Gabriel estaba sentado en la cama, inmóvil, con la mirada perdida en un momento del pasado, en el escenario del Cine Municipal, donde el coro se iba apagando poco a poco. Gudlaugur, que no comprendía lo que le estaba pasando a su voz, carraspeaba una vez tras otra y seguía intentando cantar. Su padre se puso en pie y su hermana subió corriendo al escenario para hacer callar al muchacho. El público, al principio, murmuró por las dificultades del niño, pero enseguida empezaron a oírse risas medio ahogadas en distintos puntos de la sala, risas que fueron haciéndose más evidentes mientras algunos empezaban a silbar. Gabriel se acercó a Gudlaugur para sacarlo de allí, pero el muchacho se había quedado clavado en su sitio. El regidor intentó correr el telón. El presentador subió al escenario con un cigarrillo entre los dedos, pero parecía no tener ni idea de lo que debía hacer. Finalmente, Gabriel logró que Gudlaugur se moviera y lo arrastró consigo. En ese momento su hermana estaba ya con ellos, se volvió hacia el público y les gritó que no se rieran. El padre seguía en el mismo asiento de la primera fila, inmóvil y completamente desconcertado.
Gabriel volvió en sí y miró a Erlendur.
—Aún siento escalofríos cuando pienso en aquello —le dijo.
—¿Un gallo en la voz? —dijo Erlendur—. No sé mucho de…
—También se dice que se rompe la voz. Lo que sucede es que las cuerdas vocales se alargan con la pubertad, pero el niño sigue formando la voz igual que antes, aunque se hace una octava más baja. El resultado no es nada bonito, se produce una especia de falsete como en el canto tirolés. Es lo que acaba con todos los niños de coro. A Gudlaugur le habrían podido quedar dos o tres años más, pero maduró demasiado pronto. Las hormonas se pusieron demasiado temprano a hacer de las suyas, ellas fueron las responsables de la noche más amarga y horrible de su vida.
—Debías de ser buen amigo suyo, ya que fue a verte después y te contó todo eso.
—Sí, realmente, sí, me consideraba un amigo de verdad. Luego nos fuimos distanciando, como tantas veces pasa. Yo intenté ayudarle lo mejor que pude y él siguió asistiendo a mis clases de canto. Su padre no quería que abandonase. Estaba decidido a convertir a su hijo en cantante. Hablaba de enviarlo a Italia o a Alemania. Incluso a Inglaterra. Son los que mejor saben tratar la voz de soprano infantil, y tienen una pléyade de niños prodigio venidos a menos. No hay nada de tan corta vida como un niño prodigio.
—¿Pero no llegó a convertirse en cantante de verdad?
—No. Se había acabado. Puede decirse que tenía una voz de adulto aceptable, aunque nada especial, pero había perdido todo interés. Todo el trabajo invertido en el canto, en realidad, toda su infancia, se quedó en nada aquella tarde. Su padre lo llevó a otros profesores, pero sin resultado. La chispa se había apagado. Gudlaugur se dejó llevar un tiempo para no herir a su padre, pero luego abandonó por completo. Me contó que, en realidad, nunca había querido ser cantante ni niño de coro, ni cantar ni destacar. Todo lo había hecho por su padre.
—Antes me dijiste que algo sucedió varios años después —dijo Erlendur—. Varios años después del concierto del Cine Municipal. Me dio la impresión de que era algo relacionado con el padre y su silla de ruedas. ¿Me equivoco?
—Poco a poco fue creándose un abismo entre ellos. Entre Gudlaugur y su padre. Ya me comentaste su actitud cuando estuvo aquí con su hija. Claro que yo no conozco toda la historia. Solo una parte.
—Pero me ha parecido entender que la relación entre Gudlaugur y su hermana era muy cariñosa.
