21

Erlendur se pasó casi toda la noche mirando las cintas.

Aprendió a pasarlas deprisa cuando no había nadie ante la cámara. Como era de esperar, la mayor afluencia de tráfico ante la puerta del banco se producía en el periodo entre las nueve de la mañana y las cuatro de la tarde, y después disminuía considerablemente, más todavía a partir de las seis, cuando cerraban las dos tiendas de souvenirs. La entrada del hotel estaba abierta las veinticuatro horas del día y había un cajero automático con algo de movimiento hasta muy entrada la noche.

No apreció nada significativo el día en que hallaron muerto a Gudlaugur. Se veía con bastante claridad a las personas que pasaban por el vestíbulo, pero Erlendur no reconoció a nadie. Cuando pasaba la cinta deprisa, la gente entraba por la puerta como una exhalación y se detenía en el cajero antes de desaparecer de nuevo hacia la calle. Alguno que otro entraba en el hotel. Observó a aquellas personas pero no pudo relacionarlas con Gudlaugur.

Vio que los empleados del hotel utilizaban aquella entrada. Vio al jefe de recepción y al obeso director, y a Ösp a todo correr, y pensó que probablemente se sentiría feliz de marcharse a casa después de su jornada de trabajo. Una vez vio a Gudlaugur pasar por delante de la puerta, y detuvo la cinta. Era tres días antes del crimen. Iba solo y cruzaba con paso lento por delante de la cámara, miraba el interior del banco, giraba la cabeza, miraba hacia las tiendas para turistas y luego desaparecía en el interior del hotel. Erlendur rebobinó y volvió a mirar a Gudlaugur, y así hasta cuatro veces. Le pareció extraño verlo vivo. Detuvo la imagen cuando Gudlaugur miraba hacia el banco y observó el rostro congelado en la pantalla del televisor. Aquel era el niño del coro redivivo. El hombre que mucho tiempo atrás tenía aquella dulce voz infantil llena de dolor. El niño que llevó a Erlendur a revivir sus más tristes recuerdos cuando lo oyó cantar.

Llamaron a la puerta de la habitación, apagó el vídeo y abrió la puerta a Eva Lind.

—¿Estabas durmiendo? —preguntó, colándose en la habitación por el hueco que dejaba él en la puerta—. ¿Qué vídeos son esos? —dijo al ver los montones de casetes.

—Son del caso —dijo Erlendur.

—¿Has progresado?

—No. Nada en absoluto.

—¿Hablaste con Stína?

—¿Stína?

—Sí, la que te dije. ¡Stína! Me preguntaste por las putas del hotel.

—No, no he hablado con ella. Oye, otra cosa, ¿no conocerás por casualidad a una chica de tu edad que se llama Ösp y que trabaja aquí, en el hotel? Tenéis una actitud ante la vida muy semejante.

—¿Qué quieres decir? —Eva Lind le ofreció un cigarrillo a su padre, le pidió fuego y se acomodó encima de la cama. Erlendur se sentó al escritorio y miró por la ventana, hacia la noche negra como el carbón. Faltan dos días para la Navidad, pensó. Luego volveremos a ser normales.

—Más bien negativa.

—¿Tan terriblemente negativa me consideras? —dijo Eva Lind.

Erlendur calló. Eva gruñó y dejó escapar el humo por la nariz.

—Pero bueno, ¿es que tú eres acaso la alegría personificada? —dijo.

Erlendur sonrió.

—No conozco a ninguna Ösp —dijo Eva—. ¿Qué tiene que ver con el caso?

—No tiene nada que ver —dijo Erlendur—. O eso creo. Fue quien encontró el cadáver, y parece que sabe algunas cosas sobre lo que sucede en el hotel. Una chica nada tonta. Sabe defenderse y tiene buena labia. Me recuerda un poco a ti.

