una silla con un respaldo de listones en la cocina, moteada con su propia sangre. El disparo se había realizado desde el bloque en obras del otro lado de la calle. La hora de la ejecución, porque Knox estaba convencido de que de eso se trataba, había sido temprana. Y no había ni un puñetero testigo ocular.
El único objeto de interés era el periódico. El disparo había atravesado la edición matutina del venerable Washington Post, y la bala había ido directa al pecho de Simpson. Al igual que en el caso de Gray, la mayoría de los francotiradores apuntan al cerebro porque, de todos los disparos posibles, es el blanco más infalible. Con el armamento adecuado un disparo en el torso también puede resultar fatal, pero el disparo en la cabeza es como un perro fiel en el mundo de los asesinos profesionales: nunca falla.
«Así pues, Gray en la cabeza y Simpson en el pecho. ¿Por qué? ¿Y por qué atravesando el periódico?». Aquello sí que mosqueaba a Knox. No es que atravesar unas cuantas hojas fuera a fastidiar el disparo, pero el tirador había tenido que imaginar más o menos dónde acabaría la bala. ¿Y si Simpson hubiera tenido un libro grueso en el pecho o un encendedor en el bolsillo del pecho que el periódico hubiera ocultado? Aquello sí habría fastidiado el tiro. A la mayoría de los francotiradores que Knox había conocido no les gustaba adivinar nada, salvo quién sería la próxima víctima.
Sin embargo, tras examinar el periódico comprendió por qué había sido un disparo en el pecho: en el interior del periódico habían pegado con celo la foto de alguien. El disparo también había destrozado la cabeza de la persona en cuestión. Lo que quedaba de la foto mostraba el torso de una mujer. No había marcas ni escritos que le ayudaran a identificarla. Había hablado con el chico de los periódicos, pero este no había advertido nada sospechoso. Y en el edificio de Simpson no había portero. No obstante, el asesino había colocado esa foto en el periódico; Knox estaba convencido de ello.
Eso sólo significaba una cosa: aquel asesinato era una venganza personal, y el ejecutor había querido que Simpson supiera exactamente por qué moría y quién era su verdugo. Al igual que la bandera y el indicador de la tumba en el caso de Gray. Aunque fuera a regañadientes, tenía que reconocer que cada vez admiraba más a aquel asesino. Calcular el disparo con la precisión adecuada para destrozar aquella foto exigía una habilidad y planificación asombrosas y, sencillamente, un nivel de confianza que ni siquiera poseía la mayoría de los tiradores de élite.
Había pedido al forense que le informara si encontraba algo raro en la herida. Era más que probable que no lograran reconstruir los quemados fragmentos de la foto adheridos a la cavidad torácica por efecto de la bala de un rifle de precisión. Pero la esperanza es lo último que se pierde. Knox sabía por experiencia que los detalles nimios eran la ruina de la mayoría de los criminales.
Se puso tieso y dejó de pensar en disparos y cadáveres: unos pasos se aproximaban por el estrecho pasillo que conducía a donde él estaba. Eran dos hombres, los dos trajeados y con la misma expresión sombría. Uno de ellos llevaba lo que parecía una gran caja fuerte. Cuando la dejó en la mesa emitió un fuerte sonido metálico, lo cual acentuó la gravedad de una situación que, al menos en opinión de Knox, ya era demasiado solemne.
El hombre mayor era muy alto y ancho de espaldas y tenía la coronilla poblada de cabello blanco y grueso. Las innumerables crisis acaecidas a lo largo de varias décadas también le habían avejentado. Allí no había refugios posibles; su leve cojera, las arrugas del rostro y el encorvamiento de hombros reflejaban esa verdad de forma elocuente. Se llamaba Macklin Hayes, y era ex militar de tres estrellas que había entrado en los servicios de inteligencia hacía mucho tiempo, aunque sus vínculos con la inteligencia militar seguían siendo sólidos, según Knox tenía entendido. Nunca había oído a nadie llamar «Mack» a aquel caballero. A nadie se le ocurriría tal cosa.
Hayes le saludó con la cabeza.
—Knox. Gracias por venir.
—La verdad es que no me quedaba más remedio, ¿no, general?
—¿Y a nosotros sí?
Knox decidió no responder.
—¿Comprendes la situación? —preguntó Hayes.
—Lo suficiente, teniendo en cuenta el poco tiempo que llevo con este marrón.
Hayes dio un golpecito a la tapa de la caja.
—El resto está aquí. Léelo, absórbelo, memorízalo. Cuando termines, lo olvidarás todo. ¿Comprendido?
