La mujer estaba junto a la puerta de la habitación, dándole la espalda. Erlendur se detuvo, la miró un instante y vio cuánto había cambiado desde la primera vez, cuando entró en el hotel como una tromba, acompañada de su padre. Ahora no era más que una mujer de mediana edad, cansada, que seguía viviendo con su padre inválido en la misma casa que había sido su hogar durante toda su vida. Por motivos que él desconocía, aquella mujer había venido al hotel y había asesinado a su hermano.
Fue como si ella hubiera percibido su presencia en el pasillo, porque de repente se volvió y lo miró. Él fue incapaz de leer en su rostro lo que estaba pensando. Solo sabía que era la mujer a la que había estado buscando desde que entró por primera vez en el hotel y vio a Papá Noel sentado en su propia sangre.
Ella estaba inmóvil junto a la puerta y no dijo nada hasta que él llegó a su lado.
—Aún tengo algo que contarte —dijo ella—. Si es que aún tiene importancia.
Erlendur supuso que había ido a verlo por la mentira de su amiga, y que ahora habría decidido que ya había llegado la hora de contarle la verdad. Él abrió la puerta, ella entró, se acercó hasta la ventana y miró la nevada.
—Habían pronosticado una Navidad sin nieve —dijo ella.
—¿Alguna vez te han llamado Steffí? —preguntó él.
—Me llamaban así cuando era pequeña —dijo ella sin dejar de mirar por la ventana.
—¿Tu hermano te llamaba Steffí?
—Sí —dijo ella—. Siempre. Y yo siempre le llamaba Gulli. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Por qué viniste al hotel cinco días antes de la muerte de tu hermano?
Stefanía dejó escapar un profundo suspiro.
—Sé que no habría debido contarte una mentira.
—¿Por qué viniste?
—Fue por sus discos. Considerábamos que teníamos derecho a tener unos cuantos. Sabíamos que él tenía muchos, probablemente todos los que quedaban de la edición en su época, y yo quería un porcentaje si decidía venderlos.
—¿Cómo adquirió el sobrante de edición?
—Mi padre lo compró y lo guardó en casa, en Hafnarfjördur, y cuando Gudlaugur se marchó, se llevó las cajas. Dijo que los discos eran suyos. Suyos y de nadie más.
—¿Cómo sabíais que pensaba venderlos?
Stefanía vaciló.
—También mentí sobre Henry Wapshott —dijo—. Lo conozco, aunque no mucho. Muy poco, si te digo la verdad. ¿No te mencionó él que había ido a vernos?
—No —dijo Erlendur—. Tiene unos cuantos problemas con los que lidiar. ¿Hay algo de cierto en lo que me has contado hasta ahora?
La mujer no respondió.
—¿Por qué iba a creer lo que me estás diciendo ahora?
Stefanía calló y miró caer la nieve. Estaba ausente, como si se hubiera sumergido en una vida que tuvo mucho tiempo atrás, cuando desconocía la mentira y todo era verdadero, nuevo y limpio.
—¿Stefanía? —dijo Erlendur.
—No se pelearon a causa de su voz o de su carrera de cantante —dijo de repente—. Cuando mi padre cayó por las escaleras. No fue por el canto. Esa es la última mentira, y la mayor de todas.
—¿Te refieres a cuando se pegaron en las escaleras?
—¿Sabes cómo le llamaban los chicos de la escuela? ¿El mote que le pusieron?
—Creo que sí —dijo Erlendur.
—Le llamaban La Pequeña Princesa.
—¿Porque cantaba en el coro, y parecía afeminado y…?
—Porque lo vieron con un vestido de mamá —lo interrumpió Stefanía.
Se apartó de la ventana.
—Fue después de su muerte. Gulli la echaba horriblemente de menos, sobre todo cuando dejó de ser niño de coro y ya no era más que un chico corriente con una voz corriente. Papá no se enteró, pero yo sí. Cuando papá no estaba en casa, a veces se ponía las joyas de mamá y sus vestidos, y se miraba en el espejo, e incluso se maquillaba. Y en una ocasión, en verano, unos chicos que pasaban por delante de casa lo vieron. Estaban espiando por la ventana del salón. Lo hacían de vez en cuando, porque nos consideraban un poco extraños. Se echaron a reír y a burlarse de él sin la menor compasión. Desde entonces, en el colegio lo trataron como a un bicho raro. Los chicos empezaron a llamarlo La Pequeña Princesa.
Stefanía calló.
