El ruido despertó a Erlendur en plena mañana. Le costaba despertarse después de una noche casi sin dormir, y al principio no entendía el terrible estruendo que resonaba en la pequeña habitación. Se había pasado casi toda la noche despierto, mirando los vídeos uno tras otro, pero no encontró a la hermana de Gudlaugur más que aquel único día. No podía ni imaginarse que su presencia en el hotel fuese fruto de la casualidad, y que estuviera allí por otro motivo que no fuera ir a ver a su hermano, a quien dijo no haber visto durante muchos años.
Erlendur había descubierto una mentira y sabía que en una investigación policial no hay nada más valioso que descubrir una mentira.
El ruido no cesaba, y poco a poco Erlendur se fue dando cuenta de que procedía del teléfono. Descolgó y oyó la voz del director del hotel.
—Tienes que bajar a la cocina —dijo el director del hotel—. Aquí hay un hombre con el que deberías hablar.
—¿De quién se trata? —preguntó.
—De un chico que se marchó a su casa enfermo el día en que encontramos a Gudlaugur —dijo el director—. Deberías bajar.
Erlendur se levantó de la cama. Aún estaba vestido. Fue al baño, se miró en el espejo y vio que tenía una barba de varios días; se pasó la mano por la cara y sonó como si pasara un papel de lija por un trozo de madera. La barba era espesa y enmarañada, como la de su padre.
Antes de bajar llamó a Sigurdur Óli y le pidió que fuera con Elínborg a Hafnarfjördur y condujeran a la hermana de Gudlaugur a la comisaría de Hverfisgata para interrogarla. Él se reuniría con ellos más tarde. No explicó por qué quería hablar con ella. No quería que se les escapara decirle algo. Quería ver la expresión de su cara cuando descubriera que sabía que le había mentido.
Cuando Erlendur llegó a la cocina, vio al director del hotel junto a un individuo muy flaco, de unos treinta años. Erlendur se preguntó si su delgado aspecto sería un efecto causado por el contraste: todos los que estaban al lado del director parecían tener un aspecto famélico.
—Aquí estás —dijo el director—. Parece como si me hubiera puesto yo a dirigir esa investigación tuya, a buscar testigos y demás.
Miró a su empleado.
—Dile lo que sabes.
El hombre empezó a hablar. Se mostró bastante preciso en su relato y explicó que había empezado a sentir malestar hacia el mediodía del día en que encontraron a Gudlaugur. Acabó vomitando y apenas le dio tiempo de llegar al cubo de basura de la cocina.
El hombre miró avergonzado al director del hotel.
Le autorizaron a marcharse a casa, y se metió en la cama con una gripe horrible, fiebre y dolor de huesos. Vivía solo y no se enteró de las noticias, y por eso no había hablado con nadie sobre lo que sabía hasta esa mañana, cuando volvió al trabajo y se enteró de la muerte de Gudlaugur. Se llevó una fuerte impresión al oír lo que había sucedido, aunque no conocía mucho al difunto, «solo llevo como un año trabajando aquí», aunque había hablado con él alguna vez e incluso había bajado a su cuartucho y…
—Venga, venga —dijo el director, impaciente—. Eso no nos interesa, Denni. Continúa.
—Antes de irme a casa esa mañana, Gulli vino a la cocina y me pidió que le prestara un cuchillo.
—¿Te pidió prestado un cuchillo de la cocina? —dijo Erlendur.
—Sí. Al principio quería unas tijeras, pero como no las encontré le di un cuchillo.
—¿Para qué necesitaba unas tijeras o un cuchillo? ¿Te lo dijo?
—Era algo relacionado con el traje de Papá Noel.
—¿Con el traje de Papá Noel?
—No me lo explicó, unas costuras que tenía que abrir.
—¿Devolvió el cuchillo?
—No mientras yo estaba aquí, pero a mediodía me marché a casa y no sé nada más.
—¿Qué clase de cuchillo era?
—Dijo que tenía que ser afilado —respondió Denni.
—Era del mismo tipo que este —dijo el director. Metió la mano en un cajón y sacó un pequeño cuchillo de carne con mango de madera y hoja finamente dentada—. Estos son los cuchillos que ponemos en las mesas para los clientes que piden nuestros grandes solomillos. ¿Los has probado? Son exquisitos. Estos cuchillos los cortan como si fueran mantequilla.
