8

Entraron en el bar que se encontraba al lado del comedor, después de comer en el bufé todo lo que les apeteció, para terminar con un café. Erlendur la invitó a una copa y se sentaron los dos en un reservado, en la parte más interior del bar. Ella dijo que no podía quedarse mucho tiempo y Erlendur entendió sus palabras como una cortés advertencia. No es que hubiera pensado invitarla a su habitación, eso ni se le había pasado por la cabeza y ella lo sabía perfectamente, pero percibía cierta inseguridad en el comportamiento de la mujer, notaba un muro defensivo como el que percibía en las personas a las que tenía que interrogar. A lo mejor ni ella misma era consciente de ello.

A la mujer le resultaba de lo más interesante charlar con el policía de homicidios, y quería saberlo todo acerca de su trabajo y de cómo atrapaban a los criminales. Erlendur le respondió que se trataba principalmente de un aburrido trabajo de oficina.

—Pero los delitos se han vuelto más violentos —dijo ella—. Eso dicen los periódicos. Delitos más horribles.

—No lo sé —respondió Erlendur—. Los delitos son siempre horribles.

—Siempre se está oyendo algo sobre el mundo de la droga y los matones, y cómo agreden a los jóvenes que deben dinero por la droga, y si no pueden pagar, agreden incluso a sus familias.

—Sí —dijo Erlendur, que a veces sentía una seria preocupación por Eva Lind, precisamente por esos motivos—. El mundo ha cambiado mucho. La violencia es más brutal.

Guardaron silencio.

Erlendur intentó sacar algún otro tema de conversación, pero no conocía nada a las mujeres. Aquellas con las que tenía más trato no podían ofrecerle, de ningún modo, lo que podría llamarse una velada romántica como aquella. Elínborg y él eran buenos amigos y colegas, y entre ellos existía un aprecio mutuo que había ido creciendo por su colaboración a lo largo de muchos años y por la existencia de experiencias comunes. Eva Lind era su hija, por la que albergaba serias preocupaciones. Halldóra era la mujer con quien se casó hacía ya una generación y de la que se había divorciado, y no había quedado más que odio. Esas eran las mujeres de su vida, aparte de algunas relaciones esporádicas que no llegaron a convertirse en otra cosa que decepciones y complicaciones.

—¿Y qué me dices de ti? —preguntó en cuanto estuvieron sentados en el reservado—. ¿Por qué cambiaste de opinión?

—No lo sé —respondió ella—. Hacía muchísimo que no recibía una invitación. ¿Cómo se te pasó por la cabeza invitarme a cenar?

—No tengo ni idea. Se me escapó lo del bufé como a un tonto. Yo también llevo mucho tiempo sin hacer estas cosas.

Los dos sonrieron.

Le habló de Eva Lind y de su hijo Sindri, y ella le contó que tenía dos hijos, también adultos ya. Él tuvo la sensación de que no quería hablar demasiado de sí misma y su situación; le pareció estupendo. No quería meter las narices en su vida.

—¿Habéis averiguado algo más sobre el hombre ese que asesinaron?

—No, en realidad, no. El hombre con quien estaba hablando antes, ahí al lado…

—¿Os interrumpí? No sabía que estuviera relacionado con la investigación.

—No importa —dijo Erlendur—. Es coleccionista de discos, bueno, de discos de vinilo, y resulta que el hombre del sótano había sido un niño prodigio. Hace muchos años.

—¿Un niño prodigio?

—Grabó discos.

—Yo diría que es complicado ser niño prodigio —dijo Valgerdur—. Ser un niño con todos esos sueños y expectativas que luego se quedan en nada, la mayoría de veces. ¿Qué puede ser de ellos, después?

—Te entierras en un trastero y nadie se acuerda de ti.

—¿Eso piensas?

—No lo sé. Quizás haya alguien que se acuerde de él.

—¿Crees que eso podría tener alguna relación con su muerte?

—¿El qué?

—Que fuera un niño prodigio.

Erlendur había intentado contar lo menos posible sobre la investigación del caso, sin parecer demasiado aburrido. No había tenido tiempo de reflexionar sobre esa cuestión, y no sabía si podía tener alguna relación con el caso.

—No lo sabemos —respondió—. Ya se verá.

Guardaron silencio.

—Tú no fuiste niño prodigio —dijo ella con una sonrisa.

—No —respondió Erlendur—. Carezco de talento alguno en todos los terrenos.

