Wapshott desapareció del hotel acompañado por los dos policías, y Erlendur se enteró de que Ösp, la chica que había encontrado el cadáver, estaba trabajando en el cuarto piso. Tomó el ascensor y al llegar a la planta la vio sacando de una de las habitaciones un cesto con ruedas lleno de ropa de cama sucia. Estaba absorta en su trabajo y no le prestó atención alguna hasta que Erlendur estuvo a su lado y la saludó. La joven lo miró y lo reconoció al momento.
—Ah, eres tú —dijo con indiferencia.
Parecía aún más cansada y abatida que cuando hablaron en la cantina de personal, y Erlendur pensó que las navidades tampoco eran una época feliz para ella. Antes de darse ni siquiera cuenta, se encontró preguntándoselo.
—¿No te gustan las navidades? —dijo.
No le respondió, sino que empujó el cesto hasta la siguiente puerta, llamó y aguardó un poco antes de sacar la llave, abrir y entrar en la habitación. Para mayor seguridad preguntó si había alguien, por si alguna persona que pudiera estar dentro no la había oído llamar, y entonces se puso a limpiar, cambió la ropa de cama, recogió las toallas del suelo del baño y echó detergente en el espejo con un spray. Erlendur se coló en la habitación detrás de ella y la vio trabajar. Al cabo de un rato, ella se dio cuenta de que aún estaba allí, a su lado.
—No puedes entrar en las habitaciones —le dijo—. Es privado.
—Tú hacías la limpieza de la habitación 312, en el piso de abajo —dijo Erlendur—. La ocupaba un inglés bastante peculiar. Henry Wapshott. ¿Notaste algo extraño en su habitación?
La joven lo miró como si no acabara de comprenderle.
—Como por ejemplo un cuchillo ensangrentado —dijo Erlendur, intentando sonreír.
—No —dijo Ösp—. Nada —reflexionó un instante, y preguntó—. ¿Qué cuchillo? ¿Fue él quien mató a Papá Noel?
—No recuerdo las palabras que utilizaste la otra vez que hablé contigo, pero dijiste que algunos de los huéspedes os molestaban. Creí entender que hablabas de acoso sexual. ¿Era él uno de esos?
—No; solo lo vi una vez.
—Y no hubo nada que…
—Se puso hecho una furia —dijo Ösp—. En cuanto entré en su habitación.
—¿Se puso hecho una furia?
—Lo había interrumpido y me echó. Bajé a ver qué pasaba y en recepción me enteré de que había dado orden de que no limpiaran su habitación. Nadie me había dicho nada. Nadie le dice nada a nadie en este maldito hotel. Por eso entré en su cuarto, y cuando me vio se puso fuera de sí. Me echó una bronca, el muy imbécil. Como si yo fuera la responsable del hotel. Tendría que haberle echado la bronca al director.
—Es un tanto misterioso ese hombre.
—Un gilipollas.
—Me refiero a Wapshott.
—Sí, los dos.
—¿De modo que no notaste nada extraño?
—Estaba todo revuelto, pero eso no es nada extraño.
Ösp interrumpió un momento su trabajo, se quedó quieta y miró pensativa a Erlendur.
—¿Habéis avanzado algo en el caso de Papá Noel?
—Poco —dijo Erlendur—. ¿Por qué?
—Este hotel es raro —dijo Ösp, bajando la voz y mirando hacia el pasillo.
—¿Raro? —Erlendur tuvo de pronto la sensación de que la joven no se sentía del todo segura—. ¿Tienes miedo de algo? ¿De algo en el hotel?
Ösp no respondió.
—¿Temes perder el trabajo?
—Faltaría más, este es el tipo de curro que nadie querría perder.
—¿De qué se trata, entonces?
Ösp vaciló, pero enseguida pareció que tomaba una decisión. Como si no valiese la pena seguir dándole más vueltas a lo que estaba a punto de revelar.
—En la cocina roban —dijo—. Todo lo que pueden. Creo que esos no han tenido que hacer la compra para su casa desde hace años.
—¿Y qué roban?
—Todo lo que no esté atornillado al suelo.
—¿Quiénes?
—No digas a nadie que te lo he dicho. Ni al jefe de cocina. Sobre todo a él.
—¿Cómo lo sabes?
—Gulli me lo dijo. Él sabía todo lo que pasaba en el hotel.
Erlendur recordó el momento en que había robado un poco de lengua de ternera en el bufé y el jefe de cocina lo vio y le echó la bronca. Recordó la condescendencia que percibió en su voz.
—¿Cuándo te contó eso?
—Pues hará como dos meses.
—¿Y qué más? ¿Estaba preocupado por ello? ¿Tenía intención de denunciarlo? ¿Por qué te lo dijo? Yo creía que no le conocías.
—Y no le conocía —Ösp calló—. No hacían más que meterse conmigo, en la cocina —prosiguió—. Me decían guarrerías. «¡Nena, estás tan buena que te comería!», y cosas por el estilo. Todas las memeces que pueden salir de las bocazas de esos imbéciles. Gulli les oyó y habló conmigo. Me dijo que no me preocupara. Dijo que eran todos una panda de ladrones y que podría denunciarlos si quería.
—¿Amenazó con denunciarlos?
—No amenazó —dijo Ösp—. Solo lo dijo para darme ánimos.
—¿Y qué roban? —preguntó Erlendur—. ¿Puso algún ejemplo?
