9

Erlendur, Sigurdur Óli y Elínborg se reunieron en el hotel a primera hora del día siguiente. Se sentaron en un lugar poco concurrido, en torno a una mesa redonda, y se sirvieron el desayuno del bufé. Había nevado durante la noche, pero la temperatura había vuelto a subir y las calles estaban ya sin rastro de nieve. El servicio meteorológico anunciaba que no habría Navidades blancas. El comercio navideño estaba en su apogeo. En los cruces se formaban largas filas de coches y toda la ciudad estaba invadida por una ingente multitud de personas.

—Ese Wapshott —dijo Sigurdur Óli—, ¿quién es?

Mucho ruido y pocas nueces, pensó Erlendur mientras tomaba un sorbo de café y miraba por la ventana. Extraño lugar, un hotel. Le parecía todo un cambio alojarse en un hotel, pero no podía evitar cierta sensación extraña al pensar en que alguien entraba en la habitación cuando él no estaba y lo ponía todo en un orden primoroso. Salía de la habitación por la mañana y cuando volvía, alguien había entrado y lo había dejado todo como antes: la cama hecha, las toallas limpias, jabón nuevo en el lavabo. Podía percibir la presencia de la persona que arreglaba su cuarto, pero no la veía, no sabía quién se ocupaba de ordenar su vida.

Cuando bajó esa mañana, fue a la recepción y pidió que no volvieran a arreglar su habitación.

Wapshott tenía que reunirse con él otra vez un poco más tarde, esa misma mañana, para contarle algo más sobre su colección de discos y la carrera de Gudlaugur Egilsson como cantante. La tarde anterior se habían despedido con un apretón de manos cuando les interrumpió Valgerdur. Wapshott había adoptado la posición de firmes esperando que Erlendur le presentara a aquella mujer pero, como no lo hizo, le extendió la mano, se presentó él mismo e hizo una reverencia. Luego pidió que lo excusaran, estaba cansado, tenía hambre y quería subir a su cuarto a arreglar un par de asuntos antes de cenar y acostarse.

No lo vieron bajar al comedor mientras comían, y supusieron que había encargado que le sirvieran la cena en su habitación. Valgerdur mencionó que tenía aspecto cansado.

Erlendur la acompañó al guardarropa, la ayudó a ponerse su bonito abrigo de cuero y la acompañó hasta la puerta giratoria, donde se detuvieron un instante antes de que ella saliera y se internara en la nevada. Cuando Erlendur se durmió, después de la visita de Eva Lind, la sonrisa de Valgerdur le acompañó hasta que se quedó dormido, así como el suave aroma a perfume que dejaron en sus manos las de Valgerdur al despedirse.

—¿Erlendur? —dijo Sigurdur Óli—. ¡Hola! ¿Quién es ese Wapshott?

—Lo único que sé es que es un coleccionista inglés de discos de vinilo —respondió Erlendur, que les había puesto en antecedentes de su reunión con Henry Wapshott—. Deja el hotel mañana. Deberías llamar allá para que te informen sobre él. Nos volveremos a ver hoy mismo, y supongo que obtendré algo más de información.

—¿Un niño de coro? —dijo Elínborg—. ¿Quién iba a querer matar a un niño de coro?

—Naturalmente, ya no era un niño de coro —dijo Sigurdur Óli.

—Fue famoso en otros tiempos —dijo Erlendur—. Salieron unos discos que, evidentemente, son bastante difíciles de encontrar hoy día y están muy cotizados. Henry Wapshott vino aquí desde Inglaterra por esos discos y por el cantante. Está especializado en niños de coro y en coros infantiles del mundo entero.

—El único que conozco es el de los Niños Cantores de Viena —dijo Sigurdur Óli.

—Especializado en niños —dijo Elínborg—. ¿Qué clase de individuo se dedica a coleccionar discos de niños de coro? ¿No da un poco que pensar? ¿No habrá algo retorcido en un individuo así?

Erlendur y Sigurdur Óli la miraron.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Erlendur.

—¿Cómo que qué? —Elínborg puso gesto de asombro.

—¿Te parece algo retorcido coleccionar discos de vinilo?

—No por los discos, sino por los niños —repuso Elínborg—. Niños de coro grabados en discos de vinilo. Es muy distinto, me parece a mí. ¿No veis nada anormal en eso? —miró a uno y luego ni otro.

