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El capitán Jack había traído a once asesinos norcoreanos famosos por su eficacia e implacabilidad. Había sido relativamente fácil conseguirles un visado haciéndoles pasar por surcoreanos que formaban parte de un programa de investigación tecnológica. A los asiáticos no se les sometía al mismo examen riguroso que a los oriundos de Oriente Medio.

Sin embargo, a pesar de la eficacia de sus hombres, el capitán Jack también era consciente del poderío de Tom Hemingway y, de manera sensata, decidió dividir al grupo y se quedó con dos hombres. El capitán Jack había visto de primera mano de lo que era capaz Hemingway en un combate. Ocho miembros de un escuadrón de la muerte yemení habían tenido la mala suerte de toparse con Hemingway mientras el capitán Jack observaba desde lejos. Había sido una matanza. Los ochos yemeníes, armados, curtidos y fuertes, habían muerto en menos de cinco minutos. Hemingway ni siquiera había sacado el arma. Los había matado con las manos y los pies, moviéndolos con inaudita velocidad, precisión y fuerza.

Hemingway ya debería haber advertido que pasaba algo y vendría por ellos. Dividir a los hombres permitiría al capitán Jack agotar a Hemingway, aventajarle y, finalmente, acabar con él. No habría un combate cuerpo a cuerpo. Lo coserían a balas.

Los viejos fluorescentes del techo parpadeaban. Un repentino fogonazo hizo que el capitán Jack y los norcoreanos se tapasen los ojos.

Lo primero que el capitán Jack vio al apartar la mano de la cara fue un pie que parecía salir de la pared. Oyó un ruido sordo y un gruñido y vio a uno de sus hombres desplomándose de bruces. Instantes después, el otro norcoreano era lanzado hacia atrás con tal fuerza que chocó con el capitán Jack y los dos cayeron formando una maraña de brazos y piernas. El capitán Jack puso en práctica sus propias técnicas: se revolvió en el suelo y descargó una ráfaga de disparos contra el atacante al tiempo que, con la mano libre, sacaba la otra pistola. Cuando vació el cargador de la primera, disparó con la segunda. Sin embargo, lo único que encontraron las balas fue la pared.

Se puso en pie al tiempo que recargaba las pistolas y recobraba el aliento. A pesar de su experiencia, la velocidad y ferocidad del ataque le había dejado estupefacto. Sus dos hombres seguían en el suelo.

Volvió con el pie al norcoreano que había chocado con él. Tenía el cuello tan aplastado que las protuberancias de la columna vertebral le asomaban por la piel. El capitán Jack se tocó la garganta sabiendo que Hemingway podría haberle matado fácilmente. Miró al otro norcoreano. Tenía la nariz destrozada, con el cartílago desplazado hacia el cerebro. Parecía que una bala le hubiese impactado en pleno rostro.

—Santo cielo —farfulló—. ¿Tom? —dijo en voz alta—. ¿Tom? Ha sido impresionante; te has cargado a dos guerreros de primera en apenas unos segundos. —No hubo respuesta—. Tom, creo que sabes por qué estamos aquí. Entréganoslo y nos marcharemos. Y te equivocas si crees que puedes contar con Reinke y Peters. Están ahí fuera con el cuello rajado. Así que eres tú solo contra todos nosotros. No puedes matarnos a todos.

«Al menos espero que no puedas», pensó. Corrió en busca de sus otros hombres. Confiaba en que Hemingway no los hubiera encontrado. Ojalá hubiese traído muchos más norcoreanos.

En otra sala que daba al pasillo principal, Hemingway recogió un par de espadas en forma de media luna. Respiró hondo, se volvió y salió corriendo. Esa noche la Montaña Asesina haría honor a su nombre.

Cuando oyeron los gritos, Alex y los demás se ocultaron en una habitación que daba al vestíbulo principal.

—No era la voz de Hemingway —dijo Simpson.

—No, pero sea quien sea, sabe que Hemingway está aquí. Al parecer, Tom ha matado a dos de sus hombres —dijo Alex—. Si Hemingway está aquí, es probable que el presidente también esté.

