En la mesilla de noche sonó el teléfono del hotel. Erlendur levantó la aguja del tocadiscos y lo apagó. Era Valgerdur. Dijo que Henry Wapshott no estaba en su habitación. Cuando pidió que lo llamaran y lo buscaran por el hotel, no lo encontraron por ningún sitio.
—Me dijo que esperaría para la prueba —dijo Erlendur—. ¿Se habrá marchado ya del hotel? Tengo entendido que había reservado plaza para el vuelo de esta noche.
—Eso no lo he comprobado —dijo Valgerdur—. No puedo seguir esperando mucho más, y…
—No, claro, perdona —dijo Erlendur—. Te lo enviaré en cuanto lo encuentre. Perdona.
—No pasa nada; me voy, pues.
Erlendur vaciló. No sabía qué decir, pero tampoco quería despedirse de ella tan pronto. El silencio se prolongó y de pronto sonaron unos golpecitos en la puerta de su habitación. Pensó que sería Eva Lind, que venía a visitarlo.
—Me encantaría volverte a ver —dijo—, pero lo comprenderé perfectamente si no te apetece.
Volvieron a llamar a la puerta, esta vez con más fuerza.
—Me gustaría contarte la verdad de lo que hay detrás de esas historias de gente que se pierde en la montaña —dijo Erlendur—. Si te apetece oírlo.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te parece bien?
Ni él mismo sabía exactamente lo que quería decir. Por qué motivo quería contarle a aquella mujer algo que no le había contado a nadie, salvo a su propia hija. Por qué no lo dejaba estar y continuaba su vida sin molestar a nadie con aquella historia, ni ahora ni en ningún otro momento.
Valgerdur tardaba en responder, y llamaron a la puerta por tercera vez. Erlendur dejó el auricular y abrió la puerta sin mirar quién era su visitante, imaginó que no podía ser sino Eva Lind. Cuando volvió a coger el auricular, Valgerdur ya no estaba.
—Hola —dijo—. Hola. —No hubo respuesta.
Colgó el teléfono y se volvió. En la habitación había un hombre al que no había visto nunca. Era de baja estatura, vestido con un grueso abrigo de invierno de color azul oscuro, bufanda y una gorra azul en la cabeza. Brillaban perlas de agua sobre la gorra y el abrigo de la nieve al derretirse. Tenía el rostro bastante grueso, con labios carnosos y unas bolsas rojizas inmensas bajo unos ojos pequeños y de aspecto cansino. Le recordó a Erlendur las fotos del poeta W. H. Auden. Una gotita le colgaba de la nariz.
—¿Eres Erlendur? —preguntó.
—Sí.
—Me dijeron que viniera a este hotel a hablar contigo —dijo el hombre, que se quitó la gorra y la sacudió ligeramente contra el abrigo. Se secó la gota de la nariz.
—¿Quién te dijo eso? —preguntó Erlendur.
—Dijo llamarse Marion Briem. No sé quién es. Dijo que estaba investigando el caso de Gudlaugur Egilsson y hablando con quienes lo conocieron entonces y ahora. Yo soy uno de los que lo conocieron en el pasado, y Marion me encargó que hablara contigo.
—¿Y tú quién eres? —Erlendur tuvo la vaga sensación de que reconocía aquel rostro, pero no conseguía recordar por qué.
—Mi nombre es Gabriel Hermannsson, y en otros tiempos fui director del Coro Infantil de Hafnarfjördur —dijo el hombre—. ¿Puedo sentarme en la cama? Todos esos pasillos largos…
—¿Gabriel? Ah claro. Sí, por favor. Siéntate. —El hombre se desabotonó el abrigo y se aflojó la bufanda. Erlendur cogió la funda del segundo disco de Gudlaugur y observó la foto del Coro Infantil de Hafnarfjördur. El director del coro miraba a la cámara con gesto alegre—. ¿Eres este? —le preguntó, entregando la funda al visitante.
El hombre miró la funda y asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Dónde lo conseguiste? Hace decenios que es imposible encontrar esos discos. Yo perdí los míos por una estúpida insensatez. Se los presté a alguien. Nunca hay que prestar nada.
—Era de él —respondió Erlendur.
—Aquí no tenía más de, a ver, más de veintiocho años —dijo Gabriel—. Cuando tomaron la foto. Es increíble, cómo pasa el tiempo.
—¿Qué te dijo Marion?
—No mucho. Le expliqué que había conocido a Gudlaugur y me dijo que tenía que hablar contigo. Tenía que venir a Reikiavik por un asunto y decidí aprovechar la oportunidad.
Gabriel dudó un momento.
