20

Erlendur preguntó por el director del hotel en recepción, y le informaron de que no estaba. El jefe de cocina se negó a explicar el apelativo de chuloputas al mencionar al gilipollas de mierda, el director del puto hotel. Erlendur se había encontrado pocas veces con tipos de genio tan atroz, e imaginó que habría perdido los nervios y que eso le hizo soltar algo que no tenía intención de decir. Pero Erlendur no consiguió sonsacarle nada más. No obtendría de él otra cosa que no fueran insultos y maldiciones, pues en la cocina se encontraba en su propio terreno. Para igualar las condiciones, y sobre todo para aumentar aún más la furia del cocinero, Erlendur estuvo pensando en dar orden de que se presentasen en el hotel cuatro policías de uniforme, lo metieran en un coche patrulla y se lo llevaran a la comisaría de Hverfisgata para interrogarlo.

Estuvo sopesando la idea un rato pero decidió dejarlo para más tarde.

En vez de eso subió a la habitación de Henry Wapshott. Rompió el precinto de la policía que clausuraba la puerta. Los de la brigada científica habían tenido el máximo cuidado en no tocar nada. Erlendur se mantuvo inmóvil un largo rato, mirando a su alrededor. Estaba buscando algo parecido a un paquete de tabaco de mascar.

Era una habitación doble, de dos camas, ambas deshechas, como si Wapshott hubiera dormido en las dos o hubiera tenido un huésped nocturno. En una mesa había un viejo tocadiscos conectado a un amplificador y dos pequeños altavoces, y en otra mesa había un televisor de 14 pulgadas y un aparato de vídeo. Al lado había dos casetes de vídeo. Erlendur puso uno de ellos en el aparato y encendió la televisión, pero la apagó en cuanto aparecieron las imágenes. Ösp tenía razón con lo del porno.

Abrió los cajones de la mesita de noche y registró la maleta de Wapshott, examinó el armario y entró en el baño, pero no encontró tabaco de mascar. Miró en la papelera, pero estaba vacía.

—Elínborg tenía toda la razón —dijo Sigurdur Óli, que apareció de repente en la habitación.

Erlendur se dio la vuelta.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Por fin, los ingleses enviaron información sobre él —dijo Sigurdur Óli mirando a su alrededor.

—Estoy buscando tabaco de mascar —dijo Erlendur—. Parece que encontraron restos de eso en el preservativo.

—Creo que ya sé por qué no quería ponerse en contacto con su embajada ni con un abogado, y prefería esperar a que el asunto se olvidara —dijo Sigurdur Óli, y empezó a leer la información que le había enviado la policía británica en relación con el coleccionista de discos.

»Henry Wapshott, soltero y sin hijos, nacido poco antes de la segunda guerra mundial, el año 1938, en Londres. Su familia por parte de padre tenía algunos bienes inmuebles muy valiosos cerca del centro de la ciudad. Algunos quedaron en ruinas durante la guerra mundial y se reconstruyeron como apartamentos de lujo o de oficinas, lo que les proporcionó un patrimonio considerable. Wapshott nunca tuvo que trabajar para ganarse la vida. Era hijo único y asistió a los mejores centros de enseñanza, Eaton y Oxford, aunque no concluyó sus estudios universitarios. A la muerte de su padre se encargó de la gestión de la empresa familiar pero, a diferencia de él, no tenía mucho interés por la inmobiliaria, y al cabo de poco tiempo empezó a asistir solamente a las reuniones imprescindibles, hasta que dejó también de acudir a ellas y delegó toda la gestión en manos de sus directivos.

»Siempre vivió en la casa de sus padres, y los vecinos lo consideraban una persona un tanto excéntrica y solitaria, afable y cortés aunque un poco raro, un hombre poco hablador y que no se metía en los asuntos de los demás. Su único interés era el coleccionismo de discos, y llenó la casa de discos de gramófono que adquiría en los mercados de segunda mano o cuando se ponían en venta legados procedentes de herencias. Viajaba mucho con motivo de esa afición, y decían que tenía una de las mayores colecciones de discos privadas de todo el Reino Unido.

»En dos ocasiones tuvo problemas con la justicia, y figuraba en el registro de delincuentes sexuales a los que la policía británica sometía a especial vigilancia. La primera vez fue acusado y condenado a prisión por la violación de un niño de doce años. El muchacho era vecino de Wapshott y ambos compartían su interés por el coleccionismo de discos. El suceso tuvo lugar en casa de los padres de Wapshott, y cuando la madre se enteró de la conducta de su hijo, tuvo un ataque; el caso fue muy aireado en los medios de comunicación, sobre todo en la prensa sensacionalista, que presentó a Wapshott, miembro de la clase privilegiada por nacimiento, como un monstruo repulsivo. En la investigación del caso salió a relucir que pagaba considerables cantidades de dinero a adolescentes y jóvenes por realizar actos sexuales.