—De eso no cabe ninguna duda —dijo Gabriel—. Ella asistía frecuentemente a los ensayos del coro y siempre estaba con él cuando cantaba en las celebraciones de la escuela o la iglesia. Se portaba bien con él, pero también adoraba a su padre. Este tenía una personalidad muy fuerte. Era inflexible y duro como el mármol cuando estaba decidido a imponer su voluntad, pero de vez en cuando sabía ser tierno. Ella acabó por ponerse de su parte. El chico se rebeló radicalmente contra su padre. No tengo una idea exacta de cómo fue, pero llegó un momento en que lo odiaba y le echaba la culpa de lo que había pasado. No solo de lo sucedido en el escenario, sino de todo lo habido y por haber.
Gabriel calló un instante.
—En una de las últimas ocasiones en que hablamos, me dijo que su padre le había robado la infancia. Que lo había convertido en una atracción de feria.
—¿Una atracción de feria?
—Esa fue la expresión que utilizó, pero no acabé de comprender lo que quería decir. Fue poco después del accidente.
—¿Del accidente?
—Sí.
—¿Qué sucedió?
—Me parece que Gudlaugur tendría casi veinte años. Había dejado ya el colegio. Después de eso se marchó de Hafnarfjördur. Para entonces, la relación entre nosotros se había interrumpido prácticamente por completo, pero imagino que el accidente fue causado por aquella rebeldía que lo dominaba. Por la furia que se había ido acumulando en él.
—¿Se marchó de casa después del accidente?
—Sí, eso creo.
—¿Qué sucedió?
—En su casa había una escalera alta y empinada. Estuve allí en una ocasión. Subía del vestíbulo al piso de arriba. Era una escalera de madera con escalones bastante estrechos. Seguramente todo empezó como una de las peleas habituales entre Gudlaugur y su padre, que tenía el despacho en el piso de arriba. Habían llegado al borde de la escalera, en el piso superior, y tengo entendido que Gudlaugur lo apartó de un empujón y el padre cayó por la escalera. Fue una mala caída. Nunca se volvió a poner en pie. Fractura de columna. Parálisis de cintura para abajo.
—¿Fue solo un accidente? ¿Lo sabes con seguridad?
—Eso solo lo puede saber Gudlaugur. Y su padre. Este y la hermana lo borraron completamente de sus vidas. Rompieron toda relación y no quisieron volver a saber nada de él. Eso apunta quizás a que hubiera sido una agresión. Quizá no se trató de un simple accidente.
—¿Y cómo lo sabes? ¿No has dicho que ya no tenías relación con ellos?
—La comidilla de la ciudad era que había tirado a su padre por las escaleras. Lo investigó la policía.
Erlendur lo miró.
—¿Cuándo viste a Gudlaugur por última vez?
—Fue precisamente aquí, en el hotel, por pura casualidad. Yo no tenía idea de qué había sido de él. Había salido a comer con una gente y de pronto lo vi delante de mí, con el uniforme de portero. Al principio no lo reconocí. Había transcurrido muchísimo tiempo. Fue hace cinco o seis años. Me acerqué a él y le pregunté si se acordaba de mí, y estuvimos charlando un rato.
—¿De qué?
—De todo y de nada. Le pregunté cómo le iban las cosas, y eso. Él estuvo bastante callado. Me pareció que no se sentía cómodo hablando conmigo. Era como si le recordara un pasado del que ya no quería saber nada. Me dio la sensación de que se avergonzaba de su uniforme de portero. A lo mejor era alguna otra cosa. No lo sé. Le pregunté por su familia y me dijo que no tenía relación alguna con ellos. Luego no supimos qué más decir y nos despedimos.
—¿Tienes idea de quién puede haber querido matar a Gudlaugur? —preguntó Erlendur.
—Ni la más mínima —respondió Gabriel—. ¿Cómo fue la agresión? ¿Cómo lo mataron?
