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El presidente en funciones Ben Hamilton observaba la pantalla en el Despacho Oval mientras sus ayudantes se agolpaban a su alrededor. Las secuencias de la película tenían mucho grano y se veían entrecortadas, pues todos los servicios de noticias profesionales habían abandonado Siria, pero aun así era evidente que en Damasco el caos era total. Los coches colapsaban las carreteras y los sirios, desesperados y aterrorizados, abarrotaban las calles. Se decía que la gente corría por la pista del aeropuerto para intentar subir a alguno de los últimos aviones que despegaban. Hacía horas que el orden público brillaba por su ausencia. La gente tan sólo intentaba huir. Y a medida que transcurría el tiempo y la esperanza se desvanecía, la situación empeoraba.

Hamilton y su grupo observaban en la pantalla a padres corriendo por las calles, cargando con sus hijos y chillando despavoridos. Los soldados se abrían paso entre la muchedumbre aterrorizada ordenando por los megáfonos evacuación inmediata. No obstante, teniendo en cuenta que quedaba menos de una hora para el plazo fijado por EE. UU. ninguna de esas personas sobreviviría. En una parte del vídeo se veía a unos ciudadanos enfadados linchando a unos saqueadores. Hamilton miró hasta que vio a un grupo de niños siendo separados de sus familias y luego pisoteados por la estampida de la muchedumbre.

—Apaga el dichoso aparato —ordenó. La pantalla ennegreció al instante.

La mesa de Hamilton estaba repleta de peticiones oficiales de todo el mundo para que no apretara el gatillo. Millones de estadounidenses habían salido a las calles, algunos para apoyar la decisión de Hamilton, pero la mayoría para mostrar su repulsa. La centralita de la Casa Blanca estaba colapsada.

El secretario de Defensa se sentó al lado de su comandante en jefe. Hamilton lo miró con expresión angustiada.

Intuyendo quizá que su jefe flaqueaba, Decker habló.

—Señor, sé que esto es más presión de la que una persona debería soportar. Y sé lo que le pide el mundo. Pero si ahora retrocedemos, perderemos toda credibilidad ante esta gente y, si eso ocurre, será nuestra perdición.

—Lo entiendo, Joe —dijo Hamilton lentamente.

—Hay novedades, señor.

El presidente lo miró con expresión abatida.

—¿Qué?

—Ahora mismo, las condiciones atmosféricas sobre el Atlántico son muy inusuales. La armada informa que la comunicación vía satélite con el Tennessee podría perderse en unos minutos.

—Si ese es el caso no deberíamos lanzar el misil.

Decker negó con la cabeza.

—Estas condiciones no afectarán al lanzamiento. El D-5 posee una guía inercial. Después de la separación del propulsor del cohete final, maniobra hacia la ubicación óptima para desplegar las ojivas nucleares y se produce la caída libre sobre el objetivo. El problema es mantener el contacto con el submarino.

—¿Qué quieres decirme, Joe? —preguntó Hamilton.

—Sugiero que liquidemos el asunto antes de perder el contacto.

—¿Qué? ¿Lanzarlo ahora? —Hamilton consultó su reloj—. Todavía faltan cincuenta y dos minutos.

—¿Y qué diferencia hay, señor presidente? Si pensaran liberarlo, ya lo habrían hecho. En realidad, con esta espera sólo estamos concediendo tiempo al enemigo para contraatacarnos. Y si no lo hacemos ahora, quizá luego no podamos contactar con el Tennessee.

—¿No podemos utilizar otro ingenio nuclear?

—Ese submarino está en el lugar ideal con el misil ideal para alcanzar Damasco, y está listo para actuar. De todos modos, los otros submarinos que tenemos en el Atlántico se enfrentarán a los mismos problemas de comunicación.

—Bueno, pues entonces dile al Tennessee que dispare cuando termine el plazo, salvo que reciban una contraorden por nuestra parte.

—No funciona así con las armas nucleares, señor. Por muchos motivos, si les decimos que las lancen es probable que ya no tengamos tiempo de dar marcha atrás. Podríamos hacer despegar un avión, pero es probable que para cuando esté preparado ya se haya cumplido el plazo. Y si no lanzamos el misil dentro del tiempo estipulado, entonces habremos perdido toda credibilidad, señor.

—¿O sea que así van a ser las cosas a partir de ahora? Nosotros atacamos y ellos nos atacan. ¿Hasta que desaparezcamos todos?

—Con los debidos respetos, señor, los superamos con mucho en armamento. La victoria final será nuestra sin ninguna duda.

