17

Despertó por la mañana temprano, estaba vestido y encima del edredón. Tardó un buen rato en sacudirse el sopor del sueño. El sueño que había tenido sobre su padre le acompañó hasta la oscuridad matinal. Trataba de recordarlo, pero solo conseguía recuperar algunos fragmentos; su padre, con un aspecto más joven y más fuerte, le sonreía en un desierto.

La habitación del hotel estaba oscura y fría. Faltaban aún varias lloras para el amanecer. Siguió tumbado, pensando en el sueño, en su padre y en la desaparición de su hermano. En el insoportable vacío que aquella pérdida había provocado en su vida. Y cómo aquel vacío no hacía sino crecer y él se apartaba del borde y miraba ese abismo que acabaría por tragárselo cuando por fin cayera en él.

Se sacudió el sopor matutino y pensó en las tareas del día. ¿Qué ocultaba Henry Wapshott? ¿Por qué mintió y se lanzó a una fuga imposible, bebido y sin equipaje? Su comportamiento era un misterio para Erlendur. Y antes de que pasara mucho rato, su mente había pasado al niño hospitalizado y a su padre; el caso de Elínborg, que ella le había explicado hasta el último detalle.

Elínborg albergaba sospechas de que el niño había sido maltratado con anterioridad, y existían indicios que apuntaban a que eso había sucedido en su hogar. El padre estaba bajo sospecha. Solicitó su detención provisional mientras se investigaba el caso. Se acordó una prórroga de la detención de una semana, pese a las enérgicas protestas del padre y de su abogado. Cuando llegó la decisión judicial, Elínborg fue a buscarlo, acompañada por cuatro policías uniformados, y lo condujeron a Hverfisgata. Lo acompañó durante las formalidades del ingreso en prisión y ella misma cerró la puerta de la celda.

Abrió la mirilla de la puerta y observó al hombre, que estaba inmóvil de espaldas a ella, abatido y en cierto modo desamparado, como les sucede a todos los que se ven apartados de la sociedad humana y encerrados como animales en una jaula.

Se dio la vuelta lentamente y la miró a los ojos a través de la puerta de acero, y ella cerró la mirilla de golpe.

A la mañana siguiente, temprano, comenzó el interrogatorio. Erlendur participó en él, pero fue Elínborg quien lo dirigió en todo momento. Había un cenicero atornillado a la superficie de la mesa que los separaba. El padre estaba sin afeitar, con un traje de chaqueta arrugado y camisa blanca no menos arrugada pero abotonada hasta el cuello, con la corbata anudada con absoluta pulcritud, como si en ello radicara todo lo que quedaba de su dignidad.

Elínborg puso en marcha la grabadora e indicó los datos de registro, los nombres de los presentes y el número asignado al caso. Se había preparado bien. Había hablado con un tutor del niño que le habló de dislexia, déficit de concentración y malos resultados en el aprendizaje; con una psicóloga amiga suya que le habló de falta de ilusión, estrés y negación; charló con amigos del niño, con vecinos, con parientes, con todos los que pensó que podrían decirle algo sobre el niño y su padre.

El hombre no se rindió. Dijo que exigía que le pidieran disculpas, les anunció que les demandaría y se negó a responder a sus preguntas. Elínborg miró a Erlendur. Apareció el guarda de la prisión y se llevó al hombre de vuelta a la celda.

Dos días más tarde volvieron a interrogarlo. Su abogado le había llevado ropa limpia, y llevaba pantalones vaqueros y camiseta de manga corta con el emblema de la marca en un lado del pecho, como si fuese una medalla concedida por comprar algo de un precio absurdamente elevado. Ahora tenía otra actitud. Tres días detenido le habían hecho perder la insolencia, como suele suceder, y se había dado cuenta de que dependía de él seguir en la celda o no.

Elínborg dio instrucciones para que acudiera descalzo al interrogatorio. Le hicieron quitarse zapatos y calcetines sin darle ninguna explicación. Cuando se sentó delante de ellos, intentó meter los pies debajo de la silla. Igual que la primera vez, Elínborg y Erlendur estaban sentados impertérritos delante de él. La cinta de la grabadora zumbaba sin parar.