Stone consultó su reloj.

—Apenas nos quedan cuatro horas para asegurarnos de que así sea. Será mejor que nos dividamos. Si nos tienden una emboscada al menos no nos atraparán a todos.

Stone se llevó a Alex a un lado.

—En el complejo hay varias salas de entrenamiento —le dijo.

—¿Salas de entrenamiento?

—Hay un campo de tiro, una habitación de trampas similar al Hogan’s Alley del FBI, un laberinto y salas de la «verdad» y la «paciencia».

—¿Verdad y paciencia? ¿Qué es esto, un maldito monasterio?

Stone le explicó que las salas de entrenamiento estaban a ambos lados del pasillo principal; dos salas a un lado y tres al otro.

—Tienes que pasar por una habitación para llegar a la otra hasta encontrar unas escaleras que conducen a las celdas del nivel inferior. —Y añadió—: Una vez que entras en las salas de entrenamiento, hay que pasar por todas; no hay otra salida.

—Estoy empezando a creer que ninguno de nosotros saldrá de aquí —dijo Alex.

Stone señaló hacia atrás.

—Puesto que hemos entrado por la zona de almacenaje, que está más cerca de las salas de entrenamiento, es posible que estemos por delante del hombre que hemos oído, si es que ha entrado por la puerta principal.

Alex ajustó las gafas de visión nocturna, pero no servían de nada con la luz. Miró hacia atrás y no vio a nadie.

—Reuben y yo nos ocuparemos de las tres salas de la izquierda, la agente Simpson y tú ocupaos de las dos de la derecha. Las puertas sólo se abren en un sentido, de modo que cuando entras en la sala la puerta se cierra sola y ya no puedes salir.

—Estupendo —replicó Alex con sarcasmo.

—Bien. Debes saber algunas cosas sobre las salas en que entraréis ahora. Tienes que seguir al pie de la letra lo que te diga a continuación. ¿Entendido?

—Tú mandas, Oliver. Dímelo y está hecho.

Cuando Stone hubo terminado de explicárselo a Alex, condujo a Reuben por el pasillo hasta la primera puerta situada a la izquierda y los dos entraron en la sala.

—Es el campo de tiro —susurró Stone mientras ambos observaban el espacio apenas iluminado. La explicación era innecesaria: se veían los cubículos donde se colocaban los tiradores y, en el otro extremo, los blancos destrozados con siluetas humanas de papel colgadas de poleas móviles—. Ve a la derecha y nos encontraremos en el centro. Cuando hayamos registrado todo, la puerta que da a la siguiente sala está allí.

Se separaron y Stone avanzó con precaución por el lado izquierdo del campo de tiro. Apenas había avanzado diez pasos cuando la puerta se abrió.

Stone apagó la linterna y se agazapó, apuntó con la pistola y trató de no perder la calma. Habían pasado casi tres décadas desde la última vez que había hecho algo así. Creyó ver pasar a alguien a toda prisa, pero había poca luz y resultaba difícil distinguir quién era. Lo que menos deseaba era disparar a Reuben por error. Sin embargo, había más luz de la cuenta para las gafas de visión nocturna, que no funcionaban.

Los pasos se acercaron y Stone se arrastró sobre el vientre hasta la parte posterior del campo de tiro, junto a los blancos. A medida que transcurrían los segundos, Stone notaba una sensación extraña. Se estaban produciendo cambios en su cuerpo y su mente. Las extremidades se le tornaban ágiles y la mente se concentraba en la supervivencia. Toda su existencia se limitaba a un reducido campo de tiro apenas iluminado y repleto de sombras, resquicios, ángulos difíciles para disparar y lugares en los que ocultarse. Avanzó un poco más hacia la izquierda y tocó algo. Miró hacia arriba y se le ocurrió una idea.

El desconocido se agazapó mientras se desplazaba hacia la derecha, con una pistola en una mano y un cuchillo en la otra. Le pareció oír algo, pero no estaba seguro. Con cautela, entró en uno de los cubículos del campo de tiro.

