Al submarino nuclear Tennessee se le había asignado la nada envidiable tarea de lanzar el ataque con misiles contra Damasco. El submarino, de 170 metros de largo, casi 17.000 toneladas y de la clase Ohio, tenía su base en Kings Bay, Georgia, junto con el resto de la flota de submarinos nucleares del Atlántico. Los de la clase Ohio eran las armas más poderosas de la armada. Uno de esos submarinos, con su dotación completa de misiles de cabeza nuclear, bastaría para eliminar de la faz de la tierra a un país pequeño con una única andanada.
El Tennessee estaba estacionado en medio del Atlántico a varios cientos de metros de profundidad, aunque habría podido alcanzar Damasco con uno de sus misiles Trident II D-5 de última generación desde su puerto de origen en la costa Este. Cada D-5 costaba casi treinta millones de dólares, medía trece metros de largo, pesaba más de sesenta toneladas y tenía un alcance máximo de doce mil kilómetros con una carga explosiva reducida. Capaz de alcanzar veinte veces la velocidad del sonido, el D-5 era diez veces más rápido que el Concorde y ningún caza militar del mundo podía alcanzar esa velocidad.
Sólo se lanzaría un D-5 contra Damasco, aunque eso era un indicador engañoso del verdadero arsenal que se emplearía. La configuración de largo alcance del D-5 contenía seis lanzaderas independientes MK-5, y cada uno de ellos transportaba una cabeza termonuclear W-88 de 475 kilotones. Una sola cabeza nuclear W-88 superaba con creces el poder explosivo combinado de todas las bombas empleadas en todas las guerras de la historia, incluyendo las dos bombas atómicas arrojadas sobre Japón.
Si bien los 155 tripulantes del Tennessee llevaban cuatro semanas en alta mar, estaban al tanto de los acontecimientos. Los marineros eran conscientes de las órdenes recibidas y todos pensaban cumplirlas al pie de la letra, aunque la mayoría temía en secreto el desenlace de todo aquello. Observaban las pantallas de los ordenadores y repasaban una y otra vez los procedimientos de lanzamiento que, seguramente, desencadenarían una nueva guerra mundial. Para una tripulación cuya edad media rondaba los veintidós años la situación resultaba mareante.
Mientras tanto, durante la primera hora posterior al discurso televisado de Hamilton, el mundo árabe había respaldado a su nación hermana. Diplomáticos de Arabia Saudí, Jordania, Kuwait y Pakistán trataban de convencer por todos los medios a Estados Unidos de que cambiara de idea. Mientras se evacuaba la ciudad de Damasco, los dirigentes militares y políticos de otros países musulmanes trataban de encontrar la mejor respuesta en caso de que un misil estadounidense cayese sobre Siria. Las organizaciones terroristas de Oriente Medio habían realizado un llamamiento a una yihad total si Damasco sufría un ataque. Los líderes de estos grupos comenzaron a urdir sus planes de venganza.
Si un misil de esos caía sobre Siria, la devastación sería mucho mayor que todo cuanto el mundo había experimentado hasta entonces. Damasco, con más de seis millones de habitantes, era una de las ciudades más pobladas del planeta. Sólo un pequeño porcentaje de la población lograría escapar a tiempo. El resto desaparecería en el estallido nuclear mientras el hongo radiactivo se elevaba antes de caer sobre la ciudad más antigua del mundo habitada de forma ininterrumpida.
Siria y la organización Sharia negaron de inmediato cualquier responsabilidad en el secuestro. Sin embargo, en Occidente nadie les creyó. Sharia había aumentado su actividad terrorista durante el último año. Y la persona que había llamado a Al Yazira había empleado la compleja contraseña que la cadena árabe había asignado a Sharia por motivos de seguridad y autenticación. La contraseña se cambiaba periódicamente y sólo la conocían los principales líderes de la organización terrorista. Un comunicado de Sharia que aseveraba que uno de sus líderes que conocía la contraseña actual llevaba dos semanas desaparecido cayó en oídos sordos.
La ONU había pedido a EE. UU. que renunciase a un ataque nuclear y los miembros del Consejo de Seguridad habían reiterado esa petición por las vías diplomáticas de emergencia. Sin embargo, ninguno de esos gobiernos confiaba en que EE. UU. cambiaría de idea.