—He hablado con la maestra de tu hijo —dijo Elínborg—. Y aunque lo sucedido y lo que hayáis podido hablar los dos es una cuestión privada, y ella puso mucho énfasis en que eso quedara bien claro, deseaba ayudar al niño, y colaborar en el caso. Me contó que en cierta ocasión le pegaste delante de ella.

—¡Que le pegué! Si acaso le di una torta de nada. Eso no es pegar. Es muy rebelde, y no paraba de moverse. Es un niño difícil. No tenéis ni idea de la presión.

—¿Y por eso es justo castigarlo?

—Mi hijo y yo nos llevamos muy bien —dijo el padre—. Lo quiero. Yo cargo con toda la responsabilidad por él. Su madre…

—Ya sé lo de su madre —dijo Elínborg—. Y ciertamente puede ser difícil criar a un niño completamente solo. Pero lo que le has hecho y lo que le haces es… es indescriptible.

El padre se quedó en silencio.

—Yo no le hice nada —respondió al poco.

Elínborg llevaba unos zapatos de suela dura y punta afilada, y al mover los pies debajo de la mesa chocaron con los del padre, que gimió de dolor.

—Perdón —se excusó Elínborg.

Él la miró con gesto dolorido, sin saber si lo había hecho intencionadamente o no.

—El maestro dijo que planteas exigencias desmesuradas al niño —dijo ella, como si no hubiera pasado nada—. ¿Es eso cierto?

—¿Qué quiere decir desmesurado? Lo que quiero es que se eduque para llegar a ser alguien.

—Es comprensible —dijo Elínborg—. Pero tiene ocho años, es disléxico y le falta un pelo para estar diagnosticado como hiperactivo. Tú tampoco terminaste el bachillerato.

—Yo tengo una empresa y soy el director.

—Que está en suspensión de pagos. Vas a perder tu casa, el todoterreno, los signos de riqueza que te han proporcionado un cierto estatus en la vida. Eres admirado. En las reuniones de excompañeros de curso seguro que eres el líder indiscutible. En los viajes de golf, con tus amigos. Vas a perder todo eso. Es irritante, más aún si se tiene en cuenta que tu mujer está internada en un psiquiátrico y tu hijo va retrasado en los estudios. Todo se acumula y acabaste por estallar cuando tu hijo, que seguramente durante toda su vida ha tirado la leche y ha dejado caer platos al suelo, rompió una botella de Drambuie en el mármol del salón.

El padre la miró. No mostró reacción alguna.

—Mi mujer no tiene nada que ver con todo esto —dijo.

Elínborg la había visitado en el psiquiátrico de Kleppur. Sufría de esquizofrenia y a veces, cuando se manifestaban las alucinaciones y las voces la abrumaban, tenían que ingresarla. Cuando la visitó Elínborg, estaba bajo los efectos de la fuerte medicación, de modo que poco pudo hablar con ella. Estaba sentada, moviéndose hacia delante y atrás, y le pidió a Elínborg que le diera un cigarrillo. No tenía ni idea de por qué había ido a visitarla.

—Intento criar a mi hijo lo mejor que puedo —dijo el padre en la sala de interrogatorios.

—Clavándole alfileres en la mano.

—Cállate.

Elínborg había hablado con la hermana del hombre, que dijo que a veces su forma de educar al niño le parecía demasiado dura. Mencionó el ejemplo de una vez que fue a su casa. El niño tenía por entonces cuatro años y se quejaba de que se encontraba mal, lloró un poco y ella pensó que incluso podía tener la gripe. Su hermano perdió la paciencia después de que el niño estuviera un rato dándole la tabarra y lo levantó en el aire.

—¿Pasa algo? —preguntó al niño, con aspereza.

—No —respondió el niño en voz baja y vacilante, como si estuviera a punto de ceder.

—No tienes que llorar.

—No —dijo el muchacho.

—Si no pasa nada, no tienes por qué llorar.

—No.

—¿Pasa algo?

—No.

—¿Todo está bien?

—Sí.

—Perfecto. No hay que lloriquear por nada.

Elínborg le contó esta historia al padre, y él no mostró reacción alguna.

—No tengo buena relación con mi hermana —dijo—. No recuerdo ese día.