—No la conozco —dijo Eva. Luego calló y se quedó con la mirada perdida. Él la miró y calló, y así transcurrió el tiempo hasta muy entrada la noche. A veces no tenían nada que decirse. A veces discutían violentamente. No hablaban de lo que no les parecía importante. Nunca hablaban del tiempo o de los precios de las tiendas, ni de política, de deportes, de ropas o de cualquiera de esas cosas con las que la gente pierde el tiempo charlando, y que para ellos eran simple palabrería. Solo ellos dos, su pasado y el presente, la familia que nunca llegó a ser una familia porque Erlendur la abandonó, el drama de Eva y su hermano Sindri, el resentimiento de su madre hacia Erlendur; solo eso les importaba, se convertía en tema de sus conversaciones e impregnaba toda su relación.

—¿Qué quieres como regalo de Navidad? —preguntó finalmente Erlendur, rompiendo el silencio.

—¿Como regalo de Navidad? —dijo Eva.

—Sí.

—No necesito nada.

—Algo necesitarás.

—¿Qué te regalaban a ti en Navidad cuando eras pequeño?

Erlendur hizo memoria. Recordó unos guantes.

—Cosillas —dijo.

—Yo tenía la sensación de que mamá siempre le hacía mejores regalos a Sindri que a mí —dijo Eva Lind—. Luego dejó de hacerme regalos. Decía que los vendía para comprarme droga. Una vez me regaló un anillo y lo vendí. ¿Tu hermano tenía regalos más bonitos que los tuyos?

Erlendur se dio cuenta de que estaba escarbando en su interior. Normalmente entraba directamente en el tema y lo desarmaba con su lucidez. Otras veces, mucho más infrecuentes, parecía como si intentara mostrar delicadeza.

Cuando Eva estaba ingresada en la UCI tras perder a la niña, y en coma profundo, el médico le dijo a Erlendur que debería intentar pasar el mayor tiempo posible junto a ella y hablarle, porque era perfectamente posible que oyera la voz y percibiera su presencia, aunque no estaba nada claro que pudiera entender lo que le decía. Una de las cosas que le contó Erlendur a Eva en esos días fue la desaparición de su hermano y cómo lo salvaron a él en el páramo. Cuando Eva salió del coma y se fue a vivir a su casa, le preguntó si sabía lo que le había dicho en el hospital, pero ella no recordaba nada. Aquello despertó su curiosidad e insistió hasta que le repitió lo que le había contado en el hospital, que nunca antes le había contado a nadie y que todos ignoraban. Hasta entonces nunca le había hablado de su pasado, y Eva, que era incansable a la hora de llamarle la atención por su responsabilidad, se sintió algo más cerca de él en ese momento, le parecía conocer a su padre un poco mejor, aunque también sabía que le quedaba mucho trecho por recorrer para llegar a comprenderlo. Aún no había obtenido respuesta a la pregunta que la reconcomía todo el tiempo y que motivaba su rencor y su enfado hacia su padre, y que envenenaba su relación más que ninguna otra cosa. Los divorcios eran cosa habitual, lo comprendía perfectamente. Las parejas se separaban a cada rato y algunos divorcios eran peores que otros, hasta el punto de que no volvían a dirigirse la palabra. Eso lo entendía y no tenía nada que objetar. Pero se sentía totalmente incapaz de entender por qué Erlendur se había separado también de sus hijos. Por qué no se ocupó de ellos ni lo más mínimo cuando se marchó. Por qué los tuvo abandonados todo aquel tiempo, hasta que fue Eva quien lo buscó y lo encontró, solo, en un oscuro bloque de viviendas. Había hablado de todo aquello con su padre, que, hasta el momento, no había encontrado las respuestas a sus preguntas.

—¿Regalos más bonitos? —dijo—. Eran siempre los mismos. En realidad, como en el poema: «Al menos, velas y barajas». A veces nos habría gustado que nos regalaran algo más emocionante, pero nuestra familia era pobre. En aquellos tiempos, todos eran pobres.

—¿Y después de la muerte de tu hermano?

Erlendur calló.

—¿Erlendur? —dijo Eva.

—Después de su desaparición no hubo más navidades —dijo Erlendur.

