Stone y Reuben llegaron al nivel inferior del complejo al mismo tiempo que Alex y Jackie.
—En total hay nueve chinos muertos —dijo Alex después de que se hubieran puesto al día.
—De hecho, son norcoreanos —lo corrigió Stone.
—¡Norcoreanos! ¿Y qué demonios hacen aquí? —preguntó Jackie.
—Ni idea —señaló con la pistola hacia el pasillo—, pero sé que por ahí están las celdas donde solía retenerse a los «presos» para interrogarles. Supongo que el presidente estará en una de ellas.
Alex consultó su reloj.
—Nos quedan tres horas —anunció—. Tenemos que dar con el presidente, largarnos de aquí, encontrar cobertura para el móvil y llamar al Servicio Secreto. Se pondrán en contacto con la Casa Blanca y detendrán el ataque.
—¿Crees que quedan más norcoreanos? —inquirió Simpson.
—Vi a dos tipos corriendo cuando estaba atrapado en el depósito, así que… —De repente gritó—: ¡Cuidado! ¡Granada!
Corrieron a ponerse a cubierto mientras el objeto rebotaba por las escaleras y caía cerca de ellos. Sin embargo no era una granada normal, sino de las que aturdían con un sonido estridente y una luz cegadora. El equipo de rescate de rehenes del FBI tenía una fe absoluta en su eficacia, y esa vez también cumplió: cuando estalló todos se quedaron aturdidos.
Dos norcoreanos bajaron corriendo las escaleras. Llevaban tapones para los oídos, así que la explosión no les había afectado. Apuntaron a Alex y los demás. Stone trató de levantarse, pero estaba tan desorientado que le fue imposible. Jackie se había tapado los oídos con las manos y parecía a punto de desmayarse. Reuben estaba agazapado en un rincón, sujetándose el costado y respirando a duras penas.
—¡Morid! —gritó un norcoreano.
Puso el selector de disparo de su metralleta en automático y deslizó la mano hacia el gatillo. Vaciaría el cargador de treinta balas en apenas unos segundos.
Y lo habría hecho de haber estado vivo. La columna se le partió cuando un pie lo golpeó por detrás. Se desplomó lentamente sobre el suelo y, mientras lo hacía, apretó el gatillo y su arma disparó varias balas que rebotaron en el suelo e impactaron en su cuerpo, aunque ya no las sentía.
El otro tipo intentó disparar a Hemingway, pero este quitó el cargador de la culata, se lo incrustó en la cabeza de un golpe seco y lo remató con un golpe vectorial que le reventó el hígado. El hombre cayó inerte con un ruido sordo.
Acto seguido, Hemingway desapareció.
A medida que remitían los efectos de la granada aturdidora, Alex se puso en pie trabajosamente y ayudó a Jackie a levantarse. Stone hizo otro tanto con Reuben.
—¿Adónde ha ido Hemingway? —preguntó Stone.
El agente secreto señaló el pasillo.
—Por ahí, por la puerta. Le vi allí justo antes de desaparecer. No sé muy bien cómo porque tenía la impresión de que la cabeza me estallaría.
Observaron a los norcoreanos muertos.
—Ese tipo es una puta pesadilla —exclamó Alex.
—Acaba de salvarnos la vida —señaló Jackie Simpson.
—Seguramente porque quiere matarnos a todos —repuso Alex—, así que mi orden anterior sigue valiendo. Dispárale a matar.
Stone consultó la hora.
—Se nos acaba el tiempo.
Hemingway estaba solo al final del pasillo; las celdas donde se encontraban Chastity y el presidente estaban detrás de él. Los prisioneros estaban inconscientes por las sustancias amnésicas que les había administrado con la cena. Creía que preferirían no recordar nada de lo sucedido.
Se ocultó entre las sombras cuando se abrió la puerta al otro extremo del pasillo.
Alex cruzó el umbral con los demás.
—¡Hemingway, hemos venido por el presidente! —gritó.
Este no replicó.
—Tal vez no sepas lo que ha ocurrido, Tom —añadió Alex—. La organización terrorista Sharia ha reivindicado el secuestro. En estos momentos Estados Unidos tiene un misil nuclear apuntando a Damasco. Lo lanzará antes de tres horas si no se devuelve ileso al presidente. Reinke y Peters venían a decírtelo.