—¿Le pegaste a tu hijo con el resultado de que hubo de ser trasladado al hospital? —preguntó Elínborg.

El padre la miró.

Elínborg repitió la pregunta.

—No —respondió él—. No le pegué. ¿Crees que un padre puede hacer algo así? Le pegaron en el colegio.

El niño había salido del hospital. El servicio de protección a la infancia le había buscado un hogar de acogida y Elínborg fue a verlo al terminar el interrogatorio. Se sentó a su lado y le preguntó qué tal estaba. El niño no le había dicho ni una palabra desde la primera vez que se vieron, pero ahora la miró como si quisiera decir algo.

Carraspeó dubitativo.

—Echo de menos a mi papá —dijo con voz llorosa, desde el fondo de la garganta.

Erlendur estaba desayunando cuando vio a Sigurdur Óli acercarse con Henry Wapshott detrás de él. Tras ellos se sentaron dos policías de paisano. El coleccionista de discos inglés iba más desastrado que antes, con el pelo revuelto y una expresión de sufrimiento en el rostro que traslucía su humillación y su derrota en la batalla contra la resaca y la prisión.

—¿Qué pasa? —preguntó Erlendur, poniéndose en pie—. ¿Por qué lo traes aquí? ¿Y por qué no está esposado?

—¿Esposado?

—¿Por qué no le habéis puesto las esposas?

—¿Lo crees necesario?

Erlendur miró a Wapshott.

—Preferí no esperarte —dijo Sigurdur Óli—. Solo podemos mantenerle detenido hasta esta tarde, de modo que tienes que pedir una orden lo antes posible. Y él quería hablar contigo. Se negó a hacerlo conmigo. Como si fuerais amigos de la infancia. No ha pedido que lo pongamos en libertad, ni asistencia letrada ni ayuda de su embajada. Le dijimos que podía recurrir a la embajada, pero se limitó a decir que no con la cabeza.

—¿Has averiguado algo de Inglaterra? —dijo Erlendur mirando a Wapshott, que estaba cabizbajo detrás de Sigurdur Óli.

—Me pondré en ello en cuanto te hagas cargo de él —dijo Sigurdur Óli, que aún no se había puesto con ello—. Te informaré de lo que tengan sobre él, si es que tienen algo.

Sigurdur Óli se despidió de Wapshott, se detuvo un momento a hablar con los dos policías y se marchó. Erlendur pidió al inglés que se sentara. Wapshott se dejó caer en la silla, abatido.

—Yo no lo maté —dijo con voz grave—. Jamás habría podido matarlo. No podría matar ni a una mosca. Y menos que nadie a ese maravilloso niño de coro.

Erlendur miró a Wapshott.

—¿Está hablando de Gudlaugur?

—Sí —respondió Wapshott—. Naturalmente.

—Ya no tenía nada de niño de coro —dijo Erlendur—. Gudlaugur tenía casi cincuenta años y hacía de Papá Noel en las fiestas infantiles.

—Usted no lo comprende —dijo Wapshott.

—No —dijo Erlendur—. Quizás usted pueda explicármelo.

—Yo no estaba en el hotel cuando lo agredieron —dijo Wapshott.

—¿Dónde estaba?

—Estaba buscando discos —Wapshott levantó la vista y en su rostro se dibujó una sonrisa que era más bien una mueca—. Estaba examinando lo que tira la gente a la basura. En el rastro. Examinando lo que se ofrece en ese inmenso depósito de reciclaje. Me dijeron que habían llegado objetos procedentes de un piso cuyo propietario había muerto. Entre ellos, algunos discos para destruir.

—¿Quiénes?

—¿Quiénes, qué?

—¿Quienes le informaron sobre ese particular?

—Los empleados. Les doy una propinilla cuando me informan. Tienen mi tarjeta. Ya se lo había dicho. Uno va a las tiendas de coleccionismo, se reúne con otros coleccionistas y va al mercado. Al rastro de Kolaport, ¿no se llama así? Hago lo que hacen todos los coleccionistas, intento encontrar algo que merezca la pena comprar.

—¿Había alguien con usted cuando atacaron a Gudlaugur? ¿Alguien con quien podamos hablar?

—No —respondió Wapshott.