—No distinguí demasiado bien la voz —continuó—, y estaba dándole vueltas a si era un hombre o una mujer. ¿Marion? ¿Qué clase de nombre es ese? Me pareció estúpido preguntárselo, pero no llegué a ninguna conclusión. En general, se nota por la voz. ¿Es un nombre de mujer o de hombre? La persona en cuestión parecía ser de mi misma edad o algo mayor, aunque no se lo pregunté. Curioso nombre, Marion Briem.
Erlendur notó en su voz auténtica curiosidad, casi urgencia por saberlo, como si ello tuviera una gran importancia para aquel hombre.
—Pues yo nunca lo he pensado —repuso Erlendur—. Lo del nombre. Marion Briem. He estado escuchando este disco —dijo, señalando la funda—. Canta de una forma espléndida, eso es innegable. Teniendo en cuenta lo pequeño que era el chico.
—Gudlaugur fue quizá el mejor escolano que tuvimos en bastante tiempo —dijo Gabriel, mirando la funda—. Pensándolo bien… Creo que no llegamos a saber bien lo que teníamos entre manos hasta mucho más tarde, incluso hasta hace muy pocos años, casi hasta ahora mismo.
—¿Cuándo lo conociste?
—Me lo trajo su padre. Por entonces, la familia vivía en Hafnarfjördur, y creo que sigue viviendo allí. La madre murió poco después, y él se dedicó en cuerpo y alma a la educación de sus hijos, Gudlaugur y una chica algo mayor que él. El hombre sabía que yo acababa de volver de estudiar música en el extranjero. Me dedicaba a la enseñanza de música, tanto impartiendo clases particulares como en la Escuela Primaria de Hafnarfjördur y en otros sitios más. Me nombraron director cuando se decidió crear un coro infantil. Había sobre todo niñas, como siempre, y buscábamos especialmente niños, y un día apareció en mi casa Gudlaugur, acompañado de su padre. Tenía diez años y esa voz maravillosa. Esa voz preciosa. Y sabía cantar. Enseguida me di cuenta de que el padre se mostraba demasiado exigente con el muchacho, y era muy estricto con él. Me dijo que había sido él quien le enseñó todo lo que sabía de canto. Más tarde me enteré de que incluso llegaba a ser tiránico, lo castigaba, lo obligaba a quedarse en casa cuando quería salir a jugar. Creo que el chico no recibió una buena educación, porque probablemente estaba obligado a satisfacer unas exigencias injustas y no le permitían el trato con sus amigos, excepto en forma muy limitada. Era el clásico ejemplo de lo que sucede cuando los padres tienen todo el poder sobre los hijos y quieren que sean exactamente como desean. Creo que la infancia de Gudlaugur no fue excesivamente feliz.
Gabriel calló.
—Has pensado mucho en este asunto, ¿verdad? —dijo Erlendur.
—Simplemente lo vi suceder.
—¿El qué?
—Que no existe nada tan horrible como someter a los niños a una disciplina férrea y plantearles exigencias imposibles de satisfacer. Y no estoy hablando de disciplina estricta en el caso de niños rebeldes que necesitan control y guía, ese es un asunto completamente distinto. Es imprescindible disciplinar a los niños, naturalmente. De lo que estoy hablando es de cuando no se deja a los niños que sean niños. Cuando no se les deja disfrutar de ser lo que son y de lo que quieren ser, sino que se les obliga e incluso se les fuerza a ser una cosa distinta. Gudlaugur tenía esa preciosa voz infantil, de soprano infantil, y su padre le había asignado ya una misión en la vida. No estoy diciendo que fuera malo con él de forma consciente y calculada, sino que le robó su propia vida. Le robó la infancia.
Erlendur pensó en su propio padre, que nunca hizo otra cosa que inculcarle buenas costumbres y demostrarle su afecto. La única exigencia que le impuso era que se comportara bien y que respetara a los demás. Su padre jamás trató de impedir que fuera él mismo. Pensó en el padre que esperaba el juicio por una feroz agresión a su propio hijo, y vio ante sí a Gudlaugur, intentando todo el tiempo estar a la altura de lo que su padre esperaba de él.
—Es un fenómeno que quizá se ve con especial claridad en las sectas religiosas —continuó Gabriel—. Los niños que nacen en esos grupos de creyentes son obligados a adoptar la fe de sus padres y a vivir, en realidad, la vida de sus padres en vez de la suya propia. Nunca tienen la oportunidad de ser libres, de salir del mundo en el que han nacido y de tomar decisiones autónomas sobre sus propias vidas. Naturalmente, los niños no se percatan de ello hasta mucho más tarde, y algunos, jamás. Pero es frecuente que, en los años de la adolescencia, y también cuando son adultos, se planten y digan que ya no quieren seguir siendo así, y entonces surgen los conflictos. De pronto, el niño no quiere seguir viviendo la vida de sus padres, y eso puede causar serios problemas. Lo vemos por todas partes: el médico quiere que su hijo sea médico. El abogado. El empresario. El piloto. En todas partes hay personas que imponen a sus hijos exigencias ineludibles.