—Pues yo no tengo una imaginación tan desbocada —dijo Sigurdur Óli, mirando a Erlendur.

—¡Una imaginación tan desbocada! ¿Me he imaginado yo a Papá Noel con los pantalones bajados, en un cuartucho del sótano, y con un condón en el pito? ¿Necesité usar mi imaginación? Luego resulta que en el hotel hay un individuo que idolatra al tal Papá Noel, pero solo cuando este tenía doce años o así, y que ha venido desde Inglaterra para conocerlo personalmente. ¿Estáis mal de la cabeza?

—¿Estás tratando de relacionar este asunto con el sexo? —preguntó Erlendur.

Elínborg movió los ojos, desesperada.

—¡Parecéis dos frailes!

—No es más que un coleccionista de discos —dijo Sigurdur Óli—. Tal como ha dicho Erlendur, hay quien colecciona las bolsas para vomitar de los aviones. ¿Con qué tipo de actividad sexual está relacionada esa afición, según tu teoría?

—¡No puedo comprender que seáis tan ciegos! O tan reprimidos. ¿Por qué son siempre tan reprimidos los hombres?

—Eh, no empieces con lo de siempre —dijo Sigurdur Óli—. ¿Por qué están hablando siempre las mujeres de lo reprimidos que son los hombres? Como si las mujeres no fueran también reprimidas con sus cosas, «ay, que no encuentro la barra de labios», y…

—Ciegos y reprimidos como frailes viejos —dijo Elínborg.

—¿Qué significa ser coleccionista? —preguntó Erlendur—. ¿Por qué quieren ciertas personas coleccionar y rodearse de ciertos objetos, y por qué consideran valiosos unos objetos y no otros?

—Algunos objetos son más valiosos que otros —dijo Sigurdur Óli.

—Tienen que buscar cosas raras y especiales —dijo Erlendur—. Cosas que nadie más tenga. ¿No es ese el objetivo último? Poseer objetos valiosos que no posee nadie más en todo el mundo.

—¿No suelen ser unos tipos un tanto peculiares? —preguntó Elínborg.

—¿Peculiares?

—Extraños, ¿no? Raros.

—Tú encontraste unos discos en el armario de Gudlaugur —le dijo Erlendur—. ¿Qué hiciste con ellos? ¿Los examinaste con cuidado, quizá?

—Solo los vi en el armario —dijo Elínborg—. No los toqué y seguirán allí, por si quieres verlos.

—¿Cómo se pone en contacto un coleccionista como Wapshott con un hombre como Gudlaugur? —continuó Elínborg—. ¿Cómo consigue información sobre él? ¿Existen intermediarios? ¿Qué puede saber sobre la edición de discos de coros islandeses de los años setenta? ¿Y sobre un niño que fue solista en un coro hace más de treinta años, nada menos que en Islandia?

—¿Revistas? —dijo Sigurdur Óli—. ¿Internet? ¿El teléfono? ¿Otros coleccionistas?

—¿Sabemos algo más sobre Gudlaugur? —preguntó Erlendur.

—Tenía una hermana —dijo Elínborg—. Y tenía un padre, que sigue aún vivo. Naturalmente, ya les hemos informado del fallecimiento. La hermana irá a reconocer el cadáver.

—¿No vamos a tomarle una muestra de saliva a Wapshott? —preguntó Sigurdur Óli.

—Sí, claro que sí, yo me encargo —dijo Erlendur.

Sigurdur Óli se marchó para hacer averiguaciones sobre Henry Wapshott, Elínborg decidió reunirse con el padre y la hermana de Gudlaugur, y Erlendur bajó al cuartucho del portero en el sótano. Pasó por delante de la recepción y vio que el jefe del servicio estaba allí otra vez. Decidió que hablaría con él más tarde.

Encontró los discos en el armario de Gudlaugur. Eran dos singles. En la carátula de uno ponía: «Gudlaugur canta el Ave Maria de Schubert». En la del otro se veía al niño delante de un pequeño coro infantil. El director del coro, un hombre joven, estaba a un lado. «Gudlaugur Egilsson canta el solo», decía un rótulo de grandes letras que cruzaba la portada en diagonal.

En la contraportada había un breve artículo dedicado al niño prodigio cantante.