Hamilton alzó la vista y vio que todas las miradas de la sala estaban puestas en él. «Que Dios se apiade de mí», pensó.

—Primero ponte en contacto con los sirios. Dales una última oportunidad —ordenó. Apoyó la cabeza entre las manos mientras todos los presentes bajaban la mirada.

De repente Andrea Mayes habló.

—¡Un momento! Por favor. Señor, ¿por qué no iban a entregarlo si lo tuvieran? ¿Por qué permitirían la muerte de millones de personas de su propio pueblo?

—Porque son terroristas —espetó Decker—. Piensan así. Y según sus creencias, todas esas víctimas irán directas al paraíso. Y no olvidemos que ellos nos atacaron primero. Se llevaron a nuestro presidente, que ahora mismo probablemente esté muerto. No tenemos elección. Tenemos que contraatacar y dejar bien claro la resolución de este país. Cualquier otra decisión les envalentonará y se sentirán libres para hostigarnos más y más. La mejor y única respuesta es el arma nuclear. Japón no se rindió hasta que les lanzamos dos. Así salvamos millones de vidas.

Pasó por alto que las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki también habían matado y mutilado a cientos de miles de civiles japoneses y dejado radiactividad en ambas ciudades durante décadas.

Hamilton apartó la mirada y la secretaria de Estado se derrumbó en su asiento.

Decker habló por un teléfono seguro y ordenó que se hiciera esa última petición a los sirios y la Sharia inmediatamente. Al cabo de unos minutos recibió la respuesta.

Hamilton lo miró.

—¿Y bien?

—La versión publicable es que Dios nos castigará por el mal que estamos a punto de hacer —repuso Decker—. Así pues, ¿me autoriza a que contacte con el Alto Mando, señor?

De repente Hamilton se mostró indeciso. Mayes aprovechó su vacilación.

—Señor presidente, por favor piense en lo que está a punto de hacer. Si aniquilamos Damasco nunca habrá paz. Nunca.

Decker se colocó delante de ella.

—Señor presidente, ahora mismo no tenemos paz. Y si no cumple lo prometido, América será el hazmerreír del mundo y perderá toda su influencia. Sé que usted no es la clase de líder que permitiría una catástrofe de esas dimensiones. —Hizo una pausa antes de añadir con firmeza—: Tenemos que hacerlo.

Hamilton se frotó los ojos, miró a Mayes y luego asintió en dirección a Decker.

—Haz la llamada.

Hamilton se acercó a una ventana mientras Decker descolgaba otro teléfono y daba la orden al Alto Mando, que la transmitió de inmediato al Tennessee. El potente misil Trident despegaría poco después, acelerando desde las profundidades marinas a tal velocidad y fuerza que una capa de gas protector lo circundaría. Al recorrer cientos de metros hasta la superficie, ni una sola gota de agua tocaría su piel metálica. A una velocidad de crucero de veinte mil kilómetros por hora, el Trident alcanzaría Damasco menos de treinta minutos después de su lanzamiento con la fuerza de mil huracanes. No quedaría nada.

Al comienzo no se dio cuenta de que sonaba el teléfono. Luego, lentamente, Hamilton alzó la vista. Era ese teléfono. Corrió a contestar.

—¿Sí?

Tragó saliva y se llevó la mano al costado. La mayoría de los presentes pensó que sufriría alguna clase de ataque.

—¡Lo tienen! —gritó a la sala—. ¡Tienen a Brennan! —Se giró hacia Decker—. Suspende el lanzamiento. ¡Suspéndelo!

Decker habló rápidamente por el otro teléfono y ordenó que no enviaran la orden de lanzamiento al Tennessee. Sin embargo, el secretario de Defensa palideció de repente.

—¿Cómo? No puede ser.

Todo el mundo clavó su mirada en él.

Decker se quedó lívido.

—La tormenta del Atlántico está afectando las comunicaciones vía satélite. El Tennessee acusó y confirmó la orden del lanzamiento, pero ahora tenemos problemas para restablecer el contacto.

—¡Sabía que teníamos que esperar las ocho horas! ¡Idiota! —gritó Hamilton.

—Oh, Dios mío —exclamó Andrea Mayes con voz temblorosa.

Hamilton le arrebató el auricular a Decker y apartó al hombre con brusquedad.

—Soy el presidente en funciones Hamilton. Tenéis que establecer comunicación con el submarino y ordenarle que no lance el misil. Me da igual cómo lo hagáis, ¡pero hacedlo! —ordenó. Se agarró a la mesa Resolute para sostenerse en pie porque le fallaban las rodillas y tenía la frente perlada de sudor.