»Cuando cumplió la pena, su madre había muerto, y él vendió la casa familiar y se trasladó a otro barrio. Varios años después volvió a aparecer en las noticias, cuando dos niños de doce o trece años denunciaron que Henry Wapshott les había ofrecido dinero a cambio de desnudarse en casa de él, y volvió a ser acusado de violación. Cuando salió a relucir el caso, se encontraba en Baden-Baden, en Alemania, y fue detenido en el Brenner’s Hotel & Spa.

»No se pudo probar esta última violación, pero Wapshott huyó del país, a Tailandia, aunque conservando la nacionalidad británica, y su colección de discos se quedó también en Inglaterra, adonde regresaba de vez en cuando para hacer negocios relativos a su colección. En esos casos usaba el apellido de su madre, Wapshott, pues su verdadero nombre era Henry Wilson. Después de su huida de Inglaterra no había vuelto a tener conflictos con la justicia, pero no se sabe prácticamente nada sobre su estancia en Tailandia.

—No es de extrañar que quisiera ir por ahí de incógnito —dijo Erlendur cuando Sigurdur Óli terminó su exposición.

—Parece tratarse de un pedófilo de la peor especie —dijo Sigurdur Óli—. Puedes imaginarte por qué eligió Tailandia.

—¿La policía inglesa no tiene nada pendiente contra él? —preguntó Erlendur.

—No, y como es lógico, están muy contentos de librarse de él —dijo Sigurdur Óli—. Elínborg tenía toda la razón.

—¿A qué te refieres? Recuérdamelo.

—A que el interés de Henry por Gudlaugur, es decir por el Gudlaugur que fue niño de coro, no por el Papá Noel actual, era de índole sexual. Elínborg nos llamó frailes porque carecíamos de su imaginación.

—¿De modo que Henry estuvo con él en su cuchitril y lo mató? ¿Al niño de coro al que adora? ¿No es un tanto difícil de creer?

—No consigo entenderlos —dijo Sigurdur Óli—. No consigo entender a esos hombres que se comportan de esa forma, solo sé que son lo más despreciable que uno pueda imaginarse.

—Pues no se le notaba en nada, al menos a simple vista —dijo Erlendur, tomando un sorbo de verdoso Chartreuse.

—No llevan escrito en la frente que son unos asquerosos pervertidos —repuso Sigurdur Óli.

Habían descendido de nuevo a la planta baja y estaban sentados en el pequeño bar que había allí. Había mucho ajetreo en la barra. Los huéspedes extranjeros se mostraban felices y ruidosos, saltaba a los ojos su alegría por todo lo que habían visto y vivido, con las mejillas enrojecidas y ataviados con sus jerséis de lana islandesa.

—¿Has encontrado cuentas bancarias a nombre de Gudlaugur? —preguntó Erlendur.

Encendió un cigarrillo, miró a su alrededor y comprobó que era la única persona que fumaba en todo el bar.

—Estoy en ello —dijo Sigurdur Óli, tomando un sorbo de cerveza.

En la puerta apareció Elínborg, y Sigurdur Óli le hizo una seña con la mano. Ella respondió con una inclinación de cabeza y se abrió camino hacia el bar, pidió una cerveza y se sentó con ellos. Sigurdur Óli explicó brevemente a Elínborg las informaciones de la policía británica sobre Henry, y ella se permitió una sonrisita.

—Pues vaya si lo sabía yo —dijo.

—¿El qué?

—Que la pasión por los niños de coro era de índole sexual. Y el interés por Gudlaugur, seguramente, también.

—¿Quieres decir que Gudlaugur y él se lo pasaron muy bien ahí abajo? —dijo Sigurdur Óli.

—A lo mejor Gudlaugur se vio obligado a participar —dijo Erlendur—. Alguien tenía un cuchillo.

—Es el colmo que precisamente ahora, en Navidad, tengamos que estar dándole vueltas a una cosa semejante —suspiró Elínborg.

—No es precisamente agradable —dijo Erlendur vaciando su copa de Chartreuse. Le apetecía tomar otra. Miró el reloj. Si estuviera en la comisaría, ya habría acabado su jornada. Había menos quehacer en el bar y le hizo señas al camarero.

