Entraron en el hotel por la puerta giratoria, él, anciano y enfermo, en silla de ruedas, y ella detrás, de baja estatura y delgada como él. La mujer tenía la nariz fina y puntiaguda, y sus ojos penetrantes escrutaban el vestíbulo. Aparentaba unos sesenta años de edad, llevaba un grueso abrigo marrón y botas negras de cuero altas, e iba empujando la silla de ruedas. Él tendría más de ochenta, por el borde de su sombrero asomaban unos cabellos blancos y deshilachados, y su tez era pálida como la de un cadáver. Iba encogido en su silla, de las mangas de su abrigo negro surgían dos blancas manos huesudas, una bufanda negra le envolvía el cuello y gruesos anteojos de concha cubrían unos ojos que recordaban los de un pez.
La mujer empujó la silla hasta el mostrador de recepción. El recepcionista jefe estaba saliendo de su despacho y los vio acercarse.
—¿En qué puedo ayudaros? —preguntó cuando llegaron hasta el mostrador.
El hombre de la silla ni siquiera se dignó mirarlo, pero la mujer preguntó por un policía llamado Erlendur, que le habían dicho estaba trabajando en el hotel. Erlendur estaba saliendo del bar con Wapshott cuando los vio entrar. Al momento le llamaron la atención. Había algo en ellos que le recordaba al muerto.
Pensaba si debería impedir a Wapshott que saliera del país y prohibirle que regresara a Londres por el momento, pero no encontró una justificación suficientemente buena para retenerlo. Se preguntó quiénes podrían ser aquellas dos personas, el hombre de ojos de bacalao y la mujer de nariz de águila, cuando el jefe de recepción lo vio y le hizo una seña con la mano. Erlendur fue a despedirse de Wapshott pero este había desaparecido repentinamente.
—Preguntan por ti —dijo el jefe de recepción cuando Erlendur se acercó al mostrador de registro.
Erlendur se acercó hacia ellos junto al mostrador. Los ojos de bacalao lo observaban desde debajo del sombrero.
—¿Eres tú Erlendur? —preguntó el hombre de la silla, con voz vieja y cascada.
—¿Queréis hablar conmigo? —preguntó Erlendur. La nariz aguileña se elevó.
—¿Diriges tú la investigación sobre la muerte de Gudlaugur Egilsson en el hotel? —preguntó la mujer.
Erlendur respondió que así era.
—Yo soy su hermana —dijo ella—. Y él es nuestro padre. ¿Podemos hablar en privado?
—¿Te ayudo con la silla? —preguntó Erlendur, pero ella lo miró como si la hubiera insultado y se puso en movimiento empujando la silla. Siguieron a Erlendur al bar y hasta la misma mesa donde había estado con Wapshott. Eran las únicas personas en el local. Incluso el camarero había desaparecido. En realidad, Erlendur no sabía si el bar abría antes del mediodía. Pensó que debía de estar abierto porque la puerta no estaba cerrada con llave, pero parecía que poca gente estaba al corriente.
La mujer acercó la silla a la mesa y bloqueó las ruedas. Luego se sentó enfrente de Erlendur.
—Precisamente iba a visitaros —mintió Erlendur, que tenía la intención de que fueran Sigurdur Óli y Elínborg quienes hablaran con la familia de Gudlaugur. No recordaba si se lo había ordenado explícitamente.
—Preferimos que la policía no entre en nuestra casa —dijo la mujer—. Nunca nos había sucedido nada parecido. Nos llamó una mujer, probablemente colaboradora tuya, Elínborg creo que dijo llamarse. Le pregunté quién estaba al frente de la investigación y me dijo que tú eras uno de los directores. Confiaba en que podríamos acabar con esto rápidamente y que nos dejarais en paz.
Aquellas personas no mostraban ningún rastro de dolor. No parecían lamentar la pérdida de un ser querido. Solo un frío fastidio. Consideraban que tendrían que cumplir ciertas obligaciones, que tendrían que declarar algo a la policía, pero saltaba a la vista que aquello les resultaba muy molesto, y que les resultaba indiferente que se notara. Nada parecía indicar que el cadáver hallado en el sótano del hotel tuviera relación alguna con ellos. Como si ellos estuvieran muy por encima de todo este asunto.
—Sabéis ya lo que le sucedió a Gudlaugur —dijo Erlendur.
—Sabemos que lo han matado —dijo el anciano—. Apuñalado. Sabemos que lo apuñalaron.
—¿Tenéis alguna idea de quién puede haberlo hecho?
