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La casita estaba a oscuras, y el cementerio, todavía más. Lo único que se veía era el vaho que despedía su aliento en contacto con el aire frío. Escudriñó cada centímetro del cementerio; en su situación no podía permitirse ningún fallo. Ir allí era una estupidez, pero para Stone la lealtad no era una opción sino una obligación, y formaba parte de su idiosincrasia. Por lo menos, eso no se lo arrebatarían.

Había esperado en las inmediaciones durante media hora para ver si detectaba algo raro. Su casa había estado bajo vigilancia un par de meses después de que él la abandonara. Lo sabía porque él mismo había vigilado a los vigilantes. Sin embargo, transcurridos cuatro meses sin que apareciese, habían dejado de hacer guardia para ocuparse de otros asuntos. Eso no significaba que no fueran a volver. Tras los acontecimientos de esa mañana, era probable que así fuera. Todos los policías dicen que cualquier vida que se trunque de forma violenta se merece el mismo nivel de investigación. Sin embargo, cuanto más importante es la víctima, más concienzuda es la búsqueda del culpable. Por lo que, de acuerdo con esa máxima, esta vez recurrirían a un ejército.

Una vez satisfecho, se arrastró por debajo de la verja de la parte trasera del cementerio y trepó a una lápida grande. La apartó y dejó al descubierto el pequeño compartimento excavado en la tierra. Recogió la caja escondida allí y la guardó en la talega antes de volver a poner la piedra en su sitio. Dio una palmada cariñosa al indicador de la tumba. Hacía tiempo que el nombre del difunto estaba gastado. Pero Stone había investigado sobre las personas sepultadas en Mt. Zion y sabía que aquella era la última morada de un tal Samuel Washington, un liberto que había dado la vida para ayudar a otros esclavos a conseguir la libertad. Sentía cierto vínculo con aquel hombre porque, en cierto modo, Stone sabía lo que era carecer de libertad.

Observó la casita en la penumbra que ya daba paso a la noche. Sabía que Annabelle Conroy se había alojado allí, pues solía estacionar su coche de alquiler ante la puerta principal, y él había entrado en la casa después de que ella se ausentara, un par de meses atrás. La casa presentaba mucho mejor aspecto que cuando él la ocupaba. No obstante, nunca podría volver a residir en Mt. Zion, salvo en posición supina y a unos dos metros bajo tierra. Tras haber apretado el gatillo dos veces esa madrugada se había convertido en el hombre más buscado de Estados Unidos.

Se preguntó dónde estaría ella esa noche. Ojalá que por ahí disfrutando de la vida, aunque cuando se hicieran públicos los dos asesinatos, sus amigos deducirían rápidamente lo que había ocurrido. Confiaba en que le consideraran capaz de ello. De hecho, ese era el verdadero motivo por el que estaba allí.

Tenía pocos amigos, y no quería dejarlos colgados por su culpa. Los federales no eran incompetentes. Tarde o temprano irían por ellos. Después de todo lo que habían hecho por él, Stone deseó de todo corazón poder hacer algo más por el Camel Club. Había pensado en entregarse para poner fin a aquello. Pero tenía tal mentalidad de superviviente que no contemplaba la posibilidad de ir andando mansamente al patíbulo. No les permitiría ganar de ese modo. Tendrían que esforzarse un poco más.

Llevaba consigo una carta que había redactado con sumo cuidado. No era una confesión, ya que eso plantearía un dilema incluso mayor a sus amigos. De acuerdo, Stone se encontraba en un callejón sin salida, pero les debía algo. Tenía que haber sido consciente de que, con la vida que había llevado, sólo había una conclusión posible.

Aquella.

Se sacó la carta del bolsillo, la enrolló en la empuñadura de un cuchillo que extrajo de otro bolsillo y la ató con un cordel. Apuntó desde la oscuridad del patio y lo lanzó. El cuchillo se clavó en la columna del porche.

—Adiós.

Tenía que ir a otro sitio.

Al cabo de unos instantes volvía a arrastrarse por debajo de la verja. Fue caminando hasta la estación de metro de Foggy Bottom y subió a un tren. Más tarde, llegó a otro cementerio después de caminar media hora.

¿Por qué se sentía más cómodo entre los muertos que entre los vivos? La respuesta era relativamente sencilla: resultaba muy conveniente que los muertos nunca hicieran preguntas.

Aunque estaba oscuro, encontró rápidamente la tumba que buscaba. Se arrodilló, apartó unas hojas con la mano y contempló la lápida.

Allí yacía Milton Farb, el otro integrante del Camel Club, y el único fallecido. Pero, incluso muerto, Milton formaría parte para siempre de ese grupo informal de teóricos de la conspiración que habían insistido en una sola cosa: la verdad.

Lástima que su líder no hubiera hecho honor a tal principio.

Stone era el único motivo de la muerte de su querido amigo. Era culpa suya. Por su culpa, el brillante y peculiar Milton descansaba allí para el resto de la eternidad después de que una bala de gran calibre acabara con su vida bajo el Capitolio. El dolor que le atormentaba era casi comparable al que había sentido por la muerte de su esposa hacía décadas.