Un afligido Decker se apoyaba en la pared sujetándose el hombro por donde Hamilton le había empujado.

Hamilton volvió a gritar.

—¡Bombardead al dichoso submarino si hace falta! —chilló—. ¡Detenedlo a cualquier precio! ¡Es una orden directa!

Los segundos iban pasando y en el Despacho Oval no se oía ni el vuelo de una mosca. Todos los presentes contenían la respiración. Al final, Hamilton escuchó un momento por el auricular y parpadeó. Luego colgó y se arrodilló; parecía a punto de desmayarse.

Miró a sus subordinados.

—Han detenido el lanzamiento —acertó a decir antes de mirar a Decker—. A falta de un maldito segundo.

No hubo vítores en el Despacho Oval; todos se quedaron petrificados.

Sin embargo, en algún lugar de las profundidades del Atlántico, ciento cincuenta y cinco marineros estadounidenses lanzaron exclamaciones de alivio.

La aparición del presidente Brennan sano y salvo en un almacén abandonado en las afueras de Medina, un pueblo de Ohio, volvió a estremecer al mundo. Los más de catorce mil militares y agentes especiales estadounidenses desplegados en la Medina de Arabia Saudí se escabulleron lo más discretamente posible. En el bolsillo de la chaqueta del presidente se encontró una nota mecanografiada que ponía: «De los grandes sacrificios surgen las grandes oportunidades».

Franklin Hemingway había escrito esas palabras hacía treinta años y a su hijo no se le ocurrió un mejor mensaje que dejar al líder del mundo libre.

Carter Gray fue aclamado como héroe nacional por intuir dónde liberarían a Brennan. Aunque dio una explicación un tanto vaga, Gray explicó que se trataba de una combinación de trabajo duro, informadores fiables y mucha suerte.

—Sin embargo, los secuestradores no mintieron —dijo—, porque el presidente estaba en Medina, sólo que a varios miles de kilómetros de distancia de la que nosotros pensábamos.

Gray había pasado una dolorosa noche con el senador Simpson y su esposa, consolándoles por la pérdida de su única hija. La versión oficial de lo sucedido, y la única que se había comunicado a los padres, era que a Jackie la habían asaltado unos delincuentes comunes en la interestatal 81 a altas horas de la noche, y en el forcejeo la habían matado. No había sospechosos y Gray sabía que nunca se practicaría ninguna detención. La otra novedad era la misteriosa desaparición de tres agentes del NIC. Gray también se encargaría de maquillar ese hecho.

En el plano positivo cabía destacar que el capitán Jack había hablado. Y mucho. Ahora Gray tenía mucha munición para utilizar contra Corea del Norte.

James Brennan regresó triunfante a la Casa Blanca entre los vítores de las multitudes que rodeaban la zona. Dirigió un discurso televisado a la nación, dando las gracias a Carter Gray por su labor ejemplar, sin tener ni idea de que este se había planteado seriamente matarlo y echarle la culpa a los sirios. Brennan también dio las gracias a su atribulado vicepresidente por el trabajo bien hecho. Por último, expresó su agradecimiento al pueblo americano por mantenerse inquebrantable y fiel a lo largo de la crisis.

Nunca sabrían que sólo por un escaso segundo se había evitado el inicio del Apocalipsis mundial. Su jefa de Gabinete estaba a su lado con una sonrisa radiante. Una vez terminada la crisis, volvió a dedicar toda su atención a las elecciones. Los últimos sondeos otorgaban a Brennan un histórico índice de popularidad del 86 por ciento. Salvo una catástrofe, ganaría los comicios sin problemas y dispondría de cuatro años más para forjar su legado.

Brennan recibió explicaciones detalladas de todo lo sucedido, pero nadie fue capaz de arrojar luz sobre quién lo había secuestrado. En esos momentos parecía claro que ni la organización terrorista Sharia ni Siria habían tenido relación alguna con los hechos. Sharia no tenía recursos en EE. UU. para ejecutar un plan de esa naturaleza. Habían encontrado el cadáver de uno de los líderes de los secuestradores y era obvio que había muerto torturado. Y nadie había explicado cómo era posible que tantos árabes cualificados se hubieran infiltrado en EE. UU. sin que los servicios de inteligencia tuvieran constancia de ello.

Damasco seguía sumida en el caos, aunque no era nada comparado con lo que habría ocurrido si el Trident la hubiera alcanzado de lleno. Los sirios y el resto de Oriente Medio seguían traumatizados por la amenaza de guerra, lo cual era comprensible, pero parecía que el hecho de haber estado tan cerca del abismo hacía que la gente mirara las cosas con una actitud más razonable y sensata. No obstante, quedaba por ver que ese talante fuera duradero.

