El hombre de Thingholt le explicó a Sigurdur Óli que su relación con Gudlaugur había empezado cuando tenían veinticinco años de edad. Eran los años de las discotecas y el hombre tenía alquilado un apartamento en un sótano en el barrio de Vogar. Ninguno de los dos había salido del armario. En aquel entonces, se veía la homosexualidad de un modo muy diferente a como se ve ahora, dijo con una sonrisa. Pero las cosas estaban empezando a cambiar.
—Y no es que viviéramos juntos —añadió Baldur—. En esa época, los hombres no podían vivir juntos como hoy, sin que aquello se convirtiese en la comidilla de todos. En aquellos años, la vida era imposible para los homosexuales en Islandia. La mayoría se marchaban del país, como quizá sepas. Digamos que venía de visita muchas veces a mi casa. Se quedaba a dormir aquí. Tenía una habitación en Vesturbaer y yo fui allí un par de veces, pero no era lo suficientemente ordenado para mi gusto y dejé de ir. Casi siempre estábamos en mi casa.
—¿Cómo os conocisteis? —preguntó Sigurdur Óli.
—En aquellos días había lugares donde nos reuníamos los gays. Uno estaba justo al lado del centro, no muy lejos de aquí, de Thingholt. No era un local de esparcimiento, sino un centro de reunión que teníamos en un domicilio particular. En las discotecas te podías esperar cualquier cosa, y había veces que te echaban por bailar con otros hombres. El domicilio en cuestión servía un poco de todo, de café, de albergue, de club nocturno, de centro de información, de oasis. Él fue por allí una tarde con un conocido suyo. Fue la primera vez que lo vi. Perdona, qué mal anfitrión soy, ¿te apetece un café?
Sigurdur Óli miró el reloj.
—A lo mejor tienes mucha prisa —dijo el hombre reeducándose con mucho cuidado una mecha de cabello teñido.
—No, no es eso, aceptaría un té si tienes —dijo Sigurdur Óli pensando en Bergthóra. Se pondría de mal humor si llegaba tarde a casa. Era muy detallista en lo concerniente a los horarios, y si se retrasaba demasiado se lo haría pagar con un largo enfado.
El hombre fue a la cocina a prepararle un té.
—Era terriblemente reprimido —dijo desde la cocina, alzando la voz para que Sigurdur Óli le oyera mejor—. A veces me daba la sensación de que se odiaba por su homosexualidad. Como si aún no la hubiera aceptado plenamente. Creo que incluso utilizó su relación conmigo para dar un paso adelante. Aún estaba buscando su identidad, pese a la edad que tenía. Claro que eso no es nada nuevo. Hay gente que sale del armario después de cumplir los cincuenta, y algunos hasta han estado casados y han tenido cuatro hijos.
—Sí, es una cosa muy complicada —dijo Sigurdur Óli, que no tenía ni idea del asunto.
—Así es, cariño. Lo querrás fuerte, ¿no?
—¿Estuvisteis mucho tiempo juntos? —preguntó Sigurdur Óli, y añadió que prefería el té bien fuerte.
—Pues unos tres años, pero en los últimos tiempos nos veíamos muy de vez en cuando.
—¿Y no has estado en contacto con él desde entonces?
—No. Sabía algo de él, más o menos —dijo el hombre, que volvió a entrar en el salón—. El mundo de los gays no es tan grande en este país.
—¿Hasta qué punto era reprimido? —preguntó Sigurdur Óli mientras el hombre ponía las tazas sobre la mesa. Había traído un cuenco con un tipo de galletitas que Sigurdur Óli conocía bien, porque Bergthóra también las preparaba todas las navidades. Intentó recordar el nombre pero no lo consiguió.
—Era muy misterioso y rara vez se abría, solo cuando nos emborrachábamos, pero había algo que tenía que ver con su padre. No se veían nunca, pero lo echaba terriblemente de menos, y también a su hermana mayor, que se había puesto en su contra. Su madre había muerto muchos años antes de que nos conociéramos, pero hablaba muchísimo de ella. Podía hablar durante horas de su madre, lo que me resultaba un tanto cansino, si quieres que te diga la verdad.
—¿Cómo es que su hermana se puso en su contra?
—Hace ya mucho tiempo, y nunca me lo explicó con detalle. Lo único que sé es que él luchaba contra lo que él mismo era. ¿Sabes a lo que me refiero? Cómo si hubiera tenido que ser otra persona, en vez de ser como era.
Sigurdur Óli sacudió la cabeza.
—Le parecía algo sucio. Algo antinatural, eso de ser homosexual.
—¿Y luchaba contra ello?
—Sí, y a la vez no. Tenía sentimientos contradictorios. Creo que no sabía realmente de qué pie cojeaba. El pobre. Tenía una baja autoestima. A veces creo que incluso se odiaba a sí mismo.
