15

Cuando Elínborg regresó de Hafnarfjördur esa tarde, se dirigió directamente al hotel para hablar con Erlendur.

Subió a su planta y llamó a la puerta, pero al no obtener respuesta volvió a hacerlo; y una tercera vez. Estaba a punto de marcharse cuando finalmente se abrió la puerta y Erlendur la hizo pasar. Se había dormido mientras pensaba, y tenía la cabeza en otro sitio cuando Elínborg empezó a contarle lo que había descubierto en Hafnarfjördur. Había hablado con el antiguo director del colegio de primaria, un hombre de edad ya muy avanzada que recordaba bien a Gudlaugur, aparte de que su esposa, que murió diez años atrás, había sido muy buena amiga de la madre del muchacho. Con ayuda del director localizó a tres compañeros de clase de Gudlaugur, que aún vivían en Hafnarfjördur. Uno de ellos había asistido al recital del Cine Municipal. Habló con antiguos vecinos de la familia en Hafnarfjördur y con personas que tuvieron relación con ella en el pasado.

—En este país de enanos, nadie tiene derecho a destacar —dijo Elínborg, sentándose en la cama—. Nadie puede ser diferente en ningún sentido.

Todos sabían que Gudlaugur estaba llamado a ser algo especial en la vida. Él nunca hablaba de ello, en realidad nunca hablaba de sí mismo, pero todos lo sabían. Había tomado clases de piano y estudiaba canto, primero con su padre, después con el director del coro infantil y por último con un conocido cantante que había vivido en Alemania y había regresado al país. La gente no tenía para él más que elogios. Le aplaudían y él hacía reverencias con su camisa blanca y sus pantalones negros, un auténtico caballero, finísimo. Qué niño tan bueno es Gudlaugur, decía la gente. Y se editaron discos en los que cantaba. Pronto sería famoso en el extranjero.

No era originario de Hafnarfjördur. Su familia había llegado del norte, después de vivir un tiempo en Reikiavik. Decían que su padre era hijo de un organista y que en su juventud había estudiado canto en el extranjero. Corría la voz de que había comprado la casa de Hafnarfjördur con el dinero heredado de su padre, que se enriqueció después de la guerra gracias al ejército estadounidense. Decían que la herencia era tan enorme que no necesitaría más dinero en toda su vida. Y eso que él no hacía ostentación alguna de su riqueza en la vida social de la ciudad. Cuando iba de paseo con su mujer se quitaba el sombrero y saludaba con mucha cortesía a todo el mundo. Se contaba que ella era hija de un armador. Nadie sabía de dónde. Habían hecho pocos amigos en la ciudad. La mayoría de sus amigos vivían en Reikiavik, si es que los tenían. No parecía que en su casa recibieran visitas con frecuencia.

Cuando los chicos del barrio o los compañeros de colegio de Gudlaugur preguntaban por él, solían decirles que tenía que quedarse en casa para estudiar, hacer los deberes, practicar con el piano o tomar clases de canto. A veces le permitían salir con sus compañeros, pero entonces estos se daban cuenta de que no era tan bruto como ellos, era extrañamente sensible. Nunca se ensuciaba la ropa, no saltaba en los charcos de barro, cuando jugaba al fútbol parecía casi una niñita, y hablaba de una forma espantosamente culta. A veces hablaba de personas con nombres extranjeros. Un tal Schubert. Y cuando ellos le contaban las últimas novelas de aventuras que habían leído, o las películas que veían en el cine, les respondía que él leía poemas. Quizá no tanto porque le gustaran a él, sino porque su padre le decía que le vendría bien leer poemas. Por la manera en que lo contaba, los demás creían que su padre lo tenía sometido a unas reglas muy estrictas. Un poema cada tarde.

Su hermana era distinta. Más dura. Más parecida a su padre, que no parecía imponerle tantas exigencias como al chico. La niña tomaba clases de piano y empezó a cantar en el coro infantil, igual que su hermano, desde el momento en que se creó. Las amigas de la chica decían que envidiaba a su hermano, a veces, cuando su padre lo elogiaba encarecidamente, y además, la madre parecía preferir al hijo antes que a la hija. Todos decían que Gudlaugur y su madre se llevaban especialmente bien. Era como si ella extendiera sobre él una mano protectora.