El vicepresidente Hamilton se tomó unas vacaciones de sus obligaciones oficiales. Haber estado a un segundo de ser el primer presidente americano después de Harry Truman en ordenar el lanzamiento de un arma nuclear lo había afectado mucho. Sin embargo, se esperaba que se recuperara por completo.

Brennan se sorprendió al enterarse de que habían muerto casi todos los secuestradores y que estos, intencionadamente, no habían provocado ninguna baja entre los estadounidenses. Mientras reflexionaba sobre las asombrosas noticias, el presidente miró la grabación de su programa de debate político preferido, emitido durante su secuestro. Cada uno de los cuatro expertos del programa concluyó que lo que estaba pasando era alguna clase de estratagema.

«—¿Y si el presidente es devuelto ileso?» —preguntó el moderador.

Los expertos convinieron en que eso sería otra estratagema.

«—¿Con qué objetivo? —preguntó el moderador—. Han sacrificado a más de veinte personas. Podrían haber matado al presidente fácilmente en cualquier momento. Y si lo devuelven vivo, ¿qué habrán ganado?».

«—Tenemos que comprender que esta gente no se detiene ante nada —declaró un experto—. Primero intentaron provocar el caos en nuestro propio territorio, pero no funcionó. Luego contraatacamos y estamos ganando la guerra contra el terrorismo. Así que está claro que han cambiado de táctica».

«—¿Y ahora prueban la estratagema de no matarnos?» —preguntó el asombrado moderador.

«—Exacto» —respondió el experto.

Brennan había recibido una copia de las exigencias de los secuestradores y pasó largo tiempo analizándolas en sus dependencias privadas. También repasó horrorizado los detalles de cuán cerca había estado EE. UU. de lanzar un ataque nuclear contra una nación que era inocente de la supuesta fechoría. Mientras Brennan alababa a su vicepresidente en público, le consternó enterarse de lo rápido que Hamilton se había dejado convencer para autorizar el uso del arma nuclear y lo poco que había faltado para que la lanzaran. Brennan se planteó seriamente buscar otro candidato para la vicepresidencia.

Habló con sus distintos expertos en asuntos musulmanes y dedicó muchas horas a estar con su mujer y su familia. Fue a la iglesia varias veces en una semana, tal vez buscando el consejo divino para los problemas seculares de la humanidad.

Ahora que el presidente estaba sano y salvo, la prensa internacional empezó a informar más claramente sobre las peticiones de los secuestradores. En las capitales de Europa, América del Sur y Asia, la gente se centraba más en la «sustancia» de las exigencias, dado que no había una montaña de cadáveres y de escombros adjuntos que las ensombrecieran.

Por último, Brennan convocó una reunión de su Gabinete, del Consejo de Seguridad Nacional y de sus asesores militares de más alto rango. Ahí sacó el tema de las exigencias de sus captores.

Su asesor de seguridad nacional protestó de inmediato.

—Señor —dijo—, es absurdo. No podemos satisfacer ninguna de ellas. Es más que ridículo.

Entonces habló el secretario de Defensa Decker.

—Señor presidente, considerar siquiera esas exigencias sería una muestra de debilidad por parte de este país.

La respuesta de Brennan fue seca.

—Estuvimos a punto de matar a seis millones de personas por lo que al cabo resultó un error nuestro de interpretación.

—Nosotros no empezamos todo esto. Y siempre se corren riesgos —replicó Decker.

Brennan lo miró fijamente hasta que le hizo apartar la vista.

—Somos la única superpotencia del mundo. Tenemos un arsenal nuclear capaz de destruir el mundo. Si los demás no saben contenerse, ¡nosotros estamos obligados a ello!

Por la forma en que el presidente miraba a Decker resultaba obvio que en su segundo mandato habría cambio de secretario de Defensa junto con un nuevo vicepresidente.

Brennan extrajo un papel del bolsillo. Era la nota que le habían dejado tras el secuestro. La leyó para sus adentros. «De los grandes sacrificios surgen las grandes oportunidades». Y como había mostrado la historia, y Brennan bien lo sabía, los grandes presidentes solían forjarse durante esos momentos.

Apartó la vista de Joe Decker y sus colegas del Pentágono y miró a Andrea Mayes, su secretaria de Estado.

—Creo que ha llegado el momento de ponerse a trabajar —dijo el primer mandatario.