Erlendur cogió el cuchillo y lo examinó por si acaso el mismo Gudlaugur había proporcionado al asesino el arma que causó su muerte. Consideró el pretexto de las costuras del traje de Papá Noel. Si Gudlaugur esperaba a alguien en su habitación y quería tener el cuchillo a mano; ¿o estaría el cuchillo en la mesa del cuarto porque tenía que usarlo para algo del traje y el ataque fue repentino, sin premeditación y llevado a cabo por alguien que estuviera en la habitación?
En ese caso, el agresor habría llegado desarmado a ver a Gudlaugur; no habría ido con la intención de matarlo.
—Necesito el cuchillo —dijo—. Tenemos que comprobar si el tamaño y el tipo de la hoja corresponden a las heridas. ¿Algún problema?
El director del hotel asintió.
—¿Entonces no es el inglés? —dijo—. ¿Hay algún otro sospechoso?
—Quisiera hablar un momento con Denni —dijo Erlendur, sin responder a sus preguntas.
El director del hotel volvió a asentir con la cabeza y se quedó inmóvil, pero enseguida se dio cuenta de la situación y miró molesto a Erlendur. Estaba acostumbrado a que todo girase en torno a él, y al principio no comprendió las intenciones de Erlendur. Cuando por fin se le encendió la bombilla, dijo que tenía un asunto urgente que resolver en el despacho y desapareció. Denni pareció respirar aliviado una vez que su superior dejó de estar presente, pero el alivio no duró mucho.
—¿Bajaste al sótano y lo apuñalaste hasta matarlo? —preguntó Erlendur.
Denni lo miró como si estuviera ya condenado.
—No —dijo vacilante, como si no estuviese del todo seguro de su inocencia.
La siguiente pregunta hizo aumentar aún más su inseguridad.
—¿Mascas tabaco? —preguntó Erlendur.
—No —dijo—. ¿Tabaco de mascar? ¿Qué…?
—¿Ya te han tomado la muestra de saliva?
—¿Qué?
—¿Usas preservativo?
—¿Preservativo? —dijo Denni sin entender nada de todo aquello.
—¿No tienes novia?
—¿Novia?
—¿Y tienes que evitar que se quede embarazada?
—No tengo novia —dijo, y Erlendur tuvo la sensación de que lo lamentaba—. ¿Por qué me preguntas todas esas cosas?
—No te preocupes —dijo Erlendur—. Conocías a Gudlaugur. ¿Qué clase de persona era?
—Era un buen tipo.
Denni le dijo a Erlendur que Gudlaugur se encontraba a gusto en el hotel y no se quería marchar, y que le había fastidiado mucho que le dijeran que tenía que irse. Disfrutaba de todos los servicios del hotel y era el único empleado que trabajaba allí desde hacía tantos años. Comía en el hotel por muy poco dinero, su ropa se lavaba con la del hotel y no pagaba ni una corona por vivir en la habitación. El despido había sido un golpe para él, pero dijo que podría arreglárselas económicamente y que ni siquiera necesitaría seguir trabajando.
—¿A qué se refería? —preguntó Erlendur.
Denni se encogió de hombros.
—No lo sé. A veces era muy misterioso. Decía cosas incomprensibles.
—¿Como qué?
—No sé, algo sobre música. A veces, cuando bebía. Pero generalmente era de lo más normal.
—¿Bebía mucho?
—No, qué va. A veces, los fines de semana. Nunca faltaba al trabajo. Nunca. Estaba orgulloso de ello, aunque quizás este no sea un trabajo demasiado importante. Portero y demás.
—¿Qué te dijo de la música?
—Le encantaba la buena música. No recuerdo exactamente lo que dijo.
—¿Por qué crees que te dijo que no necesitaría seguir trabajando?
—Era como si tuviera dinero. No tenía gastos y podía ahorrarlo todo. Creo que se refería a eso. A que había ahorrado suficiente dinero.
Erlendur recordó haberle pedido a Sigurdur Óli que comprobara las cuentas corrientes de Gudlaugur, y decidió que insistiría en ello. Se despidió de Denni, dejándolo en la cocina atónito, pensando en tabaco de mascar, preservativos y novias, y pasó por el vestíbulo, donde vio a una mujer joven que mantenía una ruidosa discusión con el jefe de recepción. Parecía que el recepcionista quería echarla del hotel, y ella se negaba a irse. Pensó que podía tratarse de la mujer que pescó al jefe de recepción aquella inolvidable noche, y ya se alejaba cuando la joven se quedó mirándolo fijamente.