—¿Fue lo que sucedió en el caso de Gudlaugur? ¿Dijo que hasta aquí hemos llegado? ¿Se rebeló?
Gabriel calló unos instantes.
—¿Conoces al padre de Gudlaugur?
—Hablé con ellos esta misma mañana —respondió Erlendur—. Con él y con su hija. Están llenos de ira y animosidad, y salta a la vista que no albergaban sentimientos muy cálidos hacia Gudlaugur. No derramaron ni una lágrima por él.
—¿Y el padre iba en silla de ruedas?
—Sí.
—Sucedió varios años después —dijo Gabriel.
—¿Después de qué?
—Varios años después de aquel terrible concierto, antes de que el chico fuera de gira por los países nórdicos. Era la primera vez que sucedía algo así, que un chico de aquí saliese al extranjero para cantar como solista, y nada menos que con coros de los países nórdicos. Su padre había enviado los discos a Noruega, y una productora de allí se interesó por él y le organizó una serie de actuaciones, con la idea de editar sus discos en Escandinavia. En cierta ocasión, el padre me confesó que su sueño, quiero decir el sueño del padre, entiéndeme, no el de Gudlaugur, era ver a su hijo cantar con los Niños Cantores de Viena. Y no cabía duda alguna de que estaba en condiciones de hacerlo.
—¿Qué sucedió?
—Lo que sucede siempre, más pronto o más tarde, con los sopranos infantiles. Intervino la naturaleza —dijo Gabriel—. En el peor momento imaginable de la vida del chico. Habría podido suceder durante un ensayo, habría podido sucederle cuando estaba solo en casa. Pero sucedió allí, y el bendito niño…
Gabriel miró a Erlendur.
—Yo estaba con él entre bambalinas. El coro infantil lo acompañaría en unas piezas y había en la sala muchos muchachos de Hafnarfjördur, algunos de los mejores músicos de Reikiavik e incluso críticos musicales de los periódicos. El concierto había despertado mucha expectación y, naturalmente, su padre estaba sentado en primera fila. El chico vino a verme mucho después, cuando ya se había marchado de casa, y me contó cómo vivió aquella nefasta velada, y desde entonces he pensado muchas veces en cómo un solo incidente puede dejar en la gente una huella que dura toda su vida.
Todas las plazas del Cine Municipal de Hafnarfjördur estaban ocupadas y sonaba un fuerte murmullo. Con anterioridad, había estado dos veces en aquel magnífico edificio para ver películas, y todo le entusiasmaba: la hermosa iluminación del vestíbulo y el escenario elevado sobre el que se representaban las obras de teatro. Su madre lo había llevado a ver una película antigua, Lo que el viento se llevó, y había visto con su padre y su hermana la última película de dibujos de Walt Disney.
Pero esta vez la gente no había venido a admirar a los héroes de la pantalla, sino para escucharle a él. Para escucharle cantar con esa voz que ya había grabado en dos discos de 45 revoluciones. No sentía miedo, sino incertidumbre. Ya había cantado antes en público, en la iglesia de Hafnarfjördur y en el colegio, y había actuado ante un público numeroso. Bastantes veces se sintió nervioso y pasó auténtico miedo. Luego empezó a comprender que lo que hacía era valioso y deseable a los ojos de los demás, y aquello le ayudó a superar los nervios. Esa era la razón por la que había acudido allí toda aquella gente para oírle cantar, y no había ningún motivo para estar nervioso. La razón era su voz, y su canto. Nada más. Él era la estrella.
Su padre le había mostrado el anuncio en el periódico: «Esta tarde canta el mejor soprano infantil de Islandia». No había nadie mejor que él. Su padre no podía ocultar su alegría y estaba mucho más nervioso que él ante aquella velada. Llevaba días sin hablar de otra cosa. Ojalá su madre estuviera viva y pudiera verle cantar en el Cine Municipal —decía—. ¡Se habría alegrado tanto! Se habría alegrado inmensamente.
Su forma de cantar había encantado a la gente de otro país y querían que fuera también allí. Querían que grabara un disco. Lo sabía, decía su padre una vez tras otra. Había trabajado muy duro en la preparación del viaje. El concierto en el Cine Municipal era la culminación de aquel trabajo.
El regidor le enseñó cómo podía mirar a escondidas lo que pasaba en el patio de butacas y ver a la gente. Escuchó el rumor del público y vio a muchas personas que no conocía de nada, y a las que nunca conocería. Vio a la esposa del director del coro con sus tres hijos, sentados en un extremo de la tercera fila. Vio a algunos compañeros de colegio con sus padres, incluso a algunos de los que se burlaban de él, y vio a su padre sentado en el centro de la primera fila, y a su hermana mayor a su lado, mirando embobada. Los parientes de su madre estaban también allí, unas tías a las que apenas conocía, unos señores con los sombreros en la mano, esperando a que se alzara el telón.