—Yo creía que simplemente echaba de menos a mamá —prosiguió—. Que aquello era una manera de acercarse a ella, poniéndose su ropa y sus joyas. Nunca creí que tuviera tendencias perversas. Luego salió a relucir lo otro.
—¿Tendencias perversas? —dijo Erlendur—. ¿Es así como lo ves? Tu hermano era gay. ¿No se lo has podido perdonar? ¿Es ese el motivo por el que cortaste la relación con él durante tantos años?
—Era muy joven cuando nuestro padre lo sorprendió con otro chico de su edad, haciendo cosas indescriptibles. Yo sabía que estaba con su amigo en la habitación, pero pensaba que estaban estudiando juntos. Papá llegó a casa inesperadamente, iba buscar algo, y cuando abrió la puerta del dormitorio de mi hermano se encontró con aquel horror. No quiso decirme lo que era. Cuando salí, el otro chico estaba bajando las escaleras a todo correr con los pantalones por los tobillos, y papá y Gulli habían salido al pasillo y se estaban gritando el uno al otro, vi a Gulli empujarlo con fuerza. Papá perdió el equilibrio y cayó por la escalera, y nunca pudo volver a ponerse de pie.
Stefanía se volvió de nuevo hacia la ventana y miró la nieve navideña deslizándose suavemente hacia la tierra. Erlendur calló e intentó imaginar qué estaría pensando aquella mujer, que había vuelto a encerrarse en sí misma, pero no llegó a conclusión alguna. Le pareció recibir una especie de respuesta cuando ella rompió el silencio.
—Yo nunca importé nada —dijo—. Todo lo que yo hacía estaba mal hecho. No lo digo porque sienta pena por mí misma, creo estar muy lejos de la autocompasión. Lo hago para intentar comprender y explicar por qué nunca volví a relacionarme con él desde ese día. A veces creo que deseaba que sucedieran las cosas como sucedieron. ¿Puedes imaginártelo?
Erlendur sacudió la cabeza.
—Cuando se fue, fui yo la que importaba. No él. Nunca más él. Y de alguna extraña manera, yo estaba contenta, contenta de que Gulli nunca hubiera llegado a ser la gran estrella infantil que tenía que ser. Supongo que siempre le envidié, y mucho más de lo que yo podía comprender, por toda la atención que recibía y por la voz que tenía cuando era niño. Era una voz divina. Era como si hubiese sido bendecido con aquel don del que yo carecía; yo aporreaba el piano como un caballo. Eso era lo que decía papá cuando intentaba enseñarme. Decía que yo carecía absolutamente de talento. Y sin embargo, yo lo adoraba, porque estaba convencida de que siempre tenía razón. Muchas veces se portaba bien conmigo, y después de quedarse incapaz de valerse por sí mismo, yo pasé a serlo todo para él. Y así fueron pasando los años, uno tras otro, sin que nada cambiase. Gulli se fue de casa, papá estaba inválido y yo me ocupaba de él. Nunca pensaba en mí misma, ni me preguntaba qué quería en la vida. Así pueden pasar los años, sin hacer otra cosa que seguir la rutina que nos hemos marcado. Un año tras otro, y otro, y otro…
Calló y miró la nieve.
—Cuando empiezas a darte cuenta de que eso es todo lo que tienes, empiezas a odiarlo e intentas encontrar un culpable, y para mí, mi hermano se convirtió en el culpable de todo. Con el tiempo llegué a odiarlo, a él y a la perversión que había destruido nuestras vidas.
Erlendur iba a decir algo, pero ella continuó.
—No sé si podré explicarlo mejor. Cómo te encierras en tu propia vida monótona por algo que decenas de años más tarde resulta carecer de toda importancia.
—Tenemos entendido que él estaba convencido de que le robaron la infancia —dijo Erlendur—. Que no le habían dejado ser lo que quería ser, sino que le obligaron a ser algo completamente distinto, un cantante, un niño prodigio, y sufría cuando se burlaban de él en la escuela. Luego todo acabó y encima llegaron esas «tendencias perversas», como tú las llamas. Creo que no podía sentirse demasiado bien. Quizá no deseaba ser objeto de toda esa atención que, obviamente, ansiabas tú.
—Le robaron la infancia —dijo Stefanía—. Es muy posible.
—¿Tu hermano intentó en algún momento hablar de su homosexualidad con tu padre o contigo?
—No, pero quizá deberíamos haber sospechado lo que pasaba. Tampoco sé si él mismo se daba cuenta de lo que le estaba pasando. No sé nada al respecto. Creo que ni él mismo sabía por qué motivos se ponía los vestidos de mamá. No sé cuándo ni cómo esas personas se dan cuenta de que son distintos.