—¿Eres tú el madero? —preguntó en voz bien alta.
—¡Lárgate de una vez! —exclamó el recepcionista jefe, mucho más furioso de lo normal.
—Eva Lind te había descrito exactamente así —dijo la joven, mirando a Erlendur de arriba abajo—. Me llamo Stína. Me dijo que viniera a hablar contigo.
Se sentaron en el bar. Erlendur pidió café para los dos. Intentó no fijarse mucho en sus pechos pero no había forma. Nunca había visto unos pechos tan grandes en un cuerpo tan delgado y delicado. Iba vestida con un abrigo beis hasta los pies, con cuello de piel, y cuando lo dejó sobre una silla al lado de la mesa apareció un jersey rojo ceñidísimo que apenas llegaba a cubrirle el estómago y unos pantalones negros, de perneras anchas, que dejaban al aire la raja del trasero. Iba muy maquillada, con una espesa capa de pintura de labios oscura, y al sonreír dejaba ver unos dientes preciosos.
—Trescientas mil —dijo, pasándose la mano con cuidado bajo el pecho derecho, como si le picara—. ¿Estabas admirando mis pechos?
—¿Tienes algún problema?
—Son los puntos —dijo con una mueca—. No puedo rascarme mucho. Tengo que aguantarme.
—¿Qué…?
—Silicona nueva —le interrumpió Stína—. Me sometí a la operación hace tres días.
Erlendur hacía lo posible por no quedarse mirando sus pechos nuevos.
—¿De qué conoces a Eva Lind? —preguntó.
—Me avisó de que me lo preguntarías, y me encargó decirte que preferirías no saberlo. Tiene razón. Trust me. También me dijo que me ayudarías en un asuntillo y que yo podría ayudarte a ti, ¿entiendes?
—No —dijo Erlendur—. No sé a qué te refieres.
—Eva dijo que lo entenderías.
—Eva te mintió. ¿De qué me estás hablando? Un asuntillo, ¿qué asuntillo?
Stína suspiró.
—Pillaron a un amigo mío en Keflavík con marihuana. No mucha, pero suficiente para que lo metan tres años en la cárcel de Litla-Hraun. Las condenas son como si se tratara de un asesinato. Por una pizca de maría. ¡Y unas pastillas, vale! Dice que le van a caer tres años. ¡Tres años! A los violadores de niños les echan tres meses, con libertad condicional. ¡Walkers de mierda!
Erlendur no comprendió esa palabra, ni tampoco cómo podría ayudarla. Era como una niña que no se diera cuenta de lo grande y complicado y difícil de comprender que es el mundo.
—¿Lo detuvieron en el aeropuerto Leifur Eiríksson?
—Sí.
—No puedo hacer nada —dijo Erlendur—. Y tampoco lo haría aunque pudiera. No andas en buenas compañías. Tráfico de drogas y prostitución. ¿Por qué no un simple trabajito en alguna oficina?
—Inténtalo, por favor —dijo Stína—. Intenta hablar con alguien. ¡No le pueden caer tres años!
—Para dejar las cosas bien claras —dijo Erlendur—. ¿Eres prostituta?
—Hay prostitutas y prostitutas —dijo Stína sacando un cigarrillo de un bolsito negro que llevaba colgado al hombro—. Bailo en el Club Greifmn. —Se inclinó hacia adelante y le susurró a Erlendur, como si estuvieran compartiendo un secreto—: Pero lo otro da mucho más dinero.
—¿Y has estado con clientes aquí, en el hotel?
—Sí, con la tira de ellos —respondió Stína.
—¿Así que has trabajado en este hotel?
—Yo nunca he trabajado aquí.
—Me refiero a si has pillado a los clientes aquí, o si te los traías desde el centro de la ciudad.
—Bueno, hacía lo que me parecía mejor. Me dejaban estar aquí, pero luego el Gordo me echó.
—¿Por qué?
Stína volvió a sentir picor debajo del pecho y se rascó con cuidado. Hizo una mueca e intentó sonreír a Erlendur, pero saltaba a la vista que no se encontraba muy a gusto.