Tras la muerte de su hermano no se celebraron más fiestas en conmemoración del nacimiento del Redentor. Había pasado un mes desde su desaparición y no había alegría en el hogar, ni hubo regalos, ni invitados. En Nochebuena acudían a visitarles los parientes maternos de Erlendur y cantaban villancicos. La casa era pequeña y tenían que apretujarse unos contra otros, y de ellos emanaba calor y luz, pero esas navidades su madre rehusó todas las visitas. Su padre se había sumido en una profunda depresión y se pasaba casi todos los días en la cama. No tomó parte en la búsqueda de su hijo, como si hubiera sabido que todo sería inútil, que había fracasado, y que ni él ni ninguna otra persona podrían cambiar el hecho de que su hijo había muerto. Y que era culpa suya y de nadie más.

Su madre era incansable. Se ocupaba de que Erlendur recibiera las mejores atenciones. Animaba a los del equipo de búsqueda y participaba ella también. Bajaba del páramo exhausta, cuando ya era noche cerrada y resultaba inútil seguir buscando, y volvía a subir al monte la primera, en cuanto amanecía de nuevo. Cuando empezó a resultar evidente que su niño habría muerto, continuó buscándolo con la misma energía. Solo cuando el invierno estuvo muy avanzado, y la capa de nieve era demasiado profunda y el mal tiempo impedía los desplazamientos, se vio obligada a abandonar. Tendría que aceptar el hecho fatal de que el niño había perecido en el páramo y que haría falta esperar hasta la primavera para encontrar sus restos. Todos los días miraba hacia el páramo, y a veces maldecía: «¡Que los trols devoren a los que se llevaron a mi niño!».

Saber que su hermano estaba muerto en el páramo era una idea insoportable, y Erlendur empezó a verlo en unas pesadillas que le hacían despertar gritando y llorando; lo veía luchar contra las ráfagas de viento gélido, hundido en la nieve, con la espaldita vuelta hacia el viento y la muerte a su lado.

Erlendur no comprendía cómo su padre podía quedarse en casa tan tranquilo mientras los demás agotaban sus fuerzas en la búsqueda. Parecía que el accidente lo había anulado por completo, convirtiéndolo en un despojo inerte, y Erlendur pensó en el poder del dolor, porque su padre era un hombre fuerte y lleno de energía. La pérdida del hijo le fue arrebatando poco a poco la energía vital y jamás consiguió recuperarla del todo.

Más tarde, cuando todo había terminado, se produjo una violenta discusión entre sus padres por primera y única vez, y por esa disputa Erlendur se enteró de que su madre no quería que su padre subiese ese día al páramo, pero él no la escuchó. En ese caso, le había dicho ella, si te empeñas en ir, deja a los niños en casa. No le hizo ningún caso.

Y las navidades nunca volvieron a ser iguales. Con el tiempo, sus padres alcanzaron una especie de reconciliación. Ella no mencionó jamás que él se había obcecado en ir, contra sus deseos. Él jamás mencionó que se le había inflamado el orgullo al oír que le prohibía salir y llevarse a los chicos. El tiempo era perfecto, y pensaba que ella se metía donde no la llamaban. Prefirieron no volver a hablar de lo que sucedió entre ellos antes de la tragedia, como si la quiebra de aquel silencio destruyera lo poco que seguía uniéndolos. Y en ese silencio Erlendur tuvo que hacerle frente a un creciente sentimiento de culpa por haber sido él quien salvara la vida.

—¿Por qué hace tanto frío aquí? —dijo Eva Lind, y se cubrió mejor con el abrigo.

—Es el radiador —dijo Erlendur—. No calienta. Bueno, ¿qué me cuentas?

—Nada. Mamá se ha liado con un tipejo. Lo conoció en un baile para carrozas, de esos con música de acordeón, en Ólver. No te puedes ni imaginar un tío más friqui. Creo que sigue usando brillantina, se peina con tupé y lleva camisas de esas de cuello enorme, y se pone a chasquear los dedos en cuanto oye en la radio alguna de esas viejas canciones, «Orgulloso navega mi barco…».

Erlendur sonrió. Eva no despachaba a nadie tan a gusto como a los hombres que aparecían en la vida de su madre, que parecían ser más horrorosos con cada año que pasaba.

Los dos guardaron silencio.