En cierta ocasión, un compañero de clase de Gudlaugur esperaba en el vestíbulo mientras se producía un buen rifirrafe en la casa, discutían si el niño podía o no salir a jugar. El padre llevaba puestas unas gruesas gafas y estaba en lo alto de la empinada escalera, Gudlaugur en los escalones de abajo y la madre en la puerta del vestíbulo, diciendo que por qué no iba a poder salir el chico a jugar un rato. Que no tenía muchos amigos, que estos venían pocas veces a preguntar por él, y que ya continuaría con sus ejercicios más tarde.

—¡Sigue con los ejercicios! —gritó el padre—. ¿Crees que es algo que puedes dejar cuando te apetezca y volver cuando te parezca bien? ¿Es qué no entiendes de qué va esto? ¡Nunca lo comprenderás!

—No es más que un niño —dijo la madre—, y no le sobran amigos. También hay que dejarle ser un niño.

—No pasa nada —dijo Gudlaugur, y se acercó adonde se encontraba su amigo—. A lo mejor salgo después. Vete tú ahora, yo iré más tarde.

El chico salió y oyó al padre gritar desde lo alto de la escalera, antes de que se cerrara la puerta: «Nunca más te atrevas a llevarme la contraria en presencia de extraños».

Con el tiempo, Gudlaugur se fue aislando cada vez más en el colegio, y los chicos de los cursos superiores empezaron a meterse con él. Al principio de una manera inocente. Todos se burlaban de todos, había peleas y tortas en el patio, como en cualquier escuela, pero al cabo de dos años, cuando Gudlaugur había cumplido los once, la mayor parte de las burlas y los golpes se concentraban en él. El colegio no era muy grande, comparado con los de ahora, y todos sabían que Gudlaugur era diferente. Estudiaba música y canto con el nuevo coro infantil, y nunca lo dejaban salir a jugar. Siempre estaba pálido y enfermizo. No salía de casa. Los chicos de la clase y los del barrio dejaron de ir a preguntar a su casa y se dedicaban a burlarse de él cuando iba a la escuela. Su cartera desaparecía, o estaba vacía cuando la recogía. Le daban empujones por la calle. Le rasgaban las ropas. Le pegaban. Le ponían motes. Nunca lo invitaban a las fiestas de cumpleaños.

Gudlaugur no sabía qué hacer para defenderse. No comprendía lo que pasaba. Su padre se quejó al director del colegio, que prometió poner coto a todo aquello, pero no había mucho que él pudiera hacer, y Gudlaugur siguió llegando a casa lleno de moretones y sin nada en la cartera. Su padre pensó en sacarlo de la escuela, e incluso en marcharse de la ciudad, pero era testarudo y no quería rendirse, había participado en la creación del coro infantil y estaba muy contento con el joven que tenían como director. Sabía que el coro sería un buen campo de prácticas para Gudlaugur, y que allí conseguiría despertar la atención de la gente con el tiempo, y que el acoso escolar —expresión que entonces no se utilizaba todavía, advirtió Elínborg— al que era sometido Gudlaugur acabaría por desaparecer.

La reacción de este fue la rendición absoluta, se volvió reservado y solitario, y se concentró en el canto y el piano, donde su alma parecía hallar la calma. En ese terreno, todo le salía a pedir de boca. Se daba cuenta de sus capacidades. Pero la mayor parte de los días se sentía muy mal, y cuando murió su madre, fue como si muriese él también.

Siempre se lo veía solo, e intentaba sonreír cuando se encontraba con los chicos del colegio. Grabó un disco del que se habló en los periódicos. Parecía que su padre había tenido razón, después de todo. Gudlaugur llegaría a ser algo especial en la vida.