—Una chica que conozco se hizo esta operación y le salió mal —dijo—. Sus pechos parecen bolsas de plástico vacías.
—¿Realmente necesitas tanto pecho? —Erlendur no pudo reprimir la pregunta.
—¿No te parece bonito? —dijo, echándolos hacia adelante, aunque a la vez hizo una mueca—. Los puntos me están matando —dijo en un gemido.
—Sí, sí, son… enormes —dijo Erlendur.
—Y completamente nuevecitos —dijo Stína orgullosa.
Erlendur vio al director del hotel entrar en el bar acompañado por el jefe de recepción. Se acercaba trotando hacia ellos con toda su autoridad. Miró a su alrededor, vio que no había nadie en el bar, y le gritó a Stína cuando llegó a pocos metros de distancia.
—¡Fuera! ¡Fuera de aquí, muchacha! ¡Ahora mismo! ¡Largo de aquí!
Stína miró a su espalda y luego a Erlendur, y puso cara de fastidio.
—Christ —exclamó.
—¡No queremos putas como tú en el hotel! —vociferó el director. La agarró como si pretendiera echarla a empujones.
—Déjame en paz —dijo Stína, levantándose—. Estoy hablando con este señor.
—¡Cuidado con los pechos! —gritó Erlendur, que no supo qué otra cosa decir. El director del hotel lo miró extrañado—. Son nuevos —añadió como aclaración.
Se interpuso entre ellos intentando apartar al director, pero sin mucho éxito. Stína intentaba proteger sus pechos lo mejor posible mientras el jefe de recepción contemplaba el espectáculo a cierta distancia. Finalmente acudió en ayuda de Erlendur y entre los dos lograron apartar al director de Stína, furioso a más no poder.
—¡Todo lo que… esa mujer… diga sobre… mí es… mentira absoluta! —jadeó el director. El esfuerzo le había dejado casi exhausto. Tenía el rostro bañado en sudor y estaba totalmente agotado por la pelea.
—No me ha dicho nada sobre ti —dijo Erlendur para tranquilizarlo.
—Exijo… que… se vaya de… aquí. —El director se derrumbó sobre una silla, sacó un pañuelo y empezó a secarse el rostro.
—Tranquilo, Gordo —dijo Stína—. Es el pimp, ¿lo sabías?
—¿El pimp?. —Erlendur no captó el significado de inmediato.
—Se saca una buena tajada de las chicas que trabajan en el hotel —dijo Stína.
—¿Tajada? —dijo Erlendur.
—¡Una buena tajada! ¡Un tanto por ciento! Se saca una pasta.
—¡Eso es mentira! —aulló el director—. ¡Fuera de aquí, puta del demonio!
—Él y el maître querían quedarse más del cincuenta por ciento —dijo Stína, rascándose con cuidado los pechos—, y cuando me negué me dijo que me largara y no volviera nunca más por aquí.
—¡Eso es mentira! —exclamó el director, que se había tranquilizado un poco—. Siempre he echado de aquí a esta clase de mujeres, y también a ella. No queremos putas en este hotel.
—¿El maître?. —dijo Erlendur, y evocó su figura escuálida y su bigotito. Recordó que se llamaba Rósant.
—¡Que nos echa, dice! —gruñó Stína, que se volvió hacia Erlendur—. Si es él quien nos avisa. Cuando sabe si hay clientes disponibles o con dinero, nos llama y nos instala en el bar. Dice que eso aumenta la fama del hotel. Son congresistas y tipos así. Extranjeros. Tíos solos. Cuando hay congresos grandes, nos llama.
—¿Sois muchas? —preguntó Erlendur.
—Somos unas cuantas las que estamos en el servicio de señoritas de compañía —dijo Stína—. De alto standing.
Parecía que Stína estaba más orgullosa de su oficio de puta que de cualquier otra cosa, excepto quizá de sus nuevos pechos.
—No están en ningún servicio de señoritas de compañía de mierda —dijo el director del hotel, que ya había vuelto a respirar con normalidad—. Rondan por el hotel, intentan cazar clientes y subir con ellos a las habitaciones, y es mentira eso de que soy yo quien las llama. ¡Maldita puta de los cojones!