—Así que hubo al menos dos personas en su cuarto, porque no puedes amenazar a nadie mientras estás hincado de rodillas. —Sigurdur Óli miró a Elínborg y pensó que quizás había ido demasiado lejos.

—Y dale —dijo Elínborg.

—Para quitarle el sabor a las galletitas —dijo Erlendur.

—Vale, pero ¿por qué apuñala a Gudlaugur? —dijo Sigurdur Óli—. No una, sino varias veces. Como si hubiera perdido el control. Si Henry lo agredió, tiene que haber pasado algo, o haberse dicho algo allí dentro que hiciera estallar al pervertido inglés.

Erlendur iba a pedir bebida para todos, pero los otros dos dijeron que no y miraron sus relojes. La Navidad caía sobre ellos con exigencias cada vez más urgentes.

—Yo creo que estuvo allí con una mujer —dijo Sigurdur Óli.

—Comprobaron la tasa de cortisol en la saliva del condón —dijo Erlendur—. Era normal. Quien estuvo con Gudlaugur debió de haberse ido ya cuando le asesinaron.

—No me parece normal, habida cuenta de cómo le encontramos —dijo Elínborg.

—Quien estuvo con él no fue obligado a nada —dijo Erlendur—. Creo que eso está claro. Si hubiera aparecido una tasa alta de cortisol, eso habría sido una señal de aumento de tensión o de miedo.

—Entonces se trataba de una puta —dijo Sigurdur Óli—, haciendo su trabajo.

—¿No podemos hablar de algo más agradable? —pidió Elínborg.

—Es posible que se estén produciendo robos en el hotel y que Papá Noel lo supiera —dijo Erlendur.

—¿Y por eso le mataron? —dijo Sigurdur Óli.

—No lo sé. También puede ser que en el hotel se ejerza la prostitución y que el director haga la vista gorda. No tengo claro de qué se trata, pero seguramente hay algunas cuestiones que tendremos que examinar.

—¿Gudlaugur estaba relacionado con eso de alguna forma? —preguntó Elínborg.

—Si queremos extraer alguna conclusión de la posición en que estaba cuando lo encontraron, no es imposible, desde luego —dijo Sigurdur Óli.

—¿Cómo le va a tu hombre? —preguntó Erlendur.

—Ante el tribunal ni siquiera pestañeaba —dijo Elínborg, bebiendo un trago de su cerveza.

—El muchacho aún no ha testificado contra él, ¿verdad? —preguntó Sigurdur Óli, que también estaba al corriente del caso.

—Callado como una tumba, el pobre chico —dijo Elínborg—. Y el tipo ese mantiene su declaración sin cambiar ni una coma. Niega en redondo haber agredido al niño. Y encima tiene un buen abogado.

—¿Y le devolverán al niño?

—Es perfectamente posible.

—¿Y el chico? —dijo Erlendur—. ¿Quiere volver con su padre?

—Eso es lo más asombroso de todo —dijo Elínborg—. Sigue muy unido a su padre. Es como si sintiera que se lo tenía merecido.

Callaron.

—¿Piensas pasarte todas las navidades en el hotel, Erlendur? —preguntó Elínborg. Su voz tenía un tono de reproche.

—No, supongo que me iré a casa —dijo Erlendur—. Y que me llevaré a Eva. Y guisaremos tasajo de cordero ahumado.

—¿Cómo le va? —preguntó Elínborg.

—Pse —dijo Erlendur—. Espero que bien —pensó que se darían cuenta de que estaba mintiendo. Conocían perfectamente las dificultades en que andaba metida su hija, aunque casi nunca hablaban de ello. Sabían que Erlendur no tenía ganas de hablar de ese tema, y jamás le preguntaban detalles.

—Mañana es la fiesta de San Torlaco, veintitrés de diciembre —dijo Sigurdur Óli—. ¿Todo listo, Elínborg?

—Nada de nada —dijo ella en un suspiro.

—Estoy pensando en la colección de discos esa —dijo Erlendur.

—¿Qué pasa con ella?

—¿No es algo que empieza en la infancia? —dijo Erlendur—. No es que lo sepa por experiencia. Nunca he coleccionado nada. Pero ¿no se trata de una afición que surge cuando eres un crío, cuando empiezas a coleccionar fotos de actores y modelos de aviones, o sellos, programas de cine y discos? La mayoría acaba dejándolo, pero algunos continúan y siguen coleccionando discos y libros hasta que la palman.

—¿Qué intentas decirnos?