—En cierto modo, su apodo le gustaba —dijo Erlendur—. Tenía ese póster y sabemos que… —Erlendur calló a mitad de la frase. No sabía si hablarle de aquel amante al que Gudlaugur pedía que le llamase «mi pequeña princesa».
—No tengo ni idea —dijo Stefanía—, es verdad que tenía ese cartel en la pared. A lo mejor se torturaba a sí mismo con los recuerdos de lo que sucedió. A lo mejor hay algo en ellos que no podemos comprender.
—¿Cómo conociste a Henry Wapshott?
—Vino a casa un día porque quería hablar con papá de los discos de Gudlaugur. Quería saber si teníamos alguno. Fue en las navidades del año pasado. Había obtenido información sobre Gudlaugur y su familia a través de unos coleccionistas, y nos dijo que esos discos tenían un inmenso valor en todo el mundo. Había hablado con mi hermano, que le dijo que no quería venderlos, pero luego cambió de opinión y se mostró dispuesto a darle al inglés lo que quería.
—Y vosotros queríais una parte de las ganancias, ¿no?
—Nos pareció completamente normal. En realidad no era más dueño de ellos que mi padre, al menos eso es lo que pensábamos nosotros. Nuestro padre había pagado la edición con su propio dinero.
—¿Las cantidades que ofrecía Wapshott eran muy elevadas?
Stefanía asintió, con la mente en algún otro lugar.
—Millones.
—Concuerda con la información de que disponemos.
—Ese hombre, Wapshott, tiene dinero de sobra. Tengo entendido que quería evitar que los discos salieran al mercado del coleccionismo. Si lo entendí bien, quería hacerse con todas las copias de los discos, para impedir que hubiera demasiadas en el mercado. Tenía las cosas clarísimas, y estaba dispuesto a pagar una suma desorbitada por la totalidad de los discos. Creo que había conseguido poner a Gudlaugur de su parte antes de Navidad. Probablemente algo debió de cambiar, para que le agrediera de esa forma.
—¿Que le agrediera de esa forma? ¿Qué quieres decir?
—Pero bueno, ¿no le habéis detenido?
—Sí —dijo Erlendur—, pero no tenemos nada que demuestre que fue él quien agredió a tu hermano. ¿Qué quieres decir con eso de que algo debió de cambiar?
—Wapshott vino a Hafnarfjördur y nos dijo que había convencido a Gudlaugur de que le vendiera todos los discos, y quería asegurarse de que, efectivamente, no existían más copias. Le confirmamos que efectivamente, Gudlaugur se había llevado todo lo que quedaba de la edición cuando se marchó de casa.
—Por eso viniste al hotel a verlo —dijo Erlendur—. Para conseguir vuestra parte en la venta.
—Llevaba puesto el uniforme de portero —dijo Stefanía—. Estaba delante de la puerta sacando las maletas de unos turistas. Lo estuve observando un buen rato y entonces me vio. Le dije que tenía que hablar con él de los discos. Me preguntó por papá…
—¿Fue tu padre quien te envió a ver a Gudlaugur?
—No, él nunca habría hecho eso. Desde el accidente no quería ni oír pronunciar su nombre.
—Pero fue la primera persona por la que preguntó Gudlaugur al verte en el hotel.
—Sí. Bajamos a su cuarto y le pregunté dónde estaban los discos.
—Están a buen recaudo —dijo Gudlaugur, sonriendo a su hermana—. Henry me dijo que había hablado contigo.
—Nos dijo que pensabas venderle los discos. Papá dice que la mitad son suyos, y queremos la mitad del dinero que te pague por ellos.
—He cambiado de opinión —dijo Gudlaugur—. No pienso venderlos.
—¿Y qué dice Wapshott a eso?
—No le ha gustado demasiado.
—Ofrece muchísimo dinero por ellos.
—Puedo conseguir mucho más si los vendo yo mismo, uno a uno. Los coleccionistas están muy interesados. Creo que Wapshott pretende hacer lo mismo, aunque me haya dicho que su intención es comprarlos para que no entren en el mercado. Creo que está mintiendo. Lo que pretende es venderlos y ganar dinero a costa mía. Todos querían sacar dinero a mi costa en los viejos tiempos, papá igual que los demás, y eso no ha cambiado. En absoluto.
Se miraron a los ojos un largo rato.
—Ven a casa y habla con papá —dijo ella—. No le queda mucho tiempo.
—¿Wapshott habló con él?
—No, no estaba en casa cuando vino Wapshott. Yo le hablé de él.
—¿Y qué dijo?