Israel estaba en alerta máxima. Sus líderes sabían que el país sería uno de los primeros blancos del contraataque islámico. Además, Siria estaba lo bastante cerca de Israel como para que el primer ministro israelí se pusiese en contacto con el presidente en funciones Hamilton para que le aclarase el alcance de la lluvia radiactiva. Las reservas de agua de los Altos del Golán no estaban muy lejos de la zona que sería atacada. El gobierno de Beirut también se puso en contacto con Washington, puesto que Damasco estaba cerca de la frontera con el Líbano. La lacónica respuesta de Washington fue la misma en ambos casos: «Tomad las precauciones que consideréis necesarias».
La réplica de EE. UU. a todas las peticiones era la misma: estaba en manos de los secuestradores. Sólo tenían que devolver ileso a James Brennan, que era lo que habían dicho que harían de todos modos, y nada pasaría a los sirios. La única diferencia estribaba en que ahora EE. UU. había fijado un límite de tiempo para la liberación del presidente.
De vuelta en la Casa Blanca, el presidente en funciones estaba reunido en el Despacho Oval con el secretario de Defensa, los mandos militares, el Consejo de Seguridad Nacional, la secretaria de Estado y varios miembros del Gabinete. Carter Gray brillaba por su ausencia.
La trascendental decisión de atacar con armas nucleares había hecho mella en Hamilton; pálido y demacrado, parecía un enfermo terminal. Bebió un poco de agua para aliviar la acidez estomacal mientras los generales y almirantes conferenciaban en voz baja.
Decker abandonó uno de esos grupos y se acercó a Hamilton.
—Señor, comprendo la gravedad de su decisión, pero quiero asegurarle que tenemos capacidad de sobra para hacerlo.
—No me preocupa atacar la maldita ciudad, Joe, me preocupa qué pasará después.
—Siria lleva mucho tiempo ayudando a los terroristas. Damasco está repleta de antiguos pesos pesados baazistas esperando el momento oportuno para dar un golpe en Irak. Es de todos sabido que las mezquitas de Damasco son centros de reclutamiento de muyahidin. Y la milicia siria está repartida por todo el triángulo suní en Irak. Ha llegado el momento de que les paremos los pies. Es el mismo efecto dominó que el de extender la democracia en Oriente Medio, comenzando por Irak. Les damos un castigo ejemplar a los sirios y luego el resto reaccionará.
—Sí, pero ¿qué hay de la lluvia radiactiva? —preguntó Hamilton.
—La habrá, desde luego. Pero, dada la ubicación de Damasco, creemos que quedará contenida en cierto modo.
Hamilton se acabó el agua y arrojó la botella a la papelera.
—Lluvia radiactiva contenida en cierto modo. Me alegro de que te lo creas, Joe.
—Señor presidente, ha tomado la decisión acertada. No podíamos permitir que ocurriera esto sin represalias, eso sólo serviría para que se envalentonaran todavía más. Debemos detenerles. Desplegar más tropas significaría situarnos al límite de nuestros recursos militares, lo cual permitiría que Siria se enfrentara a nosotros a nivel de guerrillas, como ha ocurrido en Irak. Además, cuando sepan que no nos estamos marcando un farol liberarán al presidente. No tendremos que atacar.
—Espero que tengas razón. —Hamilton se levantó y miró por la ventana—. ¿Cuánto tiempo queda?
Decker miró al asesor militar.
—Seis horas, once minutos y treinta y seis segundos —le respondió el asesor observando su ordenador portátil.
—¿Alguna novedad de Sharia? —preguntó Hamilton.
—Sólo que no tienen al presidente —replicó Andrea Mayes. La secretaria de Estado se acercó al presidente—. ¿Y si están diciendo la verdad, señor? ¿Y si no lo tienen? Quizás alguien trata de culpar a Siria con la esperanza de inducirnos a hacer lo que estamos haciendo.
—Le aseguro que aunque Al Yazira cambia con regularidad las contraseñas de autenticación —intervino Decker—, existe la posibilidad de que alguien más haya tenido acceso a las mismas. Sin embargo, la persona que facilitó la información conocía detalles del secuestro que sólo los autores del mismo sabrían. Cualquier organización terrorista que hubiera preparado este secuestro habría querido que el mundo lo supiera. Desde que iniciaron sus actividades, su estrategia nunca ha sido responsabilizar a otro grupo. La única diferencia estriba en que Sharia no esperaba que recurriéramos a las armas nucleares. Por eso se echan atrás y niegan toda responsabilidad. ¡Pero, repito, esos cabrones tienen al presidente!
Hamilton miró a Decker.
—Pero ¿y si no es así y arrasamos Damasco?