—¿Conocías su pasado de niño prodigio?
—Sí —dijo el hombre, poniéndose en pie. Fue a la cocina, regresó con una humeante tetera y llenó las tazas. Volvió a llevar la tetera a la cocina, y se pusieron a beber el té.
—¿Crees que podrías desembuchar más deprisa? —le dijo Erlendur a Sigurdur Óli sin ocultar su impaciencia; estaba sentado a la mesa de la habitación escuchando el relato.
—Estoy intentando ser lo más preciso posible —dijo Sigurdur Óli, mirando otra vez su reloj. Ya llevaba un retraso de cuarenta y cinco minutos sobre la hora a la que habría tenido que estar en casa con Bergthóra.
—Venga, venga, continúa…
—¿Hablaba alguna vez de cuando era niño prodigio? —preguntó Sigurdur Óli, dejando la taza y alargando la mano para coger una galletita.
—Decía que había perdido la voz —respondió Baldur.
—¿Y lo lamentaba mucho?
—Terriblemente. Sucedió en el peor momento, pero no quiso contármelo. Decía que en el colegio se burlaban de él porque era famoso, y que eso le hacía sentirse muy mal. Pero él nunca usaba la palabra «famoso». Él no pensaba en ser famoso. Pero su padre sí quería que lo fuese, y desde luego estuvo a punto de conseguirlo. Pero se sentía incómodo, y encima empezó a percibir ese rasgo suyo: el homosexual que había en él empezó a aflorar. Pero no tenía muchas ganas de hablar de ello. Y no quería hablar de su familia de ningún modo. Toma otra galleta.
—No, gracias —dijo Sigurdur Óli—. ¿Sabes de alguien que hubiera querido matarlo? ¿De alguien que le quisiera mal?
—¡No, por Dios! Era terriblemente comedido y nunca le hizo daño ni a una mosca. No sé quién puede haberlo hecho. El buen hombre, acabar así. ¿Habéis avanzado en la investigación?
—No —dijo Sigurdur Óli—. ¿Has escuchado sus discos, o los tienes?
—Eso sí —respondió el hombre—. Es maravilloso. Canta de una forma divina. Creo que no he oído nunca a un niño cantar mejor.
—Y de mayor, cuando lo conociste, ¿estaba orgulloso de su voz?
—Nunca se escuchaba. No quería oír los discos. Jamás. No lo conseguí, por mucho que lo intenté.
—¿Por qué no?
—Fue absolutamente imposible. Nunca me dio una explicación, solo que no quería escuchar sus discos.
Baldur se levantó y se dirigió a un armario del salón, sacó dos discos de Gudlaugur y los puso en la mesa, delante de Sigurdur Óli.
—Me los dio cuando lo ayudé a mudarse.
—¿A mudarse?
—Perdió la habitación que tenía en Vesturbaer y me pidió que le ayudara con la mudanza. Había conseguido otra habitación y se llevó todos sus trastos. En realidad no tenía más que los discos.
—¿Tenía muchos?
—Sí, un buen montón.
—¿Escuchaba algún tipo de música en particular? —preguntó Sigurdur Óli, por preguntar algo.
—No, entiéndeme —dijo Baldur—. Todos los discos eran los mismos. Estos —señaló los dos discos de Gudlaugur—. Tenía un buen montón de estos discos. Dijo que había comprado todas las copias sobrantes de los dos.
—¿Tenía cajas enteras de esos discos? —dijo Sigurdur Óli sin ocultar su excitación.
—Sí, al menos dos.
—¿Sabes dónde pueden haber ido a parar?
—¿Yo? No, no tengo ni idea. ¿Tienen algún interés esos discos hoy en día?
—Conozco a un inglés que habría podido matar por ellos —dijo Sigurdur Óli, y el rostro de Baldur dibujó una señal de interrogación.
—¿Qué quieres decir?
—Nada —dijo Sigurdur Óli mirando su reloj—. Tengo que marcharme —dijo—. Quizá necesite volver a ponerme en contacto contigo más adelante si necesito algún detalle más. Y no estaría mal que me llamaras si recuerdas algo, por insignificante que sea.
—A decir verdad, en aquellos tiempos no había mucho donde elegir —dijo el hombre—. Todo lo contrario que hoy, cuando uno de cada dos hombres es gay o siente deseos de serlo. —Sonrió a Sigurdur Óli, y a este se le atragantó el té.
—Perdón —dijo Sigurdur Óli.
—Es un poco fuerte.
Sigurdur Óli se puso en pie, Baldur lo imitó y lo acompañó a la puerta.