—Nada. Solo que quería su parte.
—¿Y tú?
—¿Y yo?
—¿Por qué nunca te fuiste de casa? ¿Por qué no te casaste y tuviste tu propia familia? Lo que vives no es tu propia vida, es la de papá. ¿Dónde está tu vida?
—Supongo que estará en la silla de ruedas a la que tú le condenaste —exclamó Stefanía—, y no te atrevas a preguntarme por mi vida.
—Ha conseguido tener sobre ti el mismo poder que tenía sobre mí en los viejos tiempos.
Stefanía montó en cólera.
—Alguien tenía que ocuparse de él. Su favorito, su estrella, no era más que un maricón sin voz que lo tiró por las escaleras y que desde entonces nunca se ha atrevido a hablar con él. Y que en vez de hablar con él se mete en su casa a escondidas, se sienta a pasar el rato y se larga antes de que despierte. ¿Qué poder es el que tiene sobre ti? Tú te crees que te has librado de él para siempre jamás, ¡pero mírate! ¿Qué eres tú? ¡Dímelo! ¡No eres nada! Eres basura.
Stefanía calló.
—Perdona —dijo él—. No debí hablar de eso.
Ella no le respondió.
—¿Pregunta por mí?
—No.
—¿Nunca habla de mí?
—No, nunca.
—No tolera mi forma de vivir. No tolera mi forma de ser. No me tolera a mí. Después de tantos años.
—¿Por qué no me contaste eso la primera vez? —dijo Erlendur—. ¿Por qué tantas ocultaciones?
—¿Ocultaciones? Supongo que puedes imaginártelo perfectamente. No quería hablar sobre asuntos de familia. Pensaba que podría proteger nuestra vida privada.
—¿Fue esa la última vez que viste a tu hermano?
—Sí.
—¿Estás completamente segura?
—Sí. —Stefanía lo miró—. ¿Qué estás insinuando?
—¿No lo sorprendiste con un joven haciendo lo mismo que cuando lo sorprendió tu padre hace tiempo, y perdiste el control? Fue el momento en que la desgracia entró en tu vida y ahora querías acabar con ello.
—No, ¿qué…?
—Tenemos un testigo.
—¿Un testigo?
—El chico que estaba con él. Un joven que le hacía determinados servicios a tu hermano a cambio de dinero. Los sorprendiste en el sótano, el chico salió corriendo y tú atacaste a tu hermano. Viste un cuchillo en la mesa de su cuarto y se lo clavaste.
—¡Eso no es cierto! —dijo Stefanía. Tuvo la sensación de que Erlendur estaba convencido de lo que decía, y sintió que las esposas empezaban a cerrarse sobre ella. Se quedó mirando a Erlendur como si no pudiera creer lo que acababa de oír.
—Hay un testigo… —comenzó Erlendur, pero no logró terminar la frase.
—¿Qué testigo? ¿De qué testigo me estás hablando?
—¿Niegas haber causado la muerte de tu hermano?
El teléfono del hotel empezó a sonar, y antes de que Erlendur pudiera responder sonó también su móvil en el bolsillo de la chaqueta. Miró con expresión de disculpa a Stefanía, que seguía con los ojos clavados en él.
—Tengo que responder —dijo Erlendur.
Stefanía se apartó y Erlendur vio que sacaba de la funda uno de los discos de Gudlaugur que había sobre la mesa. Cuando Erlendur respondió al teléfono del hotel, ella estaba contemplando el disco. Era Sigurdur Óli. Erlendur cogió el móvil y le pidió a la persona que llamaba que esperara un instante.
—Un hombre se ha puesto en contacto conmigo hace un rato en relación con el crimen del hotel, y le di tu número de móvil —dijo Sigurdur Óli—. ¿Te ha llamado ya?
—En este momento tengo una llamada en el móvil —dijo Erlendur.
—Me parece que el caso está resuelto. Habla con él y luego llámame. Envío tres coches para allá. Elínborg va con ellos.
Erlendur colgó y volvió a coger el móvil. No reconoció la voz pero el hombre se presentó y empezó a contarle; no había hecho más que empezar cuando Erlendur obtuvo la confirmación de sus sospechas y vio cómo encajaba todo. Hablaron durante un largo rato, y Erlendur le pidió que pasara por comisaría a hacer una declaración ante Sigurdur Óli. Llamó a Elínborg y le dio instrucciones. Luego apagó el móvil y se volvió hacia Stefanía, que había puesto el disco de Gudlaugur en el tocadiscos y lo había encendido.