Deseaba que su padre se sintiera orgulloso de él. Sabía que se había sacrificado para conseguir que sacara el máximo provecho de su arte vocal, y ahora se pondrían de manifiesto los resultados de sus esfuerzos. Los ensayos habían sido agotadores. Y nada de refunfuñar. Una vez lo había intentado y su padre se puso furioso.
Tenía plena confianza en su padre. Así había sido siempre. Incluso cuando se veía obligado a cantar en público en contra de su voluntad. Su padre le había empujado y animado y había acabado imponiendo su voluntad. La primera vez que cantó ante desconocidos fue una auténtica tortura; el miedo en el momento de subir al escenario, la timidez ante todas aquellas personas. Su padre se mostraba firme, ni siquiera vaciló cuando se burlaban del niño por el canto. Cuantas más veces cantaba en público en el colegio y en la iglesia más se metían con él los chicos y algunas de las chicas también, le ponían motes, hasta imitaban su forma de cantar, y él no podía entender por qué.
No quería hacer enfadar a su padre. No había conseguido recuperarse plenamente de la muerte de su madre. Tuvo una leucemia que la llevó a la muerte en pocos meses. Su padre estuvo día y noche junto a su cama, la había acompañado al hospital y dormía allí mientras a ella se le iba escapando la vida. Lo último que dijo antes de salir de casa aquella tarde fue: «Piensa en mamá. En lo orgullosa que estaría de ti».
El coro ya había ocupado su posición en el escenario. Todas las chicas llevaban unos vestidos idénticos, pagados por el Ayuntamiento de Hafnarfjördur. Los chicos, camisa blanca y pantalones negros, igual que él. Susurraban, impresionados por la expectación generada por el coro, y dispuestos a dar lo mejor de sí mismos. Gabriel, el director, estaba hablando con el regidor. El presentador apagó su cigarrillo en el suelo. Todo estaba apunto. En un momento se alzaría el telón.
Gabriel lo llamó.
—¿Todo bien? —preguntó.
—Si. Hay mucha gente.
—Sí. Todos han venido a verte a ti. No lo olvides. La gente ha venido única y exclusivamente para verte a ti y para oírte cantar, y tienes que sentirte orgulloso y contento, y no ponerte nervioso. Tal vez sientas como unos gusanillos por dentro, pero se irán en cuanto empieces a cantar. Ya lo sabes.
—Sí.
—¿Empezamos?
Asintió con la cabeza.
Gabriel lo tomó por los hombros.
—Te resultará muy difícil mirar a toda esa gente ahí sentada, pero limítate a cantar y todo irá bien.
—Sí.
—El presentador entrará después de la primera canción. Lo hemos ensayado mucho. Tú empiezas a cantar y ya verás como todo saldrá bien.
Gabriel le hizo una señal al regidor. Hizo otra señal con la mano al coro, que se calló al instante, todos a la vez, y se colocaron bien. Todo estaba listo. Todos estaban listos.
Las luces de la sala bajaron de intensidad. El murmullo cesó. Se alzó el telón.
Piensa en mamá.
Lo último que pasó por su mente antes de que se levantara el telón fue la imagen de su madre en su lecho de muerte, la última vez que la vio, y por un instante perdió la concentración. Estaba con su padre, los dos sentados, uno a cada lado de la cama, y ella se encontraba tan débil que apenas conseguía mantener los ojos abiertos. Los cerró otra vez y pareció que se había quedado dormida, pero entonces se abrieron lentamente, le miró e intentó sonreír. No pudieron volver a charlar. Cuando llegó el momento de despedirse, se pusieron en pie y él siempre lamentó no haberle dado un beso, porque aquella fue la última vez que estuvieron juntos. Se limitó a levantarse y a salir de la habitación con su padre, y la puerta se cerró a su espalda.
Se alzó el telón y miró a su padre. La sala desapareció, lo único que había allí eran los penetrantes ojos de su padre.
Alguien de la sala se echó a reír.
Volvió en sí de nuevo. El coro había empezado a cantar y el director le había hecho la señal, pero él no se dio cuenta. El director intentó aparentar que no pasaba nada, repitió unos compases y esta vez entró él en el momento adecuado, y acababa de comenzar cuando sucedió algo.
Cuando le sucedió algo a la voz.
—Era un gallo —dijo Gabriel, allí sentado en la fría habitación de hotel de Erlendur—. Había hecho un gallo con la voz. En la primera pieza, y todo acabó.