Gudlaugur Egilsson ha despertado una gran y merecida atención en el Coro Infantil de Hafnarfjördur, y puede decirse que este joven cantante de tan solo doce años de edad tiene ante sí un gran futuro. Este es su segundo disco, en el que canta con inmenso sentimiento y una bella voz bajo la égida de Gabriel Hermannsson, director del Coro Infantil de Hafnarfjördur. Se trata de un auténtico tesoro para todos los amantes de la buena música, y el solista, Gudlaugur Egilsson, hace una espléndida actuación; actualmente prepara una gira de conciertos por los países nórdicos.

—Un niño prodigio —pensó Erlendur, y miró el póster de La pequeña princesa, Shirley Temple—. ¿Qué haces tú aquí? —preguntó al póster—. ¿Por qué te tiene aquí guardada? ¿Por qué eres lo único que ha dejado al morir?

Sacó el móvil.

—Marion —dijo en cuanto contestaron.

—Sí —dijo la voz del teléfono—. ¿Eres tú?

—¿Alguna novedad?

—¿Sabías que el tal Gudlaugur grabó discos como cantante cuando era niño?

—Acabo de enterarme —dijo Erlendur.

—La productora quebró hace unos veinte años y no queda ni rastro de ella. El dueño y director era un tal Gunnar Hansson. La empresa se llamaba Discos GH. Sacó unas cuantas porquerías en la época de los hippies y los Beatles, pero acabó por desaparecer.

—¿Sabes qué fue del stock?

—¿El stock? —dijo Marion Briem.

—Los discos.

—Los habrán vendido para pagar deudas, supongo. ¿No es eso lo que suele pasar? Hablé con los parientes del tal Gunnar, sus dos hijos. La empresa no fue nunca gran cosa y se llevaron una sorpresa de narices cuando les pregunté por ella. Nadie se había acordado de ella en muchos años. Gunnar murió a mediados de los noventa, y me contaron que lo único que había dejado fue un montón de deudas.

—En el hotel hay un individuo que colecciona discos de coros, de coros infantiles o de niños de coro. Tenía previsto reunirse con Gudlaugur, pero no fue posible. Estaba pensando si esos discos podrían tener algún valor. ¿Cómo puedo enterarme?

—Busca coleccionistas y habla con ellos —dijo Marion—. ¿Quieres que me encargue yo?

—Y aún hay otra cosa. ¿Podrías localizar a un hombre llamado Gabriel Hermannsson, que fue director de coro en Hafnarfjördur en los años setenta? Seguramente lo encontrarás en la guía telefónica, si vive todavía. Quizá conociera a Gudlaugur. Tengo aquí una funda de disco en la que hay una foto suya, y creo que en ella tendría unos treinta años. Pero si ha muerto, seguramente no nos llevará muy lejos.

—Eso es lo más habitual.

—¿El qué?

—Que no nos lleve muy lejos si está muerto.

—Ya —Erlendur vaciló—. ¿Qué decías de la muerte?

—Nada.

—¿Algún problema?

—Gracias por dejarme unas migajas —dijo Marion.

—¿No era eso lo que querías, meter las narices por ahí en la deprimente vejez?

—En todo caso, me salvará el día —dijo Marion—. ¿Ya has comprobado lo del cortisol en la saliva?

—Me voy a ocupar de ello —dijo Erlendur, y se despidieron.

El jefe de recepción tenía un pequeño despacho al fondo del vestíbulo, y estaba allí sentado repasando unos papeles cuando Erlendur entró y cerró la puerta. El hombre se puso en pie y empezó a poner pegas, diciendo que no disponía de tiempo para hablar con él, que tenía que acudir a una reunión, pero Erlendur se sentó y cruzó los brazos.

—¿De qué huyes? —preguntó.

—¿Qué quieres decir?

—Ayer no estabas en el hotel a la hora de mayor ajetreo. Cuando hablé contigo el día que mataron al portero, parecías un fugitivo. Ahora estás nervioso a más no poder. Me parece que ocupas el primer lugar en la lista de sospechosos. Me han dicho que de toda la gente del hotel tú eres quien mejor conocía a Gudlaugur. Tú lo niegas. Afirmas no saber nada de él. Creo que mientes. Era subordinado tuyo. Deberías mostrar un poco más de espíritu de colaboración. No es nada divertido pasarse las navidades en prisión preventiva.

El jefe de recepción miró fijamente a Erlendur sin saber qué actitud adoptar, pero volvió a sentarse, despacio, en su silla.