—Estoy pensando en coleccionistas de discos como Wapshott, aunque no sean pedófilos como él, claro, en si su afán coleccionista no estará relacionado con algún problema de infancia. Si estará relacionado con la necesidad de conservar algo que los demás apartarían de sus vidas pero que ellos quieren conservar a toda costa. ¿No es el coleccionismo un intento de atesorar algo de la infancia? ¿Algo relacionado con los propios recuerdos y que uno no quiere perder y que puede conservar gracias a esa afición?

—¿De modo que la colección de discos de Wapshott, los niños de coro, sería una especie de trauma de infancia? —dijo Elínborg.

—¿Y luego, cuando el trauma de infancia aparece ante él en carne y hueso, en este hotel, se vuelve tarumba? —dijo Sigurdur Óli—. El niño convertido en un hombre de mediana edad. ¿Te refieres a algo así?

—No lo sé.

Erlendur observó distraído a los turistas del bar y le llamó la atención un hombre de mediana edad, de aspecto asiático, que hablaba inglés como un americano. Llevaba una cámara de vídeo nueva, con la que grababa a su grupo de amigos. De repente, le vino la idea de que en el hotel podría haber cámaras de vigilancia. No lo había pensado. El director del hotel no había dicho nada al respecto, ni tampoco el jefe de recepción. Miró a Sigurdur Óli y a Elínborg.

—¿Habéis preguntado si hay cámaras de vigilancia en el hotel? —preguntó.

Se miraron el uno a la otra.

—¿No ibas a hacerlo tú? —dijo Sigurdur Óli.

—Me olvidé —dijo Elínborg—. La Navidad y todo eso. Se me pasó por completo.

El jefe de recepción miró a Erlendur y sacudió la cabeza. Dijo que para esas cuestiones tenía una guía de actuación muy estricta. En el edificio del hotel no había cámaras de vigilancia, ni en el vestíbulo, ni en recepción, ni en los ascensores, los pasillos o el interior de las habitaciones. Sobre todo en el interior de las habitaciones, por supuesto.

—De otro modo, no tendríamos huéspedes —dijo el jefe de recepción muy serio.

—Ya, se me ocurrió que quizá —dijo Erlendur, decepcionado. Durante unos breves instantes había albergado una débil esperanza de que las cámaras de vigilancia hubieran grabado algo que les pudiera ser de utilidad, algo extraño o inhabitual relacionado con lo que sabía ya la policía.

Iba a marcharse de recepción en dirección al bar, cuando el recepcionista jefe lo llamó en voz alta.

—Hay una sucursal bancaria en el ala sur, al otro lado. Allí hay tiendas para turistas y un banco con acceso al hotel. Seguramente, el banco tendrá cámaras. Pero no creo que muestren nada que no sea las actividades en el propio banco.

Erlendur se había fijado en el banco y las tiendas de souvenirs, fue directamente hacia allí, y vio que acababan de cerrar la sucursal. Buscó y descubrió el objetivo casi invisible de una cámara por encima de la puerta. No había nadie en la oficina. Golpeó el cristal de la puerta con tanta fuerza que lo hizo temblar, pero no hubo respuesta alguna. Finalmente sacó el teléfono y ordenó que le trajeran al director de la sucursal.

Mientras esperaba, Erlendur observó los productos de las tiendas para turistas, que se vendían a precios exorbitantes; platos decorados con imágenes de la catarata de Gullfoss y el Geysir, figuras talladas de Thor, llaveros con pelos de zorro, carteles con las especies de ballenas de las aguas islandesas, chaquetas de piel de foca que costaban lo que ganaba él en un mes. Pensó en comprarse algo como recuerdo de aquella extraña Islandia para los turistas que solo existía en la mente de los extranjeros ricos, pero no encontró nada que fuera lo suficientemente barato.

El director de la sucursal resultó ser directora, una mujer en torno a los cuarenta, que se dirigía a una fiesta navideña y estaba cualquier cosa menos contenta por la molesta interrupción; al principio creyó que habían asaltado el banco. No le habían dado ninguna explicación cuando dos agentes de policía uniformados llamaron a la puerta de su casa y le pidieron que les acompañara. Dirigió a Erlendur una mirada asesina, ante la entrada de la sucursal, cuando él le explicó que necesitaba acceder a las cámaras de vigilancia. Encendió otro cigarrillo con la colilla del anterior, y Erlendur pensó que hacía muchos meses que no veía a un auténtico fumador empedernido.

—¿Y no podían esperar hasta mañana? —preguntó con frialdad. Erlendur creyó oír el ruido de carámbanos que se desprendían de ella y se estrellaban contra el suelo, y pensó que preferiría no deberle nunca nada a aquella mujer.