Knox asintió lentamente. «Esa parte siempre la entiendo».
—¿Alguna idea preliminar? —preguntó el hombre más joven.
Knox no lo conocía e incluso se preguntó por qué estaba allí. Tal vez sólo para cargar la caja de «regalos» de Hayes. De todos modos, había formulado una pregunta y esperaba una respuesta.
—Dos ejecuciones llevadas a cabo por un francotirador que sabía muy bien lo que se hacía. Probablemente un ex militar con alguna cuenta que ajustan Quería que Gray y Simpson lo supieran. Dejó el indicador de la tumba y la bandera para Gray y la foto de una mujer pegada con celo en un periódico para Simpson. Primero disparó al senador y luego vino a Maryland a cargarse a Gray, seguramente antes de que se divulgara la noticia del asesinato de Simpson y Gray estuviera sobre aviso.
—¿Está seguro de que no fueron dos tiradores? —inquirió el joven—. ¿Y de que los hechos se sucedieron en ese orden?
—Ahora mismo no estoy seguro de nada. Me has pedido mi primera opinión y ahí la tienes.
—¿Y sobre cómo huyó? No pudo marcharse por carretera. Lo habrían visto.
Knox vaciló.
—Se lanzó por el acantilado.
Hayes intervino.
—Al parecer no eres el único que lo sugiere.
—¿Quién fue el primero?
—Lee el informe.
Knox comenzaba a sulfurarse, pero se mordió la lengua.
—¿Gray hizo algún comentario especial en los días anteriores a su muerte? —preguntó.
—Estuvo metido en algo unos seis meses antes de que lo mataran. La cuestión exacta es tan confidencial que ni siquiera yo he recibido un informe completo. Como bien sabes, Gray era un hombre que se guardaba las cosas para sí. Y en aquel momento trabajaba en el sector privado, lo cual limita lo que sabemos. Todo es un poco confuso, por no decir otra cosa.
Knox asintió. Gray y el secretismo iban de la mano.
—¿Eso está relacionado con los sospechosos habituales que han quitado de en medio? Debo decir que lo he oído por ahí.
El joven contestó:
—Pero no todos estarnos de acuerdo con esa decisión.
Knox lo miró y luego al viejo.
—¿Y qué significa eso exactamente? ¿Son intocables o no?
Hayes esbozó una sonrisa enigmática. Podría haberse hecho de oro con las fichas y las cartas en Las Vegas, pensó Knox.
—Es difícil saberlo. Tal como ha mencionado mi colega, hay opiniones encontradas al respecto en los pasillos de las altas instancias.
—Entonces, ¿qué pinto yo en todo esto?
—Tienes que andarte con tiento, Knox, con mucho tiento. —Hayes dio un golpecito a la caja—. He logrado recoger algunas cosas que he guardado aquí, incluyendo unos cuantos artículos extraoficiales.
—¿Se refiere a cosas sobre las que, técnicamente, se supone que no debería estar enterado? —En ese momento Knox echó de menos su libro y su acogedor hogar más que nunca.
—Daremos por supuesto que así es —dijo el joven.
—No tengo ganas de que me den una colleja por esto —comentó Hayes.
—Yo tampoco.
—Eso no me tranquiliza mucho que digamos, señor, porque si usted tiene que andarse con cuidado, probablemente yo ya sea hombre muerto.
—Quiero que te lo leas todo, te vayas a casa y pienses. Luego me llamas.
—¿Con preguntas o respuestas?
—Espero que con ambas.
—Lo más probable es que el hombre se largara hace horas. «Los verdaderos profesionales desaparecen con la misma pericia con que matan». Hayes tamborileó con suavidad la mesa con sus dedos largos y huesudos. A Knox le parecieron medusas en miniatura a aquella luz tenue.
—Quizá.
—Mire, puedo irme y no decir ni mu. Ya me dirá cuáles son los parámetros, general. He jugado a este juego demasiado tiempo como para que me líen como a un novato.
Hayes se levantó, igual que su compañero; el titiritero y su marioneta.
—Lee, piensa y llama. Buenas noches, Knox. Y que tengas toda la suerte del mundo.
Knox lanzó una mirada furibunda a la pareja hasta que desapareció pasillo abajo, el portaaviones y su fiel destructor resollaban por los mares embravecidos de la tormenta de la inteligencia estadounidense. Abrió la caja, extrajo un puñado de documentos y empezó a leer.
«Que tengas toda la suerte del mundo, dijo la cobra antes de atacar».
Precisamente en días así era cuando deseaba haber seguido los pasos de su padre en el negocio de la fontanería.