Hemingway respiró hondo, pero siguió sin replicar.
—Tom, entiéndelo —continuó Alex—: el mundo está a punto de estallar. Todos los ejércitos musulmanes y todas las organizaciones terroristas se están preparando para atacarnos. Estamos en el nivel máximo de alerta, Tom, el nivel máximo. Ya sabes lo que eso significa. Todo está a punto de volar por los aires. —Hizo Una pausa antes de añadir gritando—: Joder, nos quedan tres horas antes de que mueran seis millones de personas.
Finalmente, Hemingway emergió de las sombras.
—¿Por qué Sharia ha reivindicado el secuestro? —preguntó con recelo.
—No fueron ellos, así que yo lo hice por ellos —dijo el capitán Jack al tiempo que aparecía repentinamente y presionaba su arma contra la sien de Jackie Simpson. Le quitó su pistola y apuntó a los demás con ella—. Bien, dejad las armas en el suelo o tendréis una bonita vista de los sesos de esta señorita.
Los otros vacilaron unos instantes, pero luego, uno a uno, dejaron caer las armas.
—Mierda, es el tipo al que oímos antes —le susurró Reuben a Stone, pero este no le estaba escuchando sino que miraba de hito en hito al capitán Jack.
El recién llegado recorrió al grupo con la vista, se detuvo y miró de nuevo a Stone. Frunció el ceño, pero justo entonces Hemingway intervino de nuevo.
—Creía que teníamos un trato. —Parecía muy tenso.
—Lo teníamos, Tom —replicó el capitán Jack—, pero los norcoreanos me hicieron una oferta más tentadora. Ya te dije que sólo lo hacía por dinero. Fue una advertencia justa, colega, y no me culpes si no la pillaste.
—¿Por qué? —repuso Hemingway—. ¿Para iniciar una guerra entre musulmanes y americanos? ¿Qué es lo que gana Corea del Norte?
—Me da igual. Me pagaron lo que pedía.
—Vamos a lanzar una bomba nuclear sobre Damasco —les recordó Alex.
El capitán Jack lo miró con desdén.
—Trabajé para los sirios una temporada. Son tan sanguinarios como los demás. No puede decirse que no se lo merezcan.
—Seis millones de personas —dijo Alex—, incluyendo mujeres y niños.
El capitán Jack negó con la cabeza cansinamente.
—Me parece que no comprendes lo que estoy diciendo.
—Hay norcoreanos muertos por todas partes —dijo Hemingway—. ¿De verdad crees que el plan funcionará ahora?
—Ya tendré tiempo de limpiar eso, Tom. No muy lejos hay un viejo pozo; es un lugar perfecto para arrojar cadáveres.
—¿También el de Brennan?
—Tengo que acabar el trabajo.
—Entonces ¿piensas matarnos a todos? —intervino Stone.
—Me suenas de algo —dijo el capitán Jack mirándole.
—No has respondido a mi pregunta.
—Sí, pienso mataros a todos. —Miró a Hemingway—. Me porté bien contigo, Tom. Mira lo que pasó en Brennan, todo salió a la perfección.
—No saldrá bien si el presidente también muere —dijo Hemingway—. Se supone que tiene que regresar sano y salvo. Eso es lo que prometí.
—Si lo que quieres es dinero, Estados Unidos tiene mucho más que Corea del Norte —terció Jackie.
El capitán Jack negó con la cabeza.
—No soy tan codicioso, y dudo mucho que me pagaran. Estados Unidos es el principal país deudor del mundo.
El capitán Jack disparó a Hemingway y le rozó la pierna izquierda. Hemingway hizo una mueca y cayó de rodillas. A continuación le disparó en el brazo derecho.
—¡Basta, por favor! —gritó Jackie.
—Siento tener que acabar de esta manera, Tom, pero no me apetece nada que me destroces el cuello.
—Tal vez debas reconsiderar el plan —repuso Hemingway apretando los dientes.
—¿Y eso?
—Porque las puertas de la celda tienen una bomba trampa.
—Entonces apaga los dispositivos y abre las puertas.