—No tenemos ni la menor idea —dijo la mujer—. No teníamos ninguna relación con él. No sabemos con qué personas se relacionaba. No conocíamos a sus amigos ni tampoco a sus enemigos, si es que los tenía.
—¿Cuándo fue la última vez que lo visteis?
En eso momento, Elínborg entró en el bar. Fue hacia ellos y se sentó al lado de Erlendur; él la presentó pero ni el padre ni la hija mostraron reacción alguna, los dos estaban igual de decididos a que aquello no les afectara lo más mínimo.
—Supongo que cuando tenía veinte años —dijo la mujer—. Fue entonces cuando lo vimos por última vez.
—¿Veinte años? —Erlendur creyó haber oído mal.
—Como he dicho, no teníamos ninguna relación.
—¿Por qué no? —preguntó Elínborg.
La mujer no la miró.
—¿No es suficiente con que hablemos contigo? —preguntó a Erlendur—. ¿También tiene que estar presente esa mujer?
Erlendur miró a Elínborg. Parecía animarse.
—No parece que lamentéis mucho lo que le ha pasado —dijo sin responder a la mujer—. A Gudlaugur. A tu hermano —dijo, mirando otra vez a la mujer—. A tu hijo —dijo, mirando al anciano—. ¿Por qué? ¿Por qué no lo habéis visto en treinta años? Y como ya he dicho, esa mujer se llama Elínborg —añadió—. Si quieres hacer más comentarios de este tipo vamos todos a comisaría y continuamos allí, y así podéis hacer una protesta formal. Tenemos un coche de policía aquí delante.
La nariz aguileña se alzó ofendida. Los ojos de bacalao se encogieron.
—Él vivía su vida —dijo la mujer—. Y nosotros, la nuestra. No hay mucho más que decir al respecto. No existía ninguna relación. Así eran las cosas. Y nosotros estábamos tan contentos así. Él también.
—¿Me estás queriendo decir que la última vez que lo visteis fue a mediados de los años ochenta? —preguntó Erlendur.
—No existía ninguna relación —repitió ella.
—¿Ni una sola vez en todo ese tiempo? ¿Ni una conversación telefónica? ¿Nada?
—No —dijo la mujer.
—¿Por qué no?
—Es un asunto de familia —dijo el anciano—. No tiene nada que ver con esto. Nada que ver en absoluto. Es algo viejo y olvidado. ¿Qué más queréis saber?
—¿Sabíais que trabajaba en este hotel?
—Teníamos alguna noticia suya de vez en cuando por vías indirectas —dijo la mujer—. Sabíamos que trabajaba aquí de portero. Que se ponía un uniforme ridículo y abría la puerta a los huéspedes del hotel. Y tengo entendido que en las fiestas hacía de Papá Noel.
Erlendur no apartaba los ojos de ella. La mujer decía aquello como si Gudlaugur no hubiera podido causar a su familia una humillación mayor que ser encontrado asesinado, medio desnudo, en un cuartucho de hotel.
—No sabemos mucho sobre él —dijo Erlendur—. Al parecer no contaba con muchos amigos. Vivía en el mismo hotel, en una habitación diminuta. Parece que le tenían aprecio. Era bueno con los niños. Le encargaron que hiciera de Papá Noel en los festejos navideños, como bien dices. Por otra parte, hace poco nos hemos enterado de que había sido un magnífico cantante. De jovencito grabó incluso discos, creo que dos, pero vosotros lo sabréis mejor que yo. En la funda del disco que he podido ver se anuncia que viajaría por los países nórdicos para ofrecer conciertos, y que seguramente el mundo entero se inclinaría ante él. Pero después todo acabó, al parecer. Hoy día, nadie sabe nada de aquel niño, con la excepción de algunos locos coleccionistas de discos. ¿Qué sucedió?
La nariz había descendido y los ojos de bacalao se habían apagado mientras hablaba Erlendur. El anciano apartó la vista de él y la dirigió a la mesa, y la mujer, que seguía intentando aparentar orgullo e indiferencia, parecía ya menos segura.
—¿Qué sucedió? —repitió Erlendur, recordando de pronto que en su habitación tenía aún los discos de 45 revoluciones que había cogido en el cuchitril de Gudlaugur.
—No sucedió nada —dijo el anciano—. Perdió la voz. Maduró demasiado rápido y perdió la voz a los doce años, y con eso terminó todo.
—¿No pudo volver a cantar? —preguntó Elínborg.
—La voz se volvió horrible —dijo el anciano, enfadado—. No había forma de enseñarle. Y no se podía hacer nada por él. Ya no soportaba cantar. Se volvió rebelde y furioso contra todo. Contra mí. Contra su hermana, que intentaba hacer por él todo lo que podía. Se enfadó conmigo y me achacó la culpa de todos sus males.