—Yo, igual —dijo Valgerdur—. Sigo dibujando como un niño de tres años.

—¿Qué haces cuando no estás trabajando? —preguntó ella tras un breve silencio.

Erlendur no se esperaba aquella pregunta y vaciló, hasta que ella sonrió.

—No era mi intención ponerte en un compromiso —dijo al ver que Erlendur no respondía.

—No, es… no estoy acostumbrado a hablar de mí —respondió Erlendur.

No podía decirle que practicara el golf o cualquier otro deporte. En cierta ocasión le interesó el boxeo, pero su interés se apagó. Nunca iba al cine y raramente veía la televisión, ni iba al teatro. Viajaba él solo por el país en verano, pero los últimos años había abandonado esa costumbre. ¿Qué hacía cuando no estaba trabajando? Ni él lo sabía. Casi siempre estaba solo.

—Leo mucho —respondió de pronto.

—¿Y qué lees? —preguntó ella.

Nueva vacilación, y ella sonrió de nuevo.

—¿Tan difícil es la pregunta? —le dijo.

—Sobre accidentes de personas que se pierden y mueren a la intemperie —respondió—. Gente que muere en las montañas o se pierde en los páramos. Hay montones de libros sobre eso. Hace tiempo eran muy populares.

—¿Accidentes de gente que se pierde? —preguntó ella.

—Y de otras muchas cosas más, claro. Leo mucho. Historia. Libros documentales. Anales.

—Todo lo antiguo y pasado —dijo ella.

Él asintió con la cabeza.

—El pasado es algo a lo que te puedes agarrar —dijo él—. Aunque a veces puede ser falso.

—¿Pero por qué lees sobre accidentes, sobre gente que muere a la intemperie? ¿No es una lectura horrible?

Erlendur sonrió.

—Deberías estar en la policía —dijo.

En aquella corta velada, ella había conseguido llegar a un rincón del alma de Erlendur que tenía cuidadosamente cerrado a cal y canto, incluso para él mismo. No quería hablar de ello. Eva Lind era la única que sabía de su existencia pero no lo conocía a fondo, ni lo relacionaba especialmente con su interés por la gente que se perdía en las montañas. Él permaneció largo rato en silencio.

—Es algo que ha ido surgiendo con los años —dijo luego, y enseguida se arrepintió de su mentira—. ¿Y tú? ¿Qué haces cuando no estás metiendo tus bastoncillos en la boca de la gente?

Intentó rebobinar y parecer divertido, pero la relación entre ambos se había quebrado y había sido por su culpa.

—En realidad nunca he tenido tiempo para nada más que para trabajar —respondió ella, con la sensación de que, sin pretenderlo, había despertado algo de lo que él no quería hablar, y que ella no sabía lo que era. Se sintió incómoda, y él lo notó.

—Creo que deberíamos repetir una velada como esta muy pronto —dijo él para acabar con aquello. No podía con la mentira.

—Desde luego —dijo ella—. Sinceramente, he dudado mucho pero no me arrepiento. Quiero que lo sepas.

—Yo tampoco —dijo él.

—Me alegro —dijo ella—. Muchas gracias por todo. Muchas gracias por el Drambuie —dijo ella acabando la copa de licor. Él también había pedido un Drambuie, pero no lo había tocado.

Erlendur estaba tumbado en la cama de su habitación del hotel mirando el techo. Seguía haciendo frío en la habitación, y él seguía vestido. Fuera nevaba. Una nieve blanda, tibia y bella que caía con delicadeza sobre el pavimento y se fundía al instante. No tenía nada que ver con esa nieve fría, dura y sin conciencia, que mataba y hería.

—¿Qué manchas son esas? —preguntó Elínborg al padre.

—¿Manchas? —respondió este—. ¿Qué manchas?

—Ahí, en la alfombra —dijo Erlendur. Elínborg y él acababan de regresar del hospital, donde habían ido a ver al niño. El sol de invierno iluminaba la alfombra de la escalera que llevaba al piso superior, donde se encontraba el dormitorio del muchacho, y vio las manchas.

—No veo ninguna mancha —dijo el padre inclinándose para mirar de cerca la alfombra de la escalera.