Erlendur pensó que no era aconsejable continuar aquella conversación con Stína en el bar, y dijo que necesitaba utilizar el despacho del jefe de recepción un momento, o tendrían que ir todos a comisaría y continuar allí. El director suspiró pesadamente y dirigió una mirada de furia a Stína. Erlendur salió con ella del bar y entró en el despacho. El director del hotel se quedó solo. Parecía como si hubiese perdido todo el aire, y cuando el recepcionista acudió en su auxilio, lo apartó de un manotazo.
—¡Está mintiendo, Erlendur! —les gritó—. ¡Todo lo que dice es mentira!
Erlendur se sentó a la mesa del jefe de recepción y Stína se quedó en pie encendiéndose un cigarrillo. Le daba igual que fumar estuviera prohibido en todo el hotel, excepto, quizá, en el bar.
—¿Conocías al portero del hotel? —preguntó Erlendur—. Gudlaugur.
—Era un tío de lo más nice. Era él quien cobraba las tajadas del Gordo. Y luego lo mataron.
—Era…
—¿Crees que el Gordo fue quien lo mató? —lo interrumpió Stína—. Es el tío más creepy que conozco. ¿Sabes por qué no me gusta seguir viniendo a este asqueroso hotel suyo?
—No.
—Porque no solo quería cobrarnos la tajada a las chicas, sino también, ya sabes…
—¿Qué?
—Que le hiciéramos ciertos servicios. Servicios personales. Ya sabes…
—¿Y qué?
—Yo me negué. Me negué de plano. Los churretones de sudor de esa bestia. Es asqueroso. Pudo ser él quien matara a Gudlaugur. Le creo capaz de hacerlo. Seguramente se sentó encima de él.
—¿Pero cómo era tu relación con Gudlaugur? ¿Le hiciste algún servicio?
—Qué va. No le interesaba lo más mínimo.
—Yo creo que te equivocas —dijo Erlendur, recordando el cadáver de Gudlaugur en su cuchitril con los pantalones bajados—. Me temo que no carecía totalmente de interés por esas cosas.
—Pues por mí no demostró nunca ningún interés —dijo Stína, rascándose con cuidado debajo del pecho—. Ni por las demás chicas.
—¿El jefe de camareros está metido en esto?
—¿Rósant? Sí.
—¿Y qué hay del jefe de recepción?
—Él no quiere que estemos por aquí. Él no quiere prostitución, pero son los otros dos los que mandan. El jefe de recepción quería echar a Rósant, pero el Gordo gana demasiado con él.
—Dime otra cosa. ¿Masticas tabaco? Ese que viene en unas bolsitas parecidas a las de té. La gente se lo pone debajo de los labios. Junto a la encía.
—Ay, no, ¿estás loco? No quiero estropearme los dientes.
—¿Y conoces a alguien que lo consuma?
—No.
Callaron hasta que Erlendur no pudo refrenar su lado moralista. Tenía a Eva Lind en la cabeza. Cómo había acabado metida en la droga y en la prostitución, para pagársela, aunque seguramente no lo habría hecho en los hoteles caros de la ciudad. Pensó en el terrible destino de las mujeres que venden su alegría a cualquier tipejo, en cualquier sitio, en cualquier momento.
—¿Por qué te dedicas a esto? —preguntó, intentando que su voz no sonora a acusación—. ¿Silicona en los pechos? ¿Acostarte con congresistas en habitaciones de hotel? ¿Por qué?
—Eva Lind también me avisó de que me lo preguntarías. No intentes comprenderlo —dijo Stína, apagando el cigarrillo en el suelo—. Ni lo intentes.
La joven miró casualmente por la puerta abierta del despacho, hacia el vestíbulo. En ese instante pasó Ösp.
—¿Ösp sigue trabajando aquí?
—¿Ösp? ¿La conoces? —El móvil de Erlendur empezó a sonar en el bolsillo.
—Creía que lo había dejado. Hablé con ella algunas veces cuando andaba por aquí.
—¿De qué la conoces?
—Bueno, estábamos juntas en…
—¿Andaba ella también metida en la prostitución? —Erlendur cogió el teléfono y se dispuso a contestar.
—No —dijo Stína—. Ella no es como su hermanito.
—¿Su hermanito? —dijo Erlendur—. ¿Tiene un hermano?
—Él es más puta que yo.