—No tienes nada contra mí —dijo—. Es una estupidez pensar que yo pueda haberle hecho eso a Gudlaugur. Que haya ido a su cuarto y… quiero decir, lo del condón, y demás.

Erlendur se sintió inquieto porque, al parecer, los detalles del caso se habían divulgado ya por todo el hotel, y los empleados se regodeaban con ellos. El cocinero sabía exactamente por qué les tomaban muestras de saliva. El jefe de recepción podía hacerse una imagen precisa de la escena que tuvo lugar en el cuartucho del portero. Quizá lo había soltado todo el director del hotel, o la chica que encontró el cadáver, o los policías.

—¿Dónde estuviste ayer? —preguntó Erlendur.

—Estuve enfermo —dijo el recepcionista jefe—. Me quedé en casa toda la mañana.

—No informaste a nadie. ¿Fuiste al médico? ¿Te dio un certificado? ¿Puedo hablar con él? ¿Cómo se llama?

—No fui al médico. Me quedé en cama. Ahora estoy mejor —se esforzó en toser un poco. Erlendur sonrió. El jefe de recepción era el mentiroso más lamentable que había conocido en mucho tiempo.

—¿A qué viene esa mentira?

—No tienes nada contra mí —respondió el jefe de recepción—. Lo único que puedes hacer es amenazarme. Quiero que me dejes en paz.

—También puedo hablar con tu mujer —dijo Erlendur—. Preguntarle si te llevó té a la cama ayer.

—A mi mujer déjala en paz —dijo el jefe de recepción; de pronto, su voz había adquirido un tono más firme y más duro. El rostro enrojeció.

—No pienso dejarla en paz —dijo Erlendur.

El jefe de recepción clavó sus ojos en Erlendur.

—No hablarás con ella —dijo.

—¿Por qué no? ¿Qué estás escondiendo? Te has vuelto demasiado misterioso para que te deje librarte de mí.

El recepcionista miró al infinito y suspiró.

—Déjame en paz. Esto no tiene nada que ver con Gudlaugur. Son problemas personales en los que estoy metido y que tengo que solucionar.

—¿De qué se trata?

—No tengo por qué decirte nada al respecto.

—Permíteme que sea yo quien lo decida.

—No puedes obligarme.

—Ya te lo he dicho: puedo ordenar tu detención en este mismo momento, o simplemente, puedo ir a hablar con tu mujer.

El jefe de recepción dejó escapar un hondo suspiro.

Miró a Erlendur.

—¿Nadie más lo sabrá?

—Si no tiene relación con Gudlaugur, no.

—No tiene ninguna relación con él.

—Muy bien.

—Anteayer llamaron a mi mujer —dijo el jefe de recepción—. El día que encontrasteis a Gudlaugur.

Al otro lado del teléfono, una voz femenina que su mujer no conocía preguntó por él. Era el mediodía de un día de trabajo, pero no resultaba anormal que preguntaran por él en su casa a esas horas. Quienes le conocían sabían que su jornada laboral era muy irregular. Su mujer, que era médico, hacía guardias y el teléfono la había despertado: tenía que trabajar esa misma noche. La mujer del teléfono quiso aparentar que conocía al director de recepción, pero se le vio el plumero en cuanto la esposa le preguntó quién era.

—¿Quién eres? —le había preguntado—. ¿Por qué le llamas aquí?

La respuesta que recibió despertó aún más preguntas y más asombro.

—Me debe dinero —dijo la voz del teléfono.

—Me había amenazado con llamar a mi casa —le dijo a Erlendur el jefe de recepción.

—¿Quién era?

Había salido a divertirse, diez días antes. Su esposa estaba en un congreso médico en Suecia y él salió a cenar con tres amigos. Lo pasaron muy bien, el grupito de viejos amigos. Después del restaurante se fueron a hacer una ronda por los pubs y acabaron en una agradable discoteca en el centro de la ciudad. Allí se separó un momento de sus amigos, fue a la barra a charlar con unos conocidos del gremio de la hostelería; estaban al lado de la pista y se quedó mirando a la gente bailar. Estaba un poco achispado, aunque no tanto como para ser incapaz de tomar decisiones razonables. Por eso no conseguía comprenderlo. Nunca antes había hecho nada por el estilo.