—A veces, en los viejos tiempos —dijo—, al grabar estos discos se grababan también ruidos no deseados, porque la gente no trabajaba con la suficiente concentración o porque la técnica y las condiciones de grabación no era tan buenas. Incluso se puede oír el ruido del tráfico. ¿Lo sabías?
—No —dijo Erlendur, que no acababa de entender adónde pretendía llegar.
—Se puede oír en esta canción, por ejemplo, si se escucha con suficiente atención. Supongo que nadie se da cuenta, a menos que sepa que está ahí.
Aumentó el volumen de la música. Erlendur prestó atención y notó un ruido extraño, lejano, que se oía en mitad de la pieza.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Es papá —dijo Stefanía.
Volvió a poner el trozo y Erlendur oyó el ruido más claramente, aunque no distinguió lo que decía.
—¿Es vuestro padre? —preguntó Erlendur.
—Está diciéndole que es maravilloso —dijo Stefanía como pensando en otra cosa—. Estaba cerca del micrófono y no pudo controlarse.
Miró a Erlendur.
—Mi padre falleció ayer tarde —dijo—. Se tumbó en el sofá después de comer, se quedó dormido, como hacía de vez en cuando, y no volvió a despertar. En cuanto entré en el salón me di cuenta de que estaba muerto. Me di cuenta antes de tocarlo. El médico dijo que había sufrido un infarto. Por eso vine al hotel a verte, para ponerlo todo en claro. Ya no tiene importancia. Ni para él ni tampoco para mí. Nada de todo esto tiene ya la menor importancia.
Puso por tercera vez el fragmento, y en esta ocasión Erlendur creyó distinguir lo que se decía. Solo una palabra colgada de la canción, como una nota a pie de página.
«Maravilloso».
—Bajé al cuarto de Gudlaugur el día que le mataron, para decirle que papá quería verlo y reconciliarse con él. Acababa de decirle que Gudlaugur se había quedado una llave de la casa y que entraba a escondidas, se sentaba en el salón y se marchaba sin que nos diéramos cuenta. Yo no tenía ni idea de cuál sería la reacción de Gudlaugur, si querría ver a papá otra vez o si sería inútil tratar de reconciliarlos, pero quise intentarlo. La puerta de su habitación estaba abierta…
Le tembló la voz.
—… y le vi allí, bañado en su propia sangre…
Calló.
—… con aquel disfraz… con el pantalón bajado… cubierto de sangre…
Erlendur se acercó a ella.
—Dios mío —suspiró Stefanía—. Nunca en mi vida… Aquello era tan horrible que no puede describirse con palabras. No sé lo que pensé. Estaba tan asustada. Creo que lo único en lo que pensé fue en echar a correr y tratar de olvidar aquello. Igual que todo lo demás. Pensé que aquello no me concernía a mí. Que carecía de toda importancia que yo hubiera estado allí o no. Aquello había terminado, era demasiado tarde, y no tenía nada que ver conmigo. Me quité todo aquello de la cabeza, como si fuera una niña. No quería saber nada y no le conté a mi padre lo que había visto. No se lo conté a nadie.
Miró a Erlendur.
—Tendría que haber pedido ayuda. Naturalmente, tendría que haber llamado a la policía… pero… aquello… aquello era tan repugnante, tan antinatural… que eché a correr. Fue lo único en que pensé. En escapar. En huir de aquel lugar espantoso sin que nadie me viera.
Calló.
—Creo que siempre he estado huyendo de él. De una u otra forma, siempre he estado escapando de él. Siempre. Y allí…
Lloró en silencio.
—Habríamos podido intentar arreglar las cosas mucho antes. Yo debería haberlo hecho desde hace mucho tiempo. Ese es mi delito. Papá también lo quería, al final. Antes de morir.
Callaron. Erlendur miró por la ventana y comprobó que la nevada era menos intensa.
—Lo más espantoso fue…
Calló, como si la idea fuera insoportable.
—No estaba muerto, ¿es eso?
Stefanía sacudió la cabeza.
—Solo dijo una palabra, y murió. Me vio en la puerta y pronunció mi nombre. El nombre con que me llamaba cuando éramos pequeños. Siempre me llamaba Steffí.
—Y esos dos le oyeron decir tu nombre antes de morir. Steffí.
Miró extrañada a Erlendur.
—¿Esos dos? ¿Quiénes?
La puerta de la habitación se abrió de repente con un portazo y Eva apareció en el umbral. Miró fijamente a Stefanía, luego a Erlendur y otra vez a Stefanía, y sacudió la cabeza.
—Pero ¿con cuántas te lo montas? —dijo, mirando a su padre con ojos acusadores.