Una compañera suya de la escuela había ido con sus padres al Cine Municipal, y mientras los otros se echaban a reír, ella rompió a llorar cuando la hermana de Gudlaugur y el director del coro lo sacaron del escenario.

Poco tiempo después, por alguna razón que pocos sabían, le dieron un nuevo apodo en el barrio.

—¿Cómo lo llamaron? —preguntó Erlendur.

—El director del colegio no lo sabía —dijo Elínborg, y sus compañeros parecían no recordarlo o no quererlo decir. Pero aquello tuvo un profundo efecto sobre el muchacho. En eso estaban todos de acuerdo.

—Por cierto, ¿qué hora es? —preguntó Erlendur de repente, como si hubiera tenido un sobresalto.

—Deben de ser más de las siete —dijo Elínborg—. ¿Algo no va bien?

—Maldita sea, me he pasado el día durmiendo —dijo Erlendur, y se puso en pie de un salto—. Tengo que encontrar a Henry. Hoy a mediodía tenían que tomarle una muestra pero no lo encontramos.

Elínborg miró el tocadiscos, los altavoces y los discos.

—¿Algo interesante ahí? —preguntó.

—Es magnífico, absolutamente magnífico —dijo Erlendur—. Tendrías que oírlo.

—Me voy a ir a casa —dijo Elínborg, que también se había levantado—. ¿Tienes intención de pasar las navidades en el hotel? ¿No piensas irte a casa?

—No lo sé —respondió Erlendur—. Ya veré.

—Si quieres estar con nosotros en casa, eres bienvenido. Ya lo sabes. Tengo jamón frío. Y habrá lengua de ternera.

—No te preocupes —dijo Erlendur, y abrió la puerta—. Vete a casa, yo voy a ocuparme de Henry.

—¿Dónde ha estado Sigurdur Óli todo el día? —preguntó Elínborg.

—Iba a ver si averiguaba algo sobre Henry con la policía británica. Probablemente se habrá ido ya a casa.

—¿Por qué hace tanto frío en esta habitación?

—El radiador está estropeado —dijo Erlendur, cerrando la puerta.

Cuando llegaron al vestíbulo, se despidió de Elínborg y fue a ver al jefe de recepción a su despacho. Resultó que no habían visto a Henry en el hotel en todo el día. La llave de la habitación no estaba en la casilla, pero no se había despedido del hotel. Aún no había pagado la cuenta. Erlendur sabía que pensaba regresar a Londres en el vuelo de esa noche, y no disponía de ningún indicio sólido para impedirle salir del país. No había tenido noticia alguna de Sigurdur Óli. Se movía inquieto por el vestíbulo.

—¿Puedes ayudarme a entrar en su habitación? —preguntó al jefe de recepción. Este sacudió la cabeza.

—Podría haber huido —dijo Erlendur—. ¿Sabes a qué hora sale el vuelo de Londres de esta noche? ¿A qué hora?

—El avión de la tarde se ha retrasado mucho —dijo el recepcionista jefe. Una de sus obligaciones era estar perfectamente informado sobre los vuelos—. Creen que despegará hacia las nueve.

Erlendur hizo varias llamadas telefónicas. Descubrió que Henry Wapshott había reservado plaza en el vuelo de Londres. Todavía no había facturado el equipaje. Erlendur dio instrucciones de que le detuvieran en el control de pasaportes del vuelo y lo mandaran de vuelta a Reikiavik. Tenía que inventar un motivo para que la policía de Keflavík retuviera a aquel hombre, y vaciló un instante mientras pensaba en si sería conveniente inventarse algo. Sabía que los medios de comunicación se pondrían las botas si explicaba la verdad, pero en aquel momento no se le ocurrió ninguna mentira y acabó por decir la pura verdad, que Henry era sospechoso en un caso de homicidio.

—¿No puedes dejarme entrar en su cuarto? —preguntó Erlendur al recepcionista, otra vez—. No tocaré nada. Solo necesito saber si se ha largado. Necesitaría muchísimo tiempo para conseguir una orden judicial. Es solo asomar la cabeza un momento.