—Pero tendrán que acordarse de usted en esos sitios.

—Claro que sí.

—¿Y encontró algo aprovechable? ¿Algún otro niño de coro?

—Nada. En este viaje no he encontrado nada.

—¿Por qué intentó huir de nosotros? —preguntó Erlendur.

—Quería volver a casa.

—¿Y dejó todos sus trastos en el hotel?

—Sí.

—Excepto unos discos de Gudlaugur.

—Sí.

—¿Por qué me dijo que nunca había estado en Islandia con anterioridad?

—No lo sé. No quería llamar la atención. Ese crimen no tiene nada que ver conmigo.

—Es muy fácil demostrar lo contrario. Debería haberse dado cuenta, cuando me contó esa mentira, de que acabaría por descubrir la verdad. Que descubriría que ya había estado antes en este mismo hotel.

—Ese crimen no tiene nada que ver conmigo.

—Pero ahora me acaba de demostrar que sí tiene que ver con usted. No habría podido llamar más la atención sobre usted.

—Yo no lo maté.

—¿Cómo era su relación con Gudlaugur?

—Ya se lo he contado todo, y todo es cierto. Yo estaba interesado por su voz, por los discos antiguos de niños de coro, y cuando me enteré de que seguía vivo me puse en contacto con él.

—¿Por qué mintió? Ya había estado antes en Islandia, se había alojado en este mismo hotel y seguramente había conocido a Gudlaugur.

Wapshott reflexionó un momento.

—Esto no tiene nada que ver conmigo. Ese crimen. Cuando me enteré, temí que se enteraran de que lo conocía. El miedo iba creciendo con cada minuto que pasaba y tuve que mantener una disciplina enorme para no echar a correr en ese mismo momento y atraer hacia mí las sospechas al hacerlo. Tuve que dejar pasar unos días, pero no pude seguir aguantando y me marché. Mis nervios ya no lo soportaban más. Pero yo no lo maté.

—¿Hasta qué punto conocía la historia de Gudlaugur?

—No mucho.

—Cuando se coleccionan discos, es esencial obtener información sobre lo que se colecciona, ¿no? ¿Lo hizo usted?

—No sé mucho —respondió Wapshott—. Sé que perdió la voz durante un concierto, que solo se grabaron dos discos, que se llevaba mal con su padre…

—Espere un momento, ¿cómo se enteró de la forma en que murió?

—¿Qué quiere decir?

—A los huéspedes del hotel no se les habló del crimen, sino de un accidente o un ataque al corazón. ¿Cómo se enteró de que le habían asesinado?

—¿Que cómo me enteré? Usted me lo dijo.

—Sí, se lo dije y usted se quedó tremendamente asombrado, lo recuerdo, pero ahora me dice que cuando se enteró del crimen temió que le relacionáramos con él. Y eso fue antes de que usted y yo habláramos. Antes de que nos pusiéramos en contacto.

Wapshott se quedó mirándolo de hito en hito. Erlendur conocía ese gesto cuando alguien intentaba ganar tiempo y dejó a Wapshott ganar todo el tiempo que precisara. Los dos policías estaban sentados tan tranquilos a cierta distancia. Erlendur había bajado tarde a desayunar y había escaso movimiento en el comedor. Vio asomar el gran gorro del cocinero que se había puesto hecho una furia cuando le tomaron una muestra de saliva. Sin pretenderlo, pensó en Valgerdur, la técnica de laboratorio. ¿Qué estaría haciendo en aquel momento? ¿Pinchando a algún niño que se defendería llorando o intentando darle alguna patada?

—Además del interés por los discos, ¿hay alguna otra cosa que les relacionaba a ustedes dos? —preguntó.

—Preferiría no entrar en eso —dijo Wapshott.

—¿Qué me está ocultando? ¿Por qué no ha querido hablar con la embajada británica? ¿Por qué no quiere que le asista un abogado?

—Oí a unas personas hablar de ello aquí abajo. Huéspedes del hotel. Decían que lo habían asesinado. Eran americanos. Así es como me enteré. Y me preocupó que pudieran relacionarnos y acabar exactamente en la situación en la que me encuentro ahora. Por eso huí. Es así de sencillo.