—Son bastante claras con esta luz —dijo Elínborg, mirando el sol por la ventana del salón. Estaba ya muy bajo y hacía daño en los ojos. Miró las losetas de mármol de color beis, que parecían arder sobre el suelo del salón. A poca distancia de la escalera había un elegante mueble bar. En él se veían botellas de licor de elevado precio. Vinos tintos y blancos mostraban sus cuellos inclinados. El armario tenía dos puertas de cristal y Erlendur entrevió en uno de los cristales algo parecido a la huella que deja una bayeta. En la puerta del armario que daba a la escalera había una gotita que se había desplazado como centímetro y medio. Elínborg tocó la gota con el dedo y notó que estaba pegajosa.

—¿Pasó algo aquí, al lado del mueble bar? —preguntó Erlendur.

El padre lo miró.

—¿De qué estás hablando?

—Es como si hubiera habido una salpicadura. Lo has limpiado hace poco.

—No —dijo el padre—. Hace poco, no.

—Esas huellas de la escalera —dijo Elínborg—. Creo que son de un niño, ¿o me equivoco?

—Yo no veo ninguna huella en la escalera —dijo el padre—. Antes hablabas de manchas. Ahora son huellas. ¿Qué estás intentando decirme?

—¿Estabas en casa cuando agredieron al niño?

El padre calló.

—La agresión se produjo en la escuela —prosiguió Elínborg—. La jornada escolar había terminado, él estaba jugando al fútbol, y cuando se iba para casa lo agredieron. Eso es lo que creo que pasó. No ha podido hablar contigo, y tampoco con nosotros. Creo que no quiere hacerlo. Que no se atreve. Quizá porque los otros chicos le dijeron que lo matarían si se lo contaba a la policía. Quizá porque fue otra persona quien le dijo que lo mataría si hablaba con nosotros.

—¿Adónde quieres llegar con eso?

—¿Por qué regresaste tan pronto del trabajo ese día? Volviste a casa a medio día. Él vino a casa como pudo y subió a su habitación, y poco después llegaste tú y llamaste a la policía y la ambulancia.

Elínborg había estado dándole vueltas a lo que podría estar haciendo el padre en casa a mediodía de un día laborable, pero hasta aquel momento no se lo había preguntado.

—Nadie lo vio en el camino de vuelta a casa desde la escuela —dijo Erlendur.

—¿No estarás intentando insinuar que yo agredí… que yo agredí a mi hijo de esa forma tan brutal? ¿No estarás insinuando semejante cosa?

—¿Te importa si nos llevamos una muestra de la alfombra?

—Creo que tenéis que salir de aquí ahora mismo —dijo el padre.

—No estoy insinuando nada —dijo Erlendur—. En su momento, el chico nos dirá lo que sucedió. Tal vez ahora no, ni dentro de una semana o de un mes, quizá ni siquiera dentro de un año, pero lo dirá.

—Fuera —dijo el padre, rojo de furia e indignación—. No te atreverás… no os atreveréis a… Fuera. ¡Largaos! ¡Largaos ahora mismo!

Elínborg fue directamente al hospital, a la planta de pediatría. El chico estaba durmiendo en su cama del rincón. Se sentó junto a él y esperó a que despertara. Llevaba quince minutos junto a la cabecera cuando el muchacho abrió los ojos y se dio cuenta de la presencia de la cansada mujer policía, pero no vio por ningún lado al hombre del chaleco de punto y ojos tristes que la acompañaba en la visita anterior. Los dos se miraron, Elínborg sonrió y le preguntó con toda la dulzura de que fue capaz.

—¿Fue tu papá?

Regresó a casa del niño y su padre con una orden judicial de registro y acompañada por los de la policía científica. Examinaron las manchas de la alfombra. Examinaron el suelo de mármol y el mueble bar. Con una aspiradora tomaron muestras de polvo del mármol. Comprobaron la gota del mueble bar. Subieron la escalera y fueron al cuarto del niño, y tomaron muestras de la ropa de cama. Fueron al lavadero y examinaron bayetas y toallas. Miraron la ropa sucia. Abrieron la aspiradora. Tomaron muestras del polvo de la escobilla. Salieron a buscar el cubo de la basura y escarbaron en su contenido. Encontraron unos calcetines del niño en el cubo.

El padre estaba en la cocina. En cuando aparecieron los técnicos llamó a un abogado amigo suyo. El abogado acudió a toda prisa y examinó la orden del juez. Recomendó a su cliente que no hablara con la policía.

Erlendur y Elínborg observaban el trabajo de los técnicos. Elínborg lanzó una mirada penetrante al padre, que sacudió la cabeza y apartó los ojos.