—Es posible que aún venga a despedirse del hotel —dijo el jefe de recepción, que se había puesto rígido—. Aún queda un buen rato para su vuelo, tiene tiempo de volver al hotel, recoger su equipaje, pagar la cuenta y tomar el autobús al aeropuerto de Keflavík. ¿No prefieres esperar aquí?

Erlendur reflexionó un momento.

—¿No puedes mandar alguien a arreglar su cuarto, y yo paso por delante de la puerta abierta? ¿Tan difícil es eso?

—Tienes que comprender mi situación —dijo el jefe de recepción—. Para nosotros, lo primero son los intereses de nuestros huéspedes. Tienen derecho a su privacidad, como si estuvieran en su propia casa. Si quebranto esa norma y alguien se entera, o si se menciona en las actuaciones del caso, nuestros clientes no volverán a confiar en nosotros. No puede ser más sencillo. Tienes que comprenderlo.

—Estamos investigando un crimen cometido en el hotel —dijo Erlendur—. ¿La reputación del hotel no se ha ido al garete ya?

—Trae una orden judicial y no habrá ningún problema.

Erlendur suspiró y se alejó de la recepción. Sacó el móvil y llamó a Sigurdur Óli. La llamada sonó un buen rato, pero finalmente respondió Sigurdur. Erlendur oyó voces al fondo.

—¿Dónde te has metido? —preguntó Erlendur.

—Estoy haciendo el pan —dijo Sigurdur Óli.

—¿Haciendo el pan?

—Sí, preparando el pan de Navidad. Con la familia de Bergthóra. La misma costumbre de todas las navidades. ¿Ya has vuelto a tu casa?

—¿Qué te han dicho de Henry Wapshott los ingleses?

—Estoy a la espera. Me informarán mañana. ¿Pasa algo con él?

—Creo que está tratando de evitar que le tomemos la muestra de saliva —dijo Erlendur, y vio al recepcionista jefe dirigirse a su despacho con un papel en la mano—. Creo que está intentando dejar el país sin despedirse de nosotros. Hablaré contigo mañana por la mañana. No te cortes los dedos.

Erlendur guardó el móvil en el bolsillo. El recepcionista jefe se había acercado a él.

—Se me ocurrió mirar la ficha de Henry Wapshott —dijo, entregándole el papel a Erlendur—. Para poder ayudarte, aunque sea solo un poco. No debería hacer esto, pero…

—¿Qué es? —preguntó Erlendur pasando la mirada por el papel. Vio el nombre de Henry Wapshott y unas fechas.

—Se ha alojado en el hotel todas las navidades de los últimos tres años —dijo el jefe de recepción—. Por si eso te sirve de alguna ayuda.

Erlendur miró fijamente las fechas.

—Dijo que era la primera vez que venía al país.

—De eso no sé nada —dijo el jefe de recepción—. Pero ha estado antes en el hotel.

—¿Le recuerdas? Supongo que sí, si es cliente fijo.

—No recuerdo haberle hecho yo la ficha. El hotel tiene más de doscientas habitaciones, y en Navidad siempre hay mucho trabajo, de modo que es fácil que pase desapercibido entre tanta gente, y además se queda poco tiempo. Solo unos cuantos días. No he notado nada especial esta vez, pero me acordé de él al mirar la ficha. En cierto modo, es igual que tú. Tiene las mismas exigencias especiales.

—¿Qué quieres decir, igual que yo? ¿Exigencias especiales? —Erlendur no podía imaginarse qué podía tener en común con Henry Wapshott.

—Parece estar interesado por la música.

—¿De qué me estás hablando?

—Aquí lo tienes —dijo el recepcionista jefe señalando el papel—. Anotamos los deseos especiales de nuestros huéspedes. En la mayoría de los casos.

Erlendur leyó el papel.

—Quería un aparato de música en su habitación —dijo el recepcionista jefe—. No un estupendo lector de CD, sino uno de esos trastos viejos. Exactamente igual que tú.

—¡Maldito embustero! —exclamó Erlendur, y sacó de nuevo el móvil.