Preguntó con tacto, con pena en los ojos, no para soltárselo a otros en cuanto volviera a su casa o se reuniera con sus amigos, sino para saber cómo había terminado la vida de aquel muchacho tan prometedor al que tiempo atrás había enseñado a cantar.
—No puedo entrar en detalles —dijo Erlendur—. Se trata de información confidencial por necesidades de la investigación.
—Sí, claro —dijo Gabriel—. Lo comprendo. La investigación de la policía… ¿Tenéis alguna pista? Supongo que tampoco puedes decirme nada respecto a eso, perdón. No consigo imaginarme quién podría haber querido matarlo, pero naturalmente hace mucho que perdí todo contacto con él. Lo único que sabía de él es que trabajaba en este hotel.
—Llevaba muchos años trabajando de portero, y de chico para todo. De Papá Noel, por ejemplo.
Gabriel suspiró.
—¡Qué triste destino!
—Lo único que encontramos en su habitación, aparte de estos discos, fue un cartel de cine que tenía colgado en la pared. Es de una película de Shirley Temple, del año 1939, llamada La pequeña princesa, The Little Princess. ¿Tienes alguna idea de por qué lo guardaba, o por qué lo apreciaba tanto? En la habitación no había prácticamente nada más.
—¿Shirley Temple?
—La niña prodigio.
—Naturalmente, hay una similitud bastante obvia —dijo Gabriel—. Gudlaugur se veía a sí mismo como un niño prodigio, y lo mismo puede decirse de cuantos lo rodeaban. Pero en realidad no veo más conexión.
Gabriel se levantó, se colocó la gorra, se abrochó el abrigo y se envolvió el cuello en la bufanda. Los dos guardaban silencio. Erlendur le abrió la puerta y lo acompañó al pasillo.
—Muchas gracias por venir a verme —dijo, estrechando su mano.
—De nada —dijo Gabriel—. Es lo menos que podía hacer por vosotros. Y por ese buen muchacho.
Vaciló, como si fuera a decir algo más pero no supiera cómo expresarlo.
—En él había una terrible inocencia —dijo por fin—. Un chico muy ingenuo. Le habían hecho creer que era único y especial, y que sería famoso, que tendría el mundo entero a sus pies. Los Niños Cantores de Viena. En este país tendemos a hacer una enormidad de cualquier minucia, y ahora más que en cualquier otro momento de nuestra historia; es como una costumbre de esta nación que jamás ha conseguido ser la primera en nada. En el colegio se burlaban de él porque lo consideraban distinto, y eso le hizo tener que soportar muchos agravios. Hacía falta una entereza considerable para aguantar todo aquello.
Se despidieron, y Gabriel se dio la vuelta y salió al pasillo. Erlendur se quedó mirándolo, pensando que muy probablemente la historia de Gudlaugur Egilsson le habría arrebatado toda la energía al anciano director de coro.
Erlendur cerró la puerta. Se sentó en el borde de la cama y pensó en el niño del coro y en cómo había acabado disfrazado de Papá Noel con el pantalón bajado. Se preguntaba cómo el destino le había llevado hasta aquel trastero y a la muerte, tantos años después de la gran decepción de su vida. Pensó en el padre de Gudlaugur, inválido en una silla de ruedas, con sus gruesas gafas de montura de asta, y en su hermana, con aquella afilada nariz de águila y la aversión hacia su hermano. Pensó en el obeso director del hotel, que lo había echado a la calle, y en el jefe de recepción que aseguraba no conocerlo. Pensó en los empleados del hotel, que ignoraban quién era Gudlaugur. Pensó en Henry Wapshott, que había hecho un largo viaje para visitar al escolano, porque el niño Gudlaugur, con su alegría y su bella voz, seguía existiendo y existiría siempre para él.
Antes de darse cuenta, estaba pensando en su propio hermano.
Erlendur volvió a poner el mismo disco en el giradiscos, se tumbó en la cama, entornó los ojos y volvió mentalmente a su hogar.
Aquella canción era, quizá, también la suya.