—No comprendo lo que queréis —dijo—. No lo comprendo.

El chico no había denunciado a su padre. Cuando Elínborg le preguntó, no mostró reacción alguna, aunque los ojos se le llenaron de lágrimas.

El jefe de la policía científica telefoneó dos días después.

—Tenemos los resultados de la alfombra de la escalera —dijo.

—¿Sí? —dijo Elínborg.

—Drambuie.

—¿Drambuie? ¿El licor?

—Hay rastros por todo el salón y un reguero en la alfombra hasta la habitación del muchacho.

Erlendur estaba mirando el techo cuando oyó llamar a la puerta. Se levantó a abrir, y Eva Lind se metió en la habitación. Erlendur miró el pasillo y cerró la puerta.

—No me ha visto nadie —dijo Eva—. Sería más sencillo si te decidieras a vivir en tu casa. No comprendo esta ocurrencia.

—Ya volveré a casa —dijo Erlendur—. No te preocupes. ¿Qué te trae por aquí? ¿Necesitas alguna cosa?

—¿Necesito tener un motivo especial para querer verte? —repuso Eva, sentándose al escritorio y sacando un paquete de cigarrillos. Dejó en el suelo una bolsa de plástico y le hizo una señal con la cabeza—. Te he traído algo de ropa. Si piensas seguir en el hotel necesitarás cambiarte.

—Muchas gracias —dijo Erlendur. Se sentó en el borde de la cama, delante de ella, y cogió uno de sus cigarrillos. Eva encendió los dos.

—Me alegro mucho de verte —dijo él, dejando escapar una columna de humo.

—¿Qué tal va lo de Papá Noel?

—Pse, pse. ¿Y qué me cuentas tú?

—Nada.

—¿Has visto a tu madre?

—Sí. Siempre lo mismo. No sucede nada en su vida. Trabajar, ver la tele y dormir. Trabajar, ver la tele, dormir. Trabajar, ver la tele, dormir. ¿Eso es todo? ¿Eso es todo lo que le espera a una? ¿Una tiene que ir por el buen camino para poder matarse a trabajar hasta caerse muerta? ¡Y mírate a ti! ¡Te escondes como un idiota en la habitación de un hotel, en vez de largarte a tu casa!

Erlendur aspiró el humo y exhaló una nubécula por la nariz.

—Yo no pretendo…

—No, ya lo sé —le interrumpió Eva Lind.

—¿Te vas a rendir? —preguntó él—. Cuando viniste ayer…

—No sé si seré capaz de aguantar esto.

—¿Aguantar qué?

—¡Esta mierda de vida!

Siguieron sentados, fumando, y el tiempo fue pasando.

—¿Piensas alguna vez en la niña? —preguntó Erlendur por fin. Eva estaba ya de siete meses cuando perdió el bebé, y estaba sumida en una profunda depresión cuando se mudó a casa de su padre después de la convalecencia en el hospital. Erlendur sabía que estaba destrozada. Se culpaba a sí misma de la muerte de su hija. La tarde en que sucedió todo le envió una llamada de socorro al móvil, y finalmente Erlendur consiguió encontrarla en medio de un charco de sangre a la entrada del Hospital Nacional, pues había perdido el sentido mientras intentaba llegar a la maternidad. Poco faltó para que también ella perdiera la vida.

—¡Esta mierda de vida! —dijo de nuevo, y apagó el cigarrillo en la mesa.

El teléfono de la mesilla de noche sonó en cuanto Eva Lind salió y Erlendur se volvió a acostar. Era Marion Briem.

—¿Sabes la hora que es? —preguntó Erlendur, buscando su reloj de pulsera. Ya eran más de las doce.

—Pues no —repuso Marion—. Estaba pensando en la saliva.

—¿La saliva del condón? —dijo Erlendur, intentando no ponerse nervioso.

—Naturalmente lo descubrirán ellos solos, pero quizá no vendría mal mencionar el cortisol.

—Todavía tengo que hablar con la brigada científica, seguramente nos dirán algo sobre el cortisol.

—Servirá para hacernos una idea de una serie de cosas. Para saber lo que sucedió en ese cuchitril del sótano.

—Lo sé, Marion. ¿Alguna otra cosa?

—Solo quería recordarte lo del cortisol.

—Buenas noches, Marion.

—Buenas noches.