—¿No tenéis más preguntas? —dijo la mujer, mirando a Erlendur—. ¿No os hemos dicho suficiente? ¿Todavía no os dais por satisfechos?
—En el cuarto de Erlendur no encontramos demasiadas cosas —dijo Erlendur, como si no hubiera oído las palabras de la mujer—. Encontramos unos discos en los que cantaba él y dos llaves.
Había pedido a la brigada de policía científica que le enviaran las llaves cuando terminaran de investigarlas. Las sacó del bolsillo y las dejó sobre la mesa. Estaban sujetas a un pequeño llavero con una navajita. Los bordes eran de plástico rosa y en un lado había una imagen de un pirata con pata de palo, sable y parche en el ojo, y bajo el dibujo aparecía la palabra PÍRATE.
La mujer miró por un instante las llaves y dijo que no las reconocía. El anciano se recolocó los anteojos en la nariz, miró las llaves y sacudió la cabeza.
—Una de ellas es probablemente la llave de una casa —dijo Erlendur—. La otra parece la llave de un armario, o de algún receptáculo. Miró al padre y a la hija pero no observó reacción alguna y volvió a metérselas en el bolsillo.
—¿Encontraste sus discos? —preguntó la mujer.
—Dos —dijo Erlendur—. ¿Grabó alguno más?
—No, no hubo más —dijo el anciano clavando los ojos en Erlendur, aunque enseguida volvió a bajarlos.
—¿Puede darnos esos discos? —preguntó la mujer.
—Supongo que heredaréis lo que ha dejado —respondió Erlendur—. Cuando consideremos terminada la investigación os daremos todas las pertenencias de Gudlaugur. No tenía más deudos, ¿no? ¿No tenía hijos? No hemos podido encontrar nada en ese sentido.
—Lo último que yo sabía es que seguía soltero —dijo la mujer—. ¿Podemos ayudaros en algo más? —preguntó entonces, como si hubieran hecho una enorme aportación a la investigación al dignarse aparecer por el hotel.
—No fue culpa suya madurar y perder la voz —dijo Erlendur. Le resultaba insoportable su indiferencia y altanería. Un hijo había perdido la vida. Un hermano había sido asesinado. Y era como si no hubiera pasado nada. Como si no tuviera nada que ver con ellos. Como si la vida de aquel hombre hubiera dejado de formar parte de la de ellos desde mucho tiempo atrás, por algún motivo que Erlendur ignoraba.
La mujer miró a Erlendur.
—Si no hay ninguna cosa más —dijo entonces, y soltó los frenos de la silla de ruedas.
—Ya veremos —dijo Erlendur.
—Estarás pensando que no mostramos suficiente compasión —dijo la mujer de pronto.
—Lo que me parece es que no mostráis ninguna compasión —repuso Erlendur—. Pero eso no es asunto mío.
—No —dijo la mujer—. No es asunto tuyo.
—Lo que me gustaría saber es si teníais algún sentimiento hacia ese hombre. Era tu hermano. —Erlendur se volvió hacia el anciano de la silla de ruedas—. Tu hijo.
—Para nosotros era un desconocido —dijo la mujer, poniéndose en pie. El anciano hizo una mueca.
—¿Porque no estuvo a la altura de vuestras expectativas? —Erlendur también se levantó—. ¿Porque os decepcionó cuando tenía doce años de edad? Era un niño. ¿Qué hicisteis vosotros? ¿Le echasteis de casa? ¿Le echasteis a la calle?
—¿Cómo se atreve usted a hablarnos así? —dijo la mujer apretando los dientes. De repente había empezado a tratar de usted a Erlendur—. ¡Qué osadía! ¿Quién le ha nombrado a usted conciencia del mundo?
—¿Quién les quitó a ustedes cualquier esbozo de compasión? —exclamó con rabia Erlendur, acentuando enfáticamente el «ustedes».
La mujer miró furiosa a Erlendur. Luego pareció como si lo dejase por imposible. Dio un tirón a la silla de ruedas, la apartó de la mesa y salió del bar empujándola. Se dirigió con rapidez hacia el vestíbulo y la puerta giratoria. Por los altavoces sonaba una soprano islandesa de voz nostálgica, «… acaricia mi arpa, diosa de celestial origen…». Erlendur y Elínborg los siguieron y los vieron salir del hotel, la mujer tiesa como un palo y el anciano hundido aún más en la silla. Lo único que se veía de él era la cabeza, que se balanceaba por encima del respaldo.
«… y algunos serán siempre niños pequeños…»