Stone y Reuben observaban lo que parecía una réplica del célebre Hogan’s Alley de Quantico, que el FBI utilizaba para entrenar a los agentes en situaciones de la vida real. El Servicio Secreto tenía un complejo similar en el centro de entrenamiento de Beltsville. En la sala había réplicas de edificios, una cabina telefónica, aceras y un cruce con semáforos. Era como si hubieran retrocedido en el tiempo.
En la calle había varios maniquíes: dos hombres, tres mujeres y varios niños. La pintura de las caras se había desconchado, pero todavía parecían tener vida. Reuben se fijó en que todos tenían orificios de bala en la cabeza.
Stone lo condujo hacia la parte posterior de un edificio. Había escaleras de madera que llevaban hasta un rellano en cada ventana.
—Aquí es donde nos entrenábamos como francotiradores —explicó.
—¿A quién teníais que matar?
—Mejor que no lo sepas —respondió Stone y se llevó un dedo a los labios.
Se acercaban pasos. Stone señaló hacia arriba, hacia una ventana. Subieron en silencio y, con precaución, miraron por la ventana. Aparecieron tres norcoreanos. Avanzaban como una unidad bien entrenada; se cubrían los unos a los otros mientras inspeccionaban la zona.
Stone y Reuben empuñaron sus pistolas. El problema era que los norcoreanos llevaban metralletas. Si Stone y Reuben eliminaban cada uno a un norcoreano, quedaría uno de ellos y habrían revelado su posición. Incluso con dos pistolas no sería fácil vencer a una metralleta en manos expertas.
—¡Hostia puta! —exclamó Reuben.
Uno de los norcoreanos acababa de desplomarse con un cuchillo clavado en el cuello. Los otros dos abrieron fuego de inmediato hacia el lugar del que había salido el cuchillo. Se hizo el silencio y los dos norcoreanos corrieron a ponerse a cubierto detrás de un viejo coche. Estaban de espaldas a Stone y Reuben y les habría sido fácil acabar con ellos. Sin embargo, cuando Reuben lo miró inquisitivamente, Stone negó con la cabeza. Quería ver qué sucedía antes de comprometerse.
Uno de los norcoreanos extrajo algo, le quitó una anilla y lo arrojó hacia el punto de origen del cuchillo. Aunque la granada no cayó cerca de ellos, Stone sujetó a Reuben contra el suelo del rellano en que se encontraban.
La explosión sacudió la pequeña sala. Cuando el ruido disminuyó y el humo se despejó un poco, Stone y Reuben vieron a los norcoreanos moviéndose a toda prisa. Stone habría esperado: todavía había demasiado humo para ver bien.
Instantes después, una figura vestida de negro surgió entre el humo. Se desplazaba con tal velocidad y agilidad que parecía ingrávida. Un par de espadas en forma de media luna resplandecían a sus costados como si fueran alas.
Con un golpe certero de las espadas despojó a los norcoreanos de las metralletas. Intentaron coger las pistolas, pero las espadas les cortaron las pistoleras, que cayeron al suelo y el atacante las apartó de una patada. Todo ocurrió en una serie de movimientos asombrosamente veloces.
El hombre de negro se colocó entre los dos norcoreanos.
Se quitó la capucha y depositó las espadas en el suelo. Tom Hemingway observó a los dos hombres y luego les habló en coreano.
—¿Qué ha dicho?
—Básicamente que se rindan o morirán —respondió Stone, que contemplaba absorto aquella escena surrealista.
—¿Crees que lo harán? —susurró Reuben.
—No; son norcoreanos. Resisten el dolor y el sufrimiento más allá de lo imaginable. —Miró a Hemingway y pensó: «Y ahora mismo necesitarán hasta el último hálito de resistencia».
Los norcoreanos adoptaron posturas de Tae Kwon Do. Uno de ellos hizo un amago rápido con el pie al que Hemingway ni siquiera hizo caso. Volvió a dirigirse a ellos en coreano. Los dos negaron con la cabeza. El otro trató de propinarle una patada, pero Hemingway le cogió el pie con una mano y, con la fuerza del brazo, lo arrojó hacia atrás. Les habló de nuevo en coreano.
—Acaba de decir «siento tener que hacerlo» —tradujo Stone.
Antes de que volvieran a respirar, Hemingway atacó. El puño atravesó la débil defensa de uno de sus oponentes y le golpeó directamente en el pecho. Moviéndose tan rápido que costaba seguirle con la mirada, Hemingway se dio la vuelta y le propinó una patada mortal en el lado de la cabeza.