Hemingway negó con la cabeza.
—Me los cargaré uno a uno hasta que lo hagas.
—Vas a matarlos de todas maneras, ¿qué más da? —replicó Hemingway.
—Veremos cuánto tiempo soportas los gritos. Tu único punto débil es que eres demasiado civilizado, Tom.
Stone logró llamar la atención de Hemingway y le indicó algo con la mirada. Hemingway asintió imperceptiblemente.
El capitán presionó la pistola contra la sien de la chica.
—Adiós, cariño, seas quien seas —dijo.
—Me llamo John Carr —dijo Stone con tranquilidad mientras daba un paso al frente—. Tienes razón, nos conocemos.
El capitán Jack se detuvo.
—John Carr —repitió asombrado, y miró a Stone de arriba abajo—. Por Dios, John, los años te han pasado factura.
—Fuiste un maldito traidor en el pasado y veo que no has cambiado.
—Me fui a mi manera, no creo que puedas decir lo mismo —replicó con desdén. Había centrado toda su atención en Stone, por lo que no se percató de que Hemingway se arrimaba lentamente a la pared.
Stone dio otro paso para distraerlo.
—¿Por qué no me matas? Siempre fuiste un segundón, así que resultará grato cargarse al número uno, ¿no?
—Sigues siendo un cabrón engreído.
—Me lo gané a pulso, no como tú. ¿En qué fallaste? Ah, sí, ya lo recuerdo, usaste una lectura barométrica equivocada y erraste el blanco. Tuvieron que enviarme al año siguiente para que lo hiciera bien. Admítelo, eras un chapucero.
El capitán Jack le apuntó a la frente.
—Esta vez no tendré que preocuparme por la presión barométrica.
En ese instante Hemingway saltó y alcanzó el interruptor de la luz, tras lo cual se quedaron a oscuras. El capitán Jack disparó. Se oyeron gritos, chillidos, un forcejeo y, finalmente, un grito estridente y el ruido sordo de un cuerpo al caer al suelo.
Las luces se encendieron. El capitán Jack estaba en el suelo, desarmado. Stone estaba a su lado, empuñando un cuchillo ensangrentado. Lo había cogido en la sala de la «verdad».
—¡Cabronazo! —gimió el capitán Jack mientras se sujetaba las pantorrillas, donde Stone le había clavado el cuchillo para inmovilizarlo—. ¿Por qué no me has matado? —le espetó.
—Porque no tengo motivos para ello.
—¡Escuchadme todos! —masculló el capitán Jack con gesto de dolor—. Diez millones de dólares para cada uno de vosotros si matáis a Brennan. —Todos le miraron—. ¡Sólo es un jodido cabrón! —gritó.
—Si no cierras el pico —bramó Alex—, te mataré con mis manos.
Hemingway logró incorporarse apoyándose en la pared.
—Tenéis que llevaros al presidente Brennan y dejarlo en un lugar específico para que todo acabe bien.
Alex le miró sin dar crédito a tanto desatino.
—Joder, no sé cuáles son tus motivos ni me importan. Has llevado al mundo al borde de la guerra. Lo que haremos será llevarnos al presidente al lugar que le corresponde. De camino haremos una llamada para evitar que seis millones de personas mueran por tu culpa. —Le apuntó con su arma—. O abres la puerta de la celda o te mato.
—No he traicionado a mi país, penséis lo que penséis. Lo he hecho por mi país. Lo he hecho por mi mundo.
—¡Abre la maldita puerta! —ordenó Alex—. ¡Ahora!
Hemingway sacó un juego de llaves y abrió una de las puertas.
—Creía que habías dicho que tenían una bomba trampa —gruñó el capitán Jack.
—Mentí.
Stone y Alex sacaron al presidente inconsciente y lo sentaron apoyado contra la pared. Luego hicieron lo propio con Chastity y la colocaron junto al presidente.
Alex sacó el móvil.
—Joder, había olvidado que aquí no hay cobertura; tenemos que salir de aquí para llamar a Washington y…
—No creo que sea necesario —interrumpió una voz de hombre.
Se volvieron y vieron a Carter Gray y a seis hombres armados con metralletas.