Transcurrieron varios segundos.

De repente, un grito asustó al norcoreano. Se volvió y vio algo que volaba hacia él. Disparó sin vacilar.

Entonces Stone disparó apenas dos centímetros por encima de los fogonazos del arma del norcoreano, que se desplomó. Lo que había volado hacia él era uno de los blancos de papel. Stone había puesto en marcha el mecanismo para distraerle y había gritado a la vez, tras lo cual el norcoreano había disparado delatando su posición.

Se produjo un largo silencio hasta que Stone oyó la voz de Reuben.

—Oliver, ¿estás bien?

Al cabo de unos instantes, ambos observaron el cadáver después de asegurarse de que la sala estaba vacía. Stone lo iluminó con la linterna. Había dos orificios de bala, uno a un centímetro del otro, en el centro del pecho del hombre. Stone examinó los rasgos, la ropa y las armas del muerto.

—Norcoreano —dedujo.

—¿Qué es lo que hacías exactamente en la CIA? —preguntó Reuben mientras miraba los orificios de bala.

—Oficialmente era un «desestabilizador». Suena mucho menos peligroso de lo que era en realidad.

Una repentina ráfaga de metralleta perforó la puerta del campo de tiro. Reuben y Stone se arrojaron al suelo.

La puerta se abrió de golpe y entró un segundo hombre sin dejar de disparar.

Stone logró ponerle la zancadilla, haciendo que cayera y soltara la metralleta.

Reuben se abalanzó sobre aquel norcoreano, mucho más pequeño que él.

—Lo tengo, Oliver —exclamó. Rodeó al hombre con los brazos y apretó—. Ya no eres tan duro sin el arma, ¿eh?

Entonces Reuben chilló de dolor cuando el oriental le clavó el talón en el empeine. Aflojó un poco la presión, que era la oportunidad que el otro necesitaba. Reuben recibió dos golpes en la barbilla y otros dos en el vientre; cayó de rodillas, escupiendo sangre. El norcoreano elevó el cuchillo dispuesto a asestar el golpe mortal. La mano descendió hacia la nuca de Reuben.

En ese preciso instante una bala le impactó en el centro del cerebro y sé desplomó al suelo.

Stone se colocó la pistola en el cinturón y corrió hacia su amigo.

—¿Reuben? —dijo con voz temblorosa—. ¡Reuben!

—Joder, Oliver —dijo este lentamente, con la boca dolorida. Se puso de pie; las piernas le temblaban.

Los dos se miraron.

—¿Qué coño estamos haciendo aquí, Oliver? —preguntó Reuben mientras se limpiaba la sangre—. Esto es demasiado para nosotros.

Stone se observó las manos temblorosas y notó dolor en la pierna con que había hecho tropezar al hombre. Había matado a dos hombres después de pasarse casi treinta años sin matar a nadie. Aunque había recuperado brevemente su vieja formación, aquello no era como montar en bicicleta. Más que una cuestión de preparación física y de fuerza, era una postura mental que aceptaba matar a otro ser humano con cualquier medio y por cualquier motivo. Stone había sido así, pero ya no lo era. Sin embargo, estaba en un edificio que con toda probabilidad sería la tumba de sus amigos si no seguía asumiendo su antigua personalidad depredadora.

Ayudó a levantarse a su amigo.

—Siento haberte traído aquí, Reuben. Lo siento mucho —le dijo con voz quebrada.

Reuben le colocó la mano en el hombro.

—Joder, Oliver, si hemos de morir prefiero hacerlo contigo. Pero tenemos que regresar. ¿Qué harían Caleb y Milton sin nosotros?

Alex y Jackie estaban en una sala grande y oscura que desprendía un olor nauseabundo. No habían oído los disparos del campo de tiro porque estaba insonorizada. Con las gafas de visión nocturna Alex vio una pasarela elevada y estrecha a la que se podía acceder mediante unas escaleras metálicas.