La mujer se acercó a él, igual que en las películas, con un cigarrillo entre los dedos y le pidió fuego. Él no fumaba pero, por conveniencias del trabajo, siempre llevaba encima un encendedor. Era una costumbre, pues los clientes podían querer fumar en cualquier momento. La mujer se puso a hablar con él sobre algo que ya no recordaba, y luego le preguntó si no pensaba invitarla a una copa. Él la miró. Sí, faltaría más. Estaban al lado de la barra, él pidió las bebidas y se sentaron a una mesita que quedó libre en ese momento. La mujer era muy atractiva y coqueteaba delicadamente con él. Entró en el juego, sin saber muy bien lo que estaba pasando. Las mujeres nunca se comportaban con él de aquella manera. Ella se sentó muy pegada a él y se mostró provocadora y segura de sí. Cuando se levantó a por más bebidas, le acarició el muslo. Él la miró, y ella sonrió. Una mujer atractiva y provocadora que sabía lo que quería. Debía de tener diez años menos que él.

Más tarde, le preguntó si quería acompañarla a su casa. Vivía muy cerca, y fueron hacia allí caminando. Él se sentía inseguro y vacilante, pero también excitado. Aquello le parecía tan extraño que era como si estuviera en la luna. Durante veintitrés años había sido fiel a su mujer. En todos esos años quizás habría besado dos o tres veces a otra mujer, pero nada comparable a esto le había sucedido nunca.

—Estaba completamente confuso —le dijo el recepcionista a Erlendur—. Una parte de mí quería irse corriendo a casa y olvidar todo aquello. Otra parte de mí quería entrar en casa de aquella mujer.

—Sé a qué parte te refieres —dijo Erlendur.

Llegaron a la puerta de su apartamento, en un piso de un edificio nuevo, y ella metió la llave en la cerradura. Incluso aquel gesto resultaba sensual ejecutado por sus manos. La puerta se abrió y ella se acercó a él: entra conmigo, dijo, acariciándole la entrepierna.

Entró con ella. Ella preparó unos cócteles. Él se sentó en el sofá del salón. Ella puso música, se acercó a él con un vaso y sonrió, mostrando unos preciosos dientes blancos entre el rojo carmín de los labios. Se sentó junto a él, dejó el vaso, llevó la mano a la bragueta de su pantalón y bajó lentamente la cremallera…

—Yo… Fue… Esa mujer sabía hacer las cosas más increíbles —dijo el jefe de recepción.

Erlendur lo miró pero no dijo nada.

—Yo tenía intención de marcharme por la mañana sin despedirme, pero ella se despertó. El remordimiento me estaba matando, me sentía como un miserable por haber engañado a mi mujer y a los niños. Tenemos tres hijos. Quería regresar a casa y olvidarlo todo. No quería volver a ver jamás a aquella mujer. Cuando iba salir de la habitación a oscuras, resulta que ella estaba completamente despierta.

La mujer se incorporó en la cama y encendió la lámpara de la mesilla. ¿Te vas?, preguntó. Él respondió que sí. Dijo que se le había hecho demasiado tarde. Que tenía una reunión urgente. Algo así.

—¿Lo pasaste bien anoche? —preguntó ella.

Él la miró, con los pantalones en la mano.

—Estupendo —respondió—, pero no puedo seguir con esto. De verdad que no puedo. Perdona.

—Son ochenta mil coronas —dijo ella con tanta tranquilidad como si fuera lo más natural del mundo.

Él la miró como si no hubiera oído lo que acababa de decirle.

—Ochenta mil —repitió ella.

—¿Qué quieres decir? —dijo él.

—Por la noche —dijo ella.

—¿La noche? —dijo él—. Pero entonces, ¿es que te vendes?

—¿Tú qué crees? —dijo ella.

Él no entendía lo que le estaba diciendo.

—¿Crees que puedes llevarte gratis a una mujer como yo? —dijo ella.

Poco a poco fue comprendiendo lo que la mujer quería decir.

—¡Pero no dijiste nada!

—¿Hacía falta decirlo? Págame los ochenta mil y quizá puedas volver a mi casa alguna otra vez.

—Me negué a pagar —le dijo el jefe de recepción a Erlendur—. Salí. Ella estaba furiosa. Llamó al trabajo y me amenazó si no le pagaba. Amenazó con llamar a mi casa.

—¿Cómo las llaman? —dijo Erlendur—. Una palabra inglesa. Date. ¿Date whores? ¿Lo era ella? ¿Eso quieres decir?