—Sabemos que se burlaban de Gudlaugur en el colegio —dijo Sigurdur Óli cuando se estaban despidiendo—, y que le pusieron un mote. ¿Recuerdas si alguna vez te habló de ello?
—Era muy evidente que lo acosaban porque estaba en un coro, cantaba muy bien y no jugaba al fútbol, y porque en muchas cosas era como una niña, claro. Por lo que me decía, colegí que quizá nunca se había sentido muy seguro en sus relaciones con los demás. Me hablaba de eso como si le pareciesen comprensibles los motivos por los que se burlaban de él. Pero no recuerdo que mencionara ningún mote especial… —Baldur vaciló.
—¿Sí? —dijo Sigurdur Óli.
—Cuando estábamos juntos, ya sabes…
Sigurdur Óli sacudió la cabeza sin comprender.
—En la cama…
—¿Sí?
—A veces quería que lo llamase «mi pequeña princesa» —dijo Baldur, y una leve sonrisa se dibujó en sus labios.
Erlendur clavó la mirada en Sigurdur Óli.
—¿Mi pequeña princesa?
—Eso dijo —Sigurdur Óli se levantó de la cama de Erlendur—. Y ahora tengo que marcharme. Bergthóra estará furiosa. ¿Así que pasarás las navidades en tu casa?
—¿Y qué fue de los discos de las cajas? —dijo Erlendur—. ¿Dónde podrían haber ido a parar?
—Ese hombre no tenía ni idea al respecto.
—¿La pequeña princesa? ¿Cómo la película de Shirley Temple? ¿Qué tiene que ver? ¿Te lo explicó el individuo ese?
—No, él tampoco sabía lo que significaba.
—No tiene por qué significar nada especial —dijo Erlendur, como hablando consigo mismo—. Jerga de gays que nadie entiende. A lo mejor nada especialmente extraño. Así que, bueno, ¿resulta que se odiaba a sí mismo?
—Baja autoestima —dijo su amigo—. Contradictorio.
—¿Por sus inclinaciones homosexuales o por alguna otra cosa?
—No lo sé.
—¿No se lo preguntaste?
—Siempre podemos hablar otra vez, pero no parece saber demasiado de Gudlaugur.
—Y nosotros tampoco —dijo Erlendur con voz apagada—. Si hace veinte o treinta años quería ocultar que era homosexual, ¿habrá seguido ocultándolo después?
—Buena pregunta.
—Aún no he hablado con nadie que dijera que él fuera gay.
—Sí, bueno, tengo que decirte adiós —dijo Sigurdur Óli poniéndose en pie—. ¿Algo más por hoy?
—No —dijo Erlendur—. Perfecto. Gracias por la invitación, dale recuerdos a Bergthóra y trata de portarte bien con ella.
—Siempre lo hago —dijo Sigurdur Óli, marchándose a toda prisa. Erlendur miró su reloj y vio que ya era hora de la cita con Valgerdur. Sacó del aparato la última cinta de vídeo y la puso en lo alto del montón. En ese momento empezó a sonar el móvil.
Era Elínborg. Dijo que había hablado con el fiscal del caso del padre que agredió a su hijo.
—¿Cuántos años creen que le caerán? —preguntó Erlendur.
—Creen que hasta pueden absolverlo —dijo Elínborg—. No lo condenarán si mantiene su historia. Basta con que lo niegue todo. No tendrá que pasar ni un minuto encerrado.
—¿Y las pruebas? ¿Las huellas de la escalera? ¿La botella de Drambuie? Todas apuntan a…
—No sé para qué nos dedicamos a esto. Ayer juzgaron un caso de agresión con violencia. Un hombre fue apuñalado varias veces con un cuchillo. Al agresor le cayeron ocho meses de prisión, cuatro de ellos en libertad bajo palabra, lo que quiere decir que pasará dos meses en la cárcel. ¿Quién puede entender algo así?
—¿Y le devolverán la custodia del niño?
—Seguramente. Lo único positivo, si se puede llamar positivo, es que el chico parece echar realmente de menos a su padre. Es lo que no consigo entender. ¿Cómo puede estar tan colgado de su padre si le golpea de ese modo? No lo entiendo. Tiene que faltar algo. Algo que hayamos pasado por alto. Esto carece de sentido.
—Hablaré contigo más tarde —dijo Erlendur mirando el reloj. Ya había pasado la hora de su cita con Valgerdur—. ¿Podrías hacerme un favor? Stefanía dijo que había estado en el hotel con una amiga, el otro día. ¿Quieres hablar con esa mujer y confirmarlo? —Erlendur le dio el nombre de la mujer.
—¿No piensas dejar el hotel e irte a casa? —preguntó Elínborg.
—Deja ya de darme la tabarra —exclamó Erlendur, y colgó.