Erlendur se acordó del americano Henry Bartlett y su mujer. Cindy, le dijo a Sigurdur Óli que se llamaba, con una gran sonrisa.

—¿Qué valor tienen los discos de Gudlaugur?

—¿A qué viene eso?

—Han de ser muy valiosos para que venga usted hasta aquí en pleno invierno, con este frío, para hacerse con ellos. ¿Qué valor tienen? Un disco, por ejemplo. ¿Cuánto cuesta?

—Cuando se quiere vender, se saca a subasta, incluso en internet, y es imposible decir cuánto se puede llegar a sacar por él.

—Una aproximación. ¿Cuánto calcula que se podría sacar?

Wapshott reflexionó un momento.

—No puedo decir nada al respecto.

—¿Estuvo usted con Gudlaugur antes de su muerte?

Henry Wapshott vaciló.

—Sí —dijo al fin.

—La nota que encontramos, 18:30, ¿era la hora de su cita?

—Eso fue el día antes de que lo encontraran muerto. Quedamos en su habitación y tuvimos un breve encuentro.

—¿Sobre qué?

—Sobre sus discos.

—¿Qué pasaba con sus discos?

—Yo quería saber, y hace mucho tiempo que deseo saberlo, si tenía más. Si los escasísimos discos de los que tengo noticia, por mí y otros coleccionistas, eran las únicas copias en el mundo. Él no había querido responderme antes, por la causa que fuera. Primero se lo pregunté en una carta que le escribí hace unos años, y fue también eso lo primero que le pregunté cuando lo conocí personalmente hace tres años.

—Y bien, ¿tenía discos para usted?

—No quiso decir nada al respecto.

—¿Conocía el posible valor de sus discos?

—Le di una idea bastante clara.

—¿Y qué valor tienen realmente esos discos?

Henry tardó en responder.

—Cuando hablé con él aquí hace, cuánto, como dos o tres días, cedió —dijo entonces—. Aceptó hablar de sus discos. Yo…

Henry volvió a vacilar. Miró a su espalda, a los dos policías que le vigilaban.

—Le di medio millón.

—¿Medio millón?

—De coronas. Como paga y señal, o…

—Usted me dijo que no estábamos hablando de cantidades astronómicas.

Wapshott se encogió de hombros y Erlendur creyó verle sonreír.

—Así que es mentira —dijo Erlendur.

—Sí.

—Una paga y señal, ¿por qué?

—Por los discos que tuviera. Si tenía alguno.

—¿Y le dio ese dinero la última vez que se vieron, aunque no estaba seguro de que él tuviera algún disco?

—Sí.

—¿Y luego?

—Luego lo mataron.

—No encontramos dinero en su habitación.

—De eso no sé nada. Yo le di medio millón en su cuarto el día antes de su muerte.

Erlendur recordó que le había pedido a Sigurdur Óli que comprobara las cuentas bancarias de Gudlaugur. Decidió que no debía olvidarse de preguntarle por los resultados de su pesquisa.

—¿Vio algún disco en su cuarto?

—No.

—¿Y por qué tengo que creerle? Todo lo demás que ha dicho era mentira. ¿Por qué tendría que creer algo de lo que usted me diga?

Wapshott se encogió de hombros.

—¿De modo que tenía medio millón cuando le atacaron?

—Eso no lo sé. Lo único que sé es que le di medio millón y que más tarde lo mataron.

—¿Por qué no me habló enseguida de ese dinero?

—Quería que me dejaran en paz —dijo Wapshott—. No quería que pensara usted que lo había matado yo a causa de ese dinero.

—¿Lo hizo?

—No.

Callaron.

—¿Piensa acusarme? —preguntó Wapshott.

—Creo que sigue ocultándome algo —respondió Erlendur—. Puedo retenerle hasta la tarde. Después ya veremos.

—Yo jamás habría podido matar a ese niño de coro. Lo idolatraba, y sigo idolatrándolo. Jamás he oído una voz infantil más bella.

Erlendur miró a Henry Wapshott.

—Es curioso lo solo que está usted en esto —dijo sin darse cuenta.

—¿Qué quiere decir?

—Que está usted muy solo en el mundo.

—Yo no lo maté —dijo Wapshott—. Yo no lo maté.