—Eso te matará —dijo Erlendur, señalando el cigarrillo.

—Aún no —repuso ella—. ¿Por qué me has hecho traer hasta aquí a la fuerza?

—Por el asesinato —dijo Erlendur—. El que se cometió en el hotel.

—¿Y? —dijo ella, sin mostrarse afectada por el crimen.

—Intentamos acelerar la investigación. —Intentó sonreír pero no lo consiguió.

—Menuda imbecilidad —dijo la mujer, indicando a Erlendur que la siguiera.

Los dos policías se habían ido, visiblemente felices de librarse de aquella mujer, que se había pasado el camino insultándolos. Fue con él a la entrada del personal del banco, marcó un número de seguridad y le dijo que se diera prisa.

La sucursal era pequeña, y en el despacho de la mujer había cuatro pequeñas pantallas de televisión que estaban conectadas a las cámaras de vigilancia instaladas detrás de las dos ventanillas, en la sala y en la entrada. Encendió las pantallas y le explicó a Erlendur que las cámaras funcionaban durante las veinticuatro horas, y que todo se grababa en cintas de vídeo que se almacenaban durante tres semanas y luego se reutilizaban. Las grabadoras se guardaban en un pequeño sótano situado debajo de las oficinas.

La mujer lo acompañó hasta allí fumándose el tercer cigarrillo, y le indicó las cintas, pulcramente etiquetadas por fechas y posiciones de las cámaras. Las cintas estaban guardadas bajo llave en un armario.

—Cada día viene un vigilante de seguridad del banco —dijo— y se ocupa de todo esto. Yo no tengo ni idea de estos cacharros y te ruego que no andes trasteando con lo que no te afecte directamente.

—Muchas gracias —dijo Erlendur con tono meloso—. Me gustaría empezar con el día en que se cometió el crimen.

—De nada —respondió ella. Tiró al suelo el cigarrillo consumido y lo apagó cuidadosamente con el pie.

Encontró la fecha adecuada en la cinta procedente de la puerta y la puso en un reproductor de vídeo que estaba conectado a un pequeño televisor. Pensó que no necesitaría ver las cintas de las cajas.

La directora de la sucursal miró su reloj de oro.

—Cada cinta corresponde a veinticuatro horas seguidas —suspiró.

—¿Cómo te las arreglas durante el trabajo? —preguntó Erlendur.

—¿Qué quieres decir, cómo me las arreglo?

—Para fumar. ¿Qué haces?

—¿A ti que te importa?

—Nada en absoluto —se apresuró a responder Erlendur.

—¿No puedes llevarte las cintas? —dijo ella—. No puedo quedarme aquí todo el rato. Tenía que haber llegado a un sitio hace mucho tiempo y no pienso quedarme aquí mientras tú te dedicas a mirar las cintas.

—No, claro, tienes razón —dijo Erlendur. Miró las cintas del armario—. Me llevo quince días antes del crimen. Eso hace catorce cintas.

—¿Sabéis quién lo mató?

—Aún no —dijo Erlendur.

—Recuerdo bien a ese hombre —dijo ella—, al portero. Llevo siete años trabajando de directora de esta sucursal —añadió, como para explicarse—. Me parecía muy buena gente.

—¿Hablaste con él últimamente?

—Nunca hablé con él. Ni una palabra.

—¿Tenía cuenta aquí? —preguntó Erlendur.

—No, ninguna. Que yo sepa. Nunca lo vi dentro de la sucursal. ¿Tenía dinero?

Erlendur transportó las catorce casetes a su habitación y pidió que le subieran un reproductor de vídeo y un televisor. Había empezado a ver la primera cinta cuando sonó el móvil. Era Sigurdur Óli.

—Tenemos que inculparlo formalmente o soltarlo —dijo—. Y en realidad no tenemos nada contra él.

—¿Ha protestado?

—No ha dicho ni una palabra.

—¿Ha solicitado un abogado?

—No.

—Incúlpalo por posesión de pornografía infantil.

—¿De pornografía infantil?

—En su habitación tenía cintas de pornografía infantil. Su posesión está prohibida. Tenemos un testigo de que ve esa porquería. Lo detenemos por pornografía infantil y luego ya veremos. No quiero que se escape a Tailandia por el momento. Necesitamos saber si se sostiene la historia de sus andanzas por la ciudad el día en que asesinaron a Gudlaugur. Dejémoslo sudar un poco en la celda y veamos lo que pasa.