Hamilton sacudió la cabeza, se volvió y contempló la oscuridad de la hermosa noche de verano en Washington. En las calles de la ciudad miles de voces le gritaban en señal de protesta. Los cánticos de «No a las armas nucleares» lograban atravesar las gruesas paredes de la Casa Blanca; los ciudadanos dejaban bien clara cuál era su opinión. Sin embargo, Hamilton sabía que una vez formulada la amenaza nuclear no era posible retractarse. De lo contrario, el arsenal nuclear de un billón de dólares de EE. UU. perdería su valor.
En lugar de ir a la Casa Blanca y participar en lo que consideraba una inútil «espera mortal» porque seis millones de sirios estaban a un paso del exterminio, Gray se había quedado en la sede del NIC. Se detuvo en el cubículo de Patrick Johnson y miró la pantalla apagada del ordenador. «Problemas técnicos y cuelgues de ordenador», pensó. Y, voilà!, los terroristas vivos pasaban directamente a sus tumbas digitales. Se sentó en la silla de Johnson y observó alrededor. En el escritorio todavía estaba la fotografía de su prometida, Anne Jeffries. La cogió y la miró detenidamente. Era una mujer atractiva. Encontraría a otro hombre con quien pasar el resto de sus días. Por lo que había deducido, Johnson era un empleado excelente, pero tenía la personalidad de una babosa. Resultaba obvio que no había tramado todo aquello. Era increíble. Alguien que trabajaba en la mejor agencia de inteligencia de EE. UU. había orquestado el empleo de un grupo de musulmanes teóricamente muertos para secuestrar al presidente. Y ahora el mundo estaba al borde de una yihad global.
Gray había ordenado que analizaran a conciencia las bases de datos. No existían indicios electrónicos que indicasen quién había modificado los archivos. No era sorprendente, dada la pericia de Johnson y el hecho de que él mismo había contribuido a crear la base de datos y se había pasado todo el tiempo resolviendo los problemas técnicos del sistema. Sabía muy bien cómo ocultar sus huellas. Sin embargo, ¿quién se lo había encargado y pagado muy bien, a juzgar por la casa y los coches caros? Gray reflexionó sobre otro asunto. ¿Dónde estaba el presidente? Tendría que estar relativamente cerca. A pesar de la conformidad dada a Hamilton, Gray no creía ni por asomo que Brennan estuviera en Arabia Saudí. Ningún musulmán aceptaría a un cristiano en Medina.
Recordó el día en que Jackie Simpson y el otro agente visitaron el NIC. Les acompañaban otros dos hombres. ¿Reynolds? No, Reinke. Alto y delgado. El otro era más bajito y relleno. Peters. Exacto. Hemingway le dijo que les habían asignado la investigación del caso Johnson. Gray descolgó el teléfono y preguntó por los dos agentes. La respuesta fue sorprendente: esa noche no se habían presentado. Realizó otra pesquisa. La sorpresa fue mayor aún y se preguntó por qué no había formulado esa pregunta con anterioridad.
Le comunicaron que Tom Hemingway había asignado a la pareja de agentes la investigación de la muerte de Patrick Johnson. Al menos, Gray sabía dónde estaba Hemingway: lo habían enviado a Oriente Medio en secreto poco después del secuestro para ver qué podía averiguar. Hemingway se había ofrecido voluntario para la misión. Y era imposible ponerse en contacto con él. Tenían que esperar a que él se pusiera en contacto con ellos. «Esperar a que él se ponga en contacto con nosotros», pensó.
Colocó la mano en el lector biométrico del escritorio de Johnson, lo cual le permitió acceder a su ordenador. Tecleó una orden y el resultado fue instantáneo: Tom Hemingway había accedido al ordenador de Johnson. Cuando comprobó el registro de la fecha y hora de la consulta, llegó a la conclusión de que había sido cuando Hemingway se reunió con Simpson y Alex. Sin embargo, había algo que le desconcertaba. Se suponía que Hemingway no tenía acceso al ordenador de Johnson ni al de los otros supervisores de datos.
Se levantó lentamente de la silla. Era demasiado viejo para ese trabajo. Ya no estaba a la altura de las circunstancias. Había tenido la verdad delante de las narices todo aquel tiempo. La siguiente pregunta era obvia: ¿dónde? La respuesta fue casi inmediata.
Descolgó el teléfono de nuevo y ordenó que le prepararan el helicóptero. Luego llamó a sus agentes de campo más leales. Salió disparado del despacho de Johnson y corrió por los pasillos del NIC.
Su instinto le estaba dando la respuesta a gritos, y su instinto casi nunca le había fallado.