—Dijo que el director lo sabía pero no hacía nada; él también roba. Compra alcohol de contrabando. Para los bares. Gulli también me lo contó. El maître también está en el ajo.
—¿Eso te lo dijo Gudlaugur?
—Y se quedan la diferencia.
—¿Por qué no me lo contaste la primera vez que hablamos?
—¿Es importante?
—Es posible que lo sea.
Ösp se encogió de hombros.
—No lo pensé, y no era yo misma después de encontrar a Gudlaugur. El condón… Y las puñaladas.
—¿Viste dinero en su cuarto?
—¿Dinero?
—Hacía poco que había recibido una cierta cantidad, pero no sé si la tenía cuando lo mataron.
—No vi ni una corona.
—No, claro —dijo Erlendur—. Tú no cogerías ese dinero cuando lo encontraste, ¿verdad?
Ösp interrumpió su trabajo y dejó caer los brazos.
—¿Quieres decir que si se lo robé?
—No sería la primera vez que pasa algo así.
—¿Tú piensas que…?
—¿Lo cogiste?
—No.
—Tuviste oportunidad de hacerlo.
—Y quien lo mató, también.
—Eso es cierto —dijo Erlendur.
—No vi ni una corona.
—No, claro, vale.
Ösp reanudó su trabajo. Echó detergente en la taza del váter y frotó con el cepillo, como si Erlendur no estuviera allí. La miró trabajar un momento y luego le dio las gracias.
—¿Qué quisiste decir con eso de que le interrumpiste? —dijo, deteniéndose en la puerta—. A Henry Wapshott, quiero decir. No llegarías a entrar en su cuarto si preguntaste en voz alta, como has hecho aquí hace un momento.
—No me oyó.
—¿Qué estaba haciendo?
—No sé si debo…
—No saldrá de aquí.
—Estaba viendo la televisión —dijo Ösp.
—Ah, claro, y no quería que nadie se enterara —dijo Erlendur en un susurro irónico.
—Bueno, no, un vídeo —dijo Ösp—. Una película porno. Asquerosa.
—¿Se ponen películas porno en el hotel?
—De esas, no, están prohibidas en todas partes.
—¿Qué clase de películas?
—De pornografía infantil. Se lo dije al director del hotel.
—¿Pornografía infantil? ¿Cómo que pornografía infantil?
—¿Cómo? ¿Tengo que explicártelo?
—¿Qué día fue eso?
—¡Pervertido de mierda!
—¿Cuándo fue?
—El día que encontré a Gulli.
—¿Qué hizo el director?
—Nada —dijo Ösp—. Me mandó que cerrara la boca y no dijera ni mu.
—¿Sabes quién era Gudlaugur?
—¿Qué quieres decir con que quién era el portero? Era el portero. ¿Era alguna otra cosa?
—Sí, lo fue de pequeño. Era niño de coro y tenía una voz magnífica. Lo he oído cantar en disco.
—¿Niño de coro?
—En realidad, un niño prodigio. Pero luego algo se torció en su vida. Creció y se acabó todo.
—No lo sabía.
—No, nadie sabe ya nada de Gudlaugur —dijo Erlendur.
Los dos callaron, pensativos. Transcurrieron unos minutos.
—¿No te gustan las navidades? —preguntó Erlendur de nuevo. Era como si hubiese encontrado un alma gemela.
La joven se volvió hacia él.
—Las navidades son para los que son felices.
Erlendur miró a Ösp y un esbozo de sonrisa se dibujó en su rostro.
—Te gustaría conocer a mi hija —dijo, y sacó el móvil.
Sigurdur Óli acogió con extrañeza la información que le dio Erlendur sobre el dinero que Gudlaugur tendría guardado probablemente en su cuchitril. Hablaron de que sería preciso confirmar la declaración de Wapshott, según la cual se encontraba en las tiendas de discos a la hora en que se cometió el crimen. Sigurdur Óli estaba justamente delante de la celda de Wapshott cuando llamó Erlendur, y le detalló las condiciones en que le tomaron al inglés la muestra de saliva.
En la celda que ocupaba él ahora habían encerrado antes a muchos delincuentes, desde míseros cacos a individuos violentos y asesinos, que habían garabateado en las paredes o raspado en la pintura para dejar constancia de su opinión acerca de las lamentables condiciones de su encierro. En la celda había una taza de váter y una cama atornillada al suelo; sobre ella, un colchón más bien fino y una almohada bastante dura. La celda carecía de ventana, y en el techo había una potente lámpara fluorescente que no se apagaba nunca, y hacía que el detenido tuviera dificultades en distinguir el día de la noche.
Henry Wapshott estaba tieso, pegado a la pared opuesta a la gruesa puerta de acero. Lo sujetaban entre dos guardias. Elínborg y Sigurdur Óli estaban también en la celda con la orden judicial para la toma de muestras biológicas, y allí estaba también Valgerdur con su bastoncillo en la mano, dispuesta a tomar la muestra de saliva.
Wapshott tenía los ojos clavados en ella como si fuera el demonio en persona, llegado para arrastrarlo a las llamas eternas. Los ojos se le salían de las órbitas y se retorcía para apartarse de ella lo más posible, y por mucho que lo intentaban no había forma de obligarle a abrir la boca.
Finalmente lo tumbaron en el suelo y le taparon la nariz hasta que no pudo más y abrió la boca para tomar aire. Valgerdur aprovechó la ocasión para introducirle el bastoncillo en el gaznate, agitarlo hasta provocarle una arcada y sacarlo a la velocidad del rayo.