—No sé lo que era, pero sabía perfectamente lo que se hacía y acabó llamando a mi casa y contándole a mi mujer lo que había sucedido.

—¿Y por qué no le pagaste y ya está? Te habrías librado de ella.

—No sé si me habría librado de ella aunque le hubiera pagado —dijo el recepcionista jefe—. Mi mujer y yo hablamos del asunto ayer. Le expliqué lo que había sucedido, como te lo acabo de explicar a ti. Llevamos veintitrés años juntos, y aunque yo no tenga excusa posible, aquello había sido una trampa, o así es como yo lo veo. Si esa mujer no hubiese estado a la caza de dinero, nunca habría sucedido.

—¿De modo que todo fue culpa de ella?

—No, claro que no, pero… aquello fue una trampa.

Los dos callaron.

—¿Hay algo de eso en el hotel? —preguntó Erlendur—. ¿Hay date whores?

—No —dijo el jefe de recepción.

—¿No te pasaría por alto si las hubiera?

—Me dijeron que andabas preguntando acerca de ello. Aquí no se practican esas actividades.

—Claro —dijo Erlendur.

—¿Mantendrás el silencio sobre este asunto?

—Necesito el nombre de la mujer, si lo tienes. Y la dirección. No saldrá de aquí.

El jefe de recepción vaciló.

—Puta de mierda —dijo, abandonando por un momento las buenas maneras de educado empleado de hostelería.

—¿Piensas pagarle?

—Es lo único en que estuvimos de acuerdo mi mujer y yo. No le daré ni una corona.

—¿Crees que podría tratarse de una broma, o de una encerrona?

—¿Una encerrona? —dijo el recepcionista—. No te comprendo. ¿A qué te refieres?

—Me refiero a que existe la posibilidad de que alguien te quiera tan mal que haya tramado una cosa así para causarte problemas. ¿Hay alguien con quien hayas tenido algún enfrentamiento?

—No se me ocurre nadie. ¿Quieres decir que si tengo algún enemigo dispuesto a hacerme algo así?

—No hace falta que sea un enemigo. Algún amigo bromista.

—No, yo no tengo amigos de esos. Además, la broma ha ido demasiado lejos… demasiado lejos para resultar divertida.

—¿Fuiste tú quien le dijo a Papá Noel que tenía que largarse?

—¿A qué te refieres?

—¿Fuiste tú quien le dio la noticia? ¿O le mandaron una carta, o…?

—Se lo dije yo.

—¿Y cómo se lo tomó?

—No muy bien. Es comprensible. Llevaba mucho tiempo trabajando aquí. Mucho más tiempo que yo, por ejemplo.

—¿Crees que podría estar él detrás de lo sucedido, si es que hay alguien detrás?

—¿Gudlaugur? No, no puedo ni imaginarme tal cosa. ¿Gudlaugur? ¿Montar algo así? No lo creo. No era de esos que hacen bromas pesadas. En absoluto.

—¿Sabías que Gudlaugur fue un niño prodigio? —preguntó Erlendur.

—¿Un niño prodigio? ¿Y eso?

—Cantaba y grababa discos. Un niño de coro.

—No tenía ni la menor idea —dijo el jefe de recepción.

—Solo una cosa más para terminar —dijo Erlendur, poniéndose en pie.

—¿Sí? —dijo el jefe de recepción.

—¿Puedes hacer que me suban un tocadiscos a la habitación? —preguntó Erlendur, y se dio cuenta de que el recepcionista jefe no tenía ni idea de a qué se refería.

Cuando Erlendur volvió al vestíbulo, vio al jefe de la policía científica subiendo por la escalera del sótano.

—¿Qué hay de la saliva que encontrasteis en el condón? —preguntó Erlendur—. ¿Habéis comprobado el cortisol?

—Estamos trabajando en ello. ¿Qué sabes tú del cortisol?

—Sé que demasiado cortisol en la saliva puede significar que se ha percibido un peligro.

—Sigurdur Óli estaba preguntando por el arma del crimen —dijo el jefe—. El forense cree que no se trata de un cuchillo especial. No demasiado largo, con la hoja fina y dentada.

—¿Entonces no se trata de un cuchillo de caza ni de un cuchillo grande de cortar carne?

—No, un utensilio de lo más corriente, eso es lo que he oído —dijo el jefe—. Un cuchillo normal y corriente.