—Iré primero para asegurarme que tenemos vía libre —le susurró a Jackie—. Pero cúbreme de cerca —añadió.

—¿Por qué te gusta hacerte el héroe? —repuso ella.

—¿Quién dice que me estoy haciendo el héroe? Si tengo problemas más te vale que me eches un cable, aunque ello suponga que te peguen un tiro en tu bonito trasero. Escúchame bien: cuando vayas por la pasarela, mantente en el centro, ¿vale? No pises los laterales.

—¿Por qué, qué pasaría?

—No lo sé ni quiero saberlo. Oliver me dijo que nos quedáramos justo en el centro y eso haremos.

Alex subió las escaleras con cautela y luego recorrió la pasarela por el centro. Llegó al otro extremo y vio la puerta que daba a la otra sala.

—Vale, venga, no hay peligro —dijo en voz baja.

Ella siguió rápidamente sus pasos. Nada más alcanzarle, la puerta de entrada de la sala se abrió y se cerró. Ambos se agacharon de inmediato.

Alex analizó la situación y luego señaló la puerta de salida que había detrás de ellos. Indicó que él se quedaría. Mientras Jackie comenzaba a desplazarse, Alex se agazapó en el borde de la pasarela apuntando con la pistola. Miró hacia atrás y asintió con la cabeza. Jackie abrió la puerta y pasó al otro lado. Sin embargo, hizo un poco de ruido, lo cual causó que el intruso se apresurase a subir las escaleras y se dispusiese a atravesar la pasarela. Alex dio un paso adelante, pero con tan mala suerte que pisó el lateral de la pasarela. Se oyó un clic y el suelo desapareció y las luces se apagaron. Cayó en picado y aterrizó en un lugar con agua putrefacta que le llegaba a la rodilla. Alguien más cayó en el depósito, al parecer el intruso. Estaba tan oscuro que Alex ni siquiera se veía a sí mismo y el lodo había engullido las gafas de visión nocturna. Rogó que su adversario no tuviera equipo de visión nocturna o ya podía darse por muerto.

Se oyó un disparo que rebotó en un lateral del depósito, cerca de la cabeza de Alex. Se agachó, devolvió el disparo y se apartó. Trató de no respirar la fetidez en que había caído. Le dolían las costillas y la herida del brazo, y la garganta le escocía. Aparte de eso, estaba perfectamente.

Alex tenía otro problema aparte de las heridas físicas.

Dado que el lodo le llegaba hasta la rodilla, era imposible moverse sin revelar la posición, así que no se movió. El problema era que el otro tampoco se movía. Era una batalla en que moriría el primero en moverse. Entonces Alex cayó en la cuenta: estaban en la sala de la «paciencia» que Stone había mencionado. Tras mantenerse inmóvil varios minutos, buscó otra estrategia. Alargó la mano lentamente hasta tocar los laterales del depósito. Acto seguido, sacó la linterna.

De repente, instintivamente apartó el torso y un cuchillo le pasó rozando, rebotó contra el depósito y cayó al agua. Sin embargo, aunque era lo que sin duda esperaba su oponente, Alex no disparó.

Levantó la linterna y la presionó con cuidado contra la pared metálica del depósito. El lado imantado se sujetó allí de inmediato. Alex se agachó de nuevo y, estirando el brazo al máximo, colocó el índice sobre el botón de encendido de la linterna. Preparó la pistola, oprimió el botón y apartó la mano a toda velocidad. La linterna se encendió y al punto dos disparos la hicieron añicos. Alex disparó en ese mismo instante y dejó escapar un suspiro de alivio al oír que el cuerpo caía al agua lodosa. Entonces alguien pasó arrastrándose por lo alto. ¿Cómo era posible? Ya no había suelo. Y acto seguido alguien más pasó corriendo.

Alex saltó cuan alto pudo y trató de asirse a algo para salir de allí. En dos ocasiones no lo consiguió y cayó de nuevo al agua. Pero a la tercera fue la vencida: se impulsó hacia arriba, avanzó dando sacudidas por el pasamanos hasta la puerta y salió.