—Estoy intentando recordar cómo era yo cuando tenía ocho años —dijo Eva de repente—. En realidad, no me acuerdo de nada, excepto de mi cumpleaños. No recuerdo la fiesta, solo el día de mi cumpleaños. Estaba en el patio, delante del bloque de pisos, y sabía que ese día era mi cumpleaños y que tenía ocho años, y por algún motivo, ese recuerdo, que no tiene ninguna importancia, me ha acompañado siempre. Solo eso, que era mi cumpleaños y que tenía ocho años.

Miró a Erlendur.

—Dijiste que tu hermano tenía ocho años cuando murió.

—Los había cumplido ese verano.

—¿Por qué no lo pudieron encontrar nunca?

—No lo sé.

—Pero sigue allí arriba, en el páramo.

—Sí.

—Sus huesos.

—Sí.

—Ocho años de edad.

—Sí.

—¿Fue culpa tuya que muriera?

—Yo tenía diez años.

—Sí, pero…

—No fue culpa de nadie.

—Pero tú debes de haber pensado…

—¿Adónde quieres llegar, Eva? ¿Qué quieres saber?

—¿Por qué no tuviste ningún contacto con Sindri ni conmigo después de marcharte de casa? —dijo Eva Lind—. ¿Por qué no intentaste estar alguna vez con nosotros?

—Eva…

—No valíamos la pena, ¿es eso?

Erlendur calló y miró por la ventana. Había empezado a nevar otra vez.

—¿Estás relacionando las dos cosas? —dijo por fin.

—Nunca he encontrado una explicación. Se me ocurrió que…

—¿Que tendría algo que ver con mi hermano? ¿Con su desaparición? ¿Quieres relacionar las dos cosas?

—No lo sé —dijo Eva—. No te conozco en absoluto. Hace muy pocos años que te vi por primera vez, y fui yo la que te buscó. Lo de tu hermano es lo único que sé de ti, aparte de que eres un madero. Nunca he podido comprender cómo pudiste abandonarnos, a Sindri y a mí. A tus hijos.

—Dejé que fuera tu madre quien decidiera. Quizás habría debido ser más tozudo respecto al régimen de visitas, pero…

—No te interesaba mucho —concluyó Eva.

—Eso no es verdad.

—Claro que lo es. ¿Por qué? ¿Por qué no te ocupaste de tus hijos como habrías tenido que hacer?

Erlendur calló y bajó los ojos. Eva apagó su tercer cigarrillo. Luego se puso en pie, fue hacia la puerta y la abrió.

—Stína vendrá a verte al hotel mañana —dijo—. A mediodía. Con sus nuevas tetas no te pasará desapercibida.

—Gracias por hablar con ella.

—De nada —dijo Eva.

Se quedó dudando en la puerta.

—¿Qué quieres? —preguntó Erlendur.

—No lo sé.

—No, me refiero al regalo de Navidad. Eva miró a su padre.

—Querría recuperar a mi hija —dijo, y cerró la puerta sin hacer ruido.

Erlendur dejó escapar un profundo suspiro y estuvo un buen rato sentado, quieto, en el borde de la cama, hasta que se puso de nuevo a ver los vídeos. Seres humanos atendiendo sus asuntos antes de Navidad atravesaban la pantalla como rayos, muchos de ellos con bolsas y paquetes de compras navideñas.

Había llegado al quinto día antes del asesinato de Gudlaugur cuando la vio. Al principio le pasó desapercibida, pero en algún lugar de su conciencia se encendió una chispa y detuvo la cinta, rebobinó y regresó a la imagen. No había sido el rostro lo que llamó la atención de Erlendur, sino su porte, su forma de andar y su arrogancia. Apretó de nuevo el play y la vio, ahora con más claridad, entrar en el hotel. Volvió a avanzar deprisa. Al cabo de una media hora la mujer volvió a aparecer en la pantalla, saliendo del hotel con paso apresurado, por delante del banco, sin mirar ni a derecha ni a izquierda.

Se levantó de la cama y se quedó mirando fijamente la pantalla.

Era la hermana de Gudlaugur.

Que no había visto a su hermano menor desde hacía más de diez años.