Incluso desde donde estaban ocultos, Stone y Reuben oyeron el chasquido del cuello del norcoreano.
El otro corrió por la calle hacia el coche, mientras Hemingway le pisaba los talones. El norcoreano se volvió y le lanzó un cuchillo que le acertó en el brazo, pero Hemingway no se detuvo. Con el talón del pie golpeó en la barbilla al oriental, que salió despedido contra el coche. Hemingway se paró, se miró la sangre del brazo y luego observó al norcoreano.
—No será un final artístico —dijo Reuben.
Y, en efecto, Hemingway lo mató con el primer golpe.
Stone nunca había visto a un ser humano golpear con tanta fuerza. Parecía tener la potencia de un oso pardo.
Sin embargo, Hemingway no dejó que el norcoreano cayera al suelo. Lo sostuvo contra el coche y siguió golpeándole en la cabeza, el pecho y el abdomen, con tal fuerza y velocidad que cuando finalmente lo soltó y el norcoreano se desplomó contra el suelo, Stone y Reuben vieron que la puerta del coche se había abollado.
Hemingway retrocedió y respiró hondo mientras examinaba a los tres hombres muertos. Cuando se dirigía a recoger las espadas, Stone le apuntó a la cabeza con su pistola. De repente, Hemingway se puso tenso, se irguió y se volvió lentamente hacia donde se escondían Stone y Reuben.
Clavó la mirada en la ventana. Aunque era imposible que les viera, resultaba obvio que había percibido su presencia. Mientras permanecía allí, como si esperase la bala, Stone bajó el arma. Hemingway esperó varios segundos más y luego, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció.
Jackie Simpson corrió tan rápido como pudo, pero estaba desorientada. Finalmente se detuvo y miró alrededor. Estaba en un laberinto.
—¿Alex? —llamó.
—¡Jackie!
Corrió hacia la voz.
—Jackie, están aquí, en alguna parte. Ten cuidado.
Ella se detuvo en seco y se arrodilló para escuchar con atención. Sólo oyó su propia respiración. Luego pasos, pasos furtivos. Retrocedió por el pasillo para alejarse de los pasos. Sostenía la pistola en alto, lista para disparar.
—¿Jackie?
—Aquí —indicó ella.
Alex asomó la cabeza por una esquina y la vio. Corrió a su encuentro. Ella observó su aspecto repulsivo.
—Joder, ¿qué te ha pasado?
Alex se restregó la porquería.
—No preguntes. Pero jamás digas que no tengo paciencia. —Miró hacia atrás—. Dos tipos entraron corriendo antes que yo. ¿Los has visto?
Ella negó con la cabeza.
—Entonces ¿cómo salimos de aquí?
—Bien sencillo, comprobando el suelo.
—¿Qué?
Alex no replicó. Avanzó por el pasillo y se detuvo donde se cruzaba con otro. Se arrodilló y observó el suelo.
—Joder, ¿qué es esto?
Jackie corrió hasta allí.
—Mira. —Alex señalaba un puntito en una grieta del suelo, apenas visible.
—Un punto rojo. ¿Qué indica?
—Hacia dónde girar.
—¿Cómo?
—Eso sólo lo preguntan los marineros de agua dulce.
—¿A qué te refieres?
—A que los marineros saben que rojo significa «babor», y babor significa «izquierda».
Giró a la izquierda y avanzaron hasta llegar a otro cruce. Encontraron otro punto. Era verde.
—Verde significa «estribor», y estribor significa…
—Derecha —dijo Jackie.
Recorrieron el pasillo de la derecha y llegaron al final.
—¿Cómo sabías lo de los puntos? —inquirió la chica.
—Oliver me lo explicó.
—O sea que sí estuvo aquí.
Alex la miró de hito en hito.
—Nunca lo he dudado. —Miró la puerta al final del pasillo—. Oliver me dijo que sólo había dos salas a este lado, lo cual significa que al otro lado de esa puerta…
—Está el presidente.
—Y Hemingway —añadió Alex.
—Es un agente federal. Es posible que esté de nuestra parte.
—Jackie, escúchame bien: es un traidor y seguramente podría matarte con el meñique. Si tienes oportunidad de disparar, no vaciles.
—¡Alex!
—No me jodas, Jackie. Hazlo. Y ahora en marcha.
Mientras Alex y Jackie corrían por el laberinto, Stone y Reuben entraron en una sala donde había una jaula colgante, cadenas en la pared, camillas, bandejas con instrumentos quirúrgicos y lo que parecía una silla eléctrica.
Stone observó la silla y respiró hondo.