A Stone se le empañaron los ojos al recordar aquella noche aciaga en el centro de visitantes del Capitolio. La mirada de Milton tras recibir el impacto de bala; aquellos ojos inocentes tan abiertos y suplicantes. Stone recordaría los últimos segundos de su amigo hasta el día de su propia muerte. Y no podía hacer nada, salvo vengar al malogrado. Y lo había hecho. Aquella noche había matado a bocajarro a varios hombres armados hasta los dientes y expertos en el manejo de armas, y apenas recordaba nada de todo eso, eclipsado por aquella muerte tan trágica. No obstante, no había ni mucho menos compensado esa pérdida. Ese era el motivo de los ajusticiamientos de esa mañana, por lo menos en parte, pero ninguno de ellos compensaba la pérdida de Milton. Ni la de su esposa. Ni la de su hija.

Arrancó con cuidado un trozo de hierba y tierra de la tumba de su amigo, colocó la caja en el hueco y volvió a colocar la hierba encima, compactándola bien con el pie. Eliminó todo indicio de manipulación de la tierra y luego se puso firmes y saludó a su amigo muerto.

Al cabo de unos instantes regresó caminando lentamente al metro y se dirigió a Union Station, donde compró un billete de tren hacia el sur con buena parte del dinero que le quedaba. Había varios policías uniformados y de paisano por la zona, y Stone se fijó en la ubicación de cada uno de ellos. No cabía duda de que los controles estrictos se encontraban en los tres aeropuertos locales para intentar detener al asesino de un conocido senador estadounidense y del jefe de inteligencia de la nación. Era obvio que el ineficaz sistema ferroviario americano no merecía tanto escrutinio, como si los asesinos no se dignaran viajar en trenes normales y corrientes.

Al cabo de media hora subió al Amtrak Crescent con destino a Nueva Orleans; lo decidió de repente, mientras observaba la marquesina. El tren salía con varias horas de retraso; de lo contrario, no habría podido tomarlo. Aunque no era un hombre supersticioso, lo había considerado un presagio. Entró en un pequeño lavabo, se recortó la barba y se quitó las gafas. Luego se dirigió a su asiento.

Había oído que se seguía necesitando abundante mano de obra en Nueva Orleans tras el Katrina. Y la gente, ansiosa por encontrar trabajadores para las labores de reconstrucción, no hacía preguntas indiscretas como el número de la Seguridad Social o el domicilio permanente. En aquel momento de su vida, Stone no estaba para preguntas ni números que revelasen su identidad verdadera. Su intención era perderse entre aquella masa humana que intentaba superar una pesadilla que no se había buscado. Lo comprendía a la perfección porque, básicamente, su objetivo era el mismo. Salvo por los dos últimos disparos, que había efectuado con la dosis máxima de ira y sentido de la justicia que le habían negado.

Stone miraba por la ventanilla mientras el tren traqueteaba en la oscuridad. En el reflejo del cristal observó a la joven sentada a su lado con un bebé en brazos, con los pies encima de una talega gastada y una funda de almohada repleta de lo que parecían biberones, pañales y mudas de ropa para el niño. Los dos iban dormidos; el pecho del bebé acurrucado entre los senos desbordantes de su madre. Stone se volvió para observar al bebé de triple papada y puños regordetes. De repente este abrió los ojos y se quedó mirándolo. Lo sorprendente fue que no lloró, de hecho no emitió ningún sonido.

Al otro lado del pasillo iba un ferroviario delgado comiendo una hamburguesa con queso comprada en la estación, con una botella de Heineken entre unas rodillas huesudas enfundadas en unos vaqueros remendados. A su lado se sentaba un hombre joven, alto y bien parecido, de pelo castaño alborotado y barba de unos días en un rostro inmaculado. Tenía la complexión esbelta y larguirucha y los gestos seguros de un ex quarterback de instituto que todavía no ha engordado. Stone no llegó por sí solo a esa conclusión: el chico llevaba la cazadora del instituto salpicada de medallas, letras y lazos. La fecha bordada en la cazadora indicaba que había acabado el bachillerato hacía varios años. «Mucho tiempo ha pasado para seguir añorando los días de gloria», pensó Stone, pero quizás aquello fuera todo lo que le quedaba al muchacho. También presentaba el aspecto de una persona convencida de que el mundo estaba en deuda con él y no se molestaba en pagarle la factura.

Mientras Stone lo miraba, se levantó, sorteó al hombre de la hamburguesa y se dirigió a la parte trasera del vagón para cruzar al siguiente coche.

Stone alargó la mano y tocó con delicadeza la manita del bebé, y este le dedicó un arrullo apenas audible. Luego se recostó en el asiento, cerró los ojos y por fin se durmió por primera vez desde hacía dos días. Los cabrones avariciosos que cometían sus crímenes encumbrados en el poder contrataban abogados arteros y, una de dos, o eran puestos en libertad o vivían pocos meses en algo parecido a hoteles de tres estrellas antes de regresar a la sociedad para seguir robando dinero. En comparación, los hombres empantanados en las trincheras como Stone se limitaban a coger el extremo equivocado de las armas para que les estallaran en la cabeza, tras lo cual desaparecían sin dejar rastro.

«Menudo panorama».

Bueno, antes tendrían que encontrarle. Le debía aquello a una autoridad que solía ser cruel con las personas que la servían lealmente, con el mayor de los sacrificios soportado en silencio.

Se recostó en el asiento y observó cómo Washington iba desapareciendo con el traqueteo del tren.