—Se llamaba la sala de la «verdad». La usaban para torturarte, para hacerte hablar. La verdad es que al final torturaban a todos, incluso a mí. —Señaló la silla—. Emplearon demasiada electricidad con un tipo al que conocía y el corazón se le paró. Le dijeron a la familia que había desaparecido en una misión en el extranjero. Seguramente esté enterrado en la Montaña Asesina.
—Es posible que nosotros también acabemos enterrados aquí —dijo Reuben.
—Vayamos a la siguiente sala. Esta nunca me ha gustado.
Se encaminaban hacia la salida cuando la puerta de entrada se abrió de golpe.
—¡Corre! —gritó Stone mientras disparaba al norcoreano que irrumpió en la sala. El oriental le devolvió los disparos y Stone tuvo que protegerse detrás de la silla eléctrica.
Se produjeron disparos desde todas partes de la sala. Al cabo de unos instantes, mientras Stone recargaba tan rápido como podía, oyó a Reuben gritar:
—¡Me han dado! Oliver, ¡me han dado!
—Reuben —llamó Stone mientras dos balas le pasaban silbando junto a la cabeza.
Devolvió los disparos y se agachó. Oyó ruido a la izquierda, como si alguien hubiera volcado una bandeja de instrumentos, y luego oyó ruidos de objetos arrojados. Stone tomó una decisión rápida: apuntó a las luces del techo y las destrozó todas. Luego se colocó las gafas de visión nocturna y trató de adaptarse rápidamente al mundo verde diáfano que mostraban las gafas.
¿Dónde estaba Reuben? ¿Dónde? Finalmente le vio tumbado en el suelo, detrás de una camilla medio volcada, sujetándose el costado. No veía al norcoreano por ninguna parte. Siguió escudriñando la sala y se fijó en un rincón. El oriental había apilado camillas y otro material para formar una barricada; seguramente estaría detrás. Stone miró hacia el techo y supo qué debía hacer. Se tumbó boca arriba con las rodillas flexionadas. Colocó el arma entre las rodillas y luego las apretó de modo que la pistola permaneciera bien sujeta. Apuntó al blanco, exhaló todo el aire de los pulmones y relajó los músculos por completo. Era como si hubiese recuperado todo su adiestramiento para matar sin dificultad alguna, justo cuando lo necesitaba. «¿Debería dar las gracias a Dios o al Diablo?», se preguntó.
Con la luz del día el disparo habría sido fácil, pero en un mundo verde, sabiendo que sólo se tenía una oportunidad, las cosas se complicaban.
Apretó el gatillo y partió en dos la cadena que sujetaba la jaula que colgaba encima de donde se ocultaba el norcoreano. Y entonces la jaula de una tonelada se vino abajo.
Siguió mirando con la pistola preparada. Lo que vio a continuación le provocó náuseas, aunque había sido su intención. La sangre comenzó a deslizarse por debajo de las camillas y a formar un charco.
Se levantó y se acercó al rincón. Con cuidado, miró por encima de la barricada improvisada. De debajo de la jaula caída sólo sobresalía una mano. El tipo ni siquiera había tenido tiempo de gritar. En el viejo mundo de Stone aquello se habría llamado un «asesinato perfecto».
—¡Oliver! —llamó Reuben.
Stone se volvió y corrió al encuentro de su amigo, que estaba apoyado contra la pared, sujetándose el costado. Todavía tenía el cuchillo clavado y la sangre le empapaba la camisa.
—Mierda, el muy cabrón lanzó bien. Me recuperaré. He superado cosas peores. —Sin embargo, Reuben había palidecido.
Stone corrió hasta un armario de pared y lo abrió. Había frascos de pomadas, esparadrapo y gasa. Las pomadas no servirían de nada, pero la gasa y las vendas estaban en los envoltorios originales. Estarían más esterilizadas que la camisa de Reuben. Cogió lo necesario y volvió junto a su amigo. Después de vendarle la herida, lo ayudó a cruzar la puerta que daba a la siguiente sala.
Nada más salir ambos de la sala, la puerta de entrada se abrió. El capitán Jack observó el interior con cautela. Inspeccionó la sala y encontró a su hombre aplastado bajo la jaula.
—Bueno, quizás haya llegado el momento de retirarnos —dijo el capitán Jack—. Estoy seguro de que los norcoreanos lo entenderán. —Regresó a la puerta metálica, pero esta no se abrió—. Lo había olvidado —farfulló.
Permaneció allí, preguntándose qué hacer. Consultó la hora. Pronto daría igual.