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El capitán Jack se reclinó en el asiento y sonrió, no sin motivo. Poseía la contraseña necesaria para poner en marcha el plan final. El cautivo había aguantado más torturas de las previstas, aunque los norcoreanos eran expertos en tales materias. Sin embargo, el hombre había acabado viniéndose abajo, como les sucedía a todos. El capitán Jack leyó las palabras árabes y sonrió de nuevo.

Realizó una llamada desde un teléfono ilocalizable. En árabe fluido y con una entonación excelente, dijo lo que necesitaba decir y luego utilizó la maravillosa contraseña. Eso autentificaba su comunicado a quienes estaban al otro lado de la línea, y se difundiría de inmediato por todo el mundo.

Colgó y quemó el trozo de papel con el mechero. Si Tom Hemingway creía haber conmocionado al mundo, que esperasen a oír lo que tenía que decir su viejo amigo.

El secretario de Defensa miró de hito en hito al presidente en funciones, sentado al otro lado del escritorio. Acababan de anunciarles el comunicado de Al Yazira, y estaban furiosos.

—Es nuestra única opción, señor —dijo Decker—. No tenemos las tropas que necesitaríamos desplegar allí y, con toda franqueza, aunque las tuviéramos, podría convertirse en otro Irak. Debemos evitarlo a toda costa. No podemos permitírnoslo.

Andrea Mayes, la secretaria de Estado, que permanecía en un rincón del Despacho Oval, intervino:

—Lo que el secretario Decker propone es una violación directa del Tratado de No Proliferación Nuclear, señor. No podemos hacerlo.

—Sí podemos —insistió Decker.

—¿Cómo? —preguntó Hamilton con gravedad.

—Estados Unidos ha dejado bien claro que cualquier ataque con armas de destrucción masiva, biológicas, químicas o nucleares, invalidaría los términos del tratado con respecto al país ofensor.

—¡Pero Siria no nos ha atacado! —exclamó Mayes.

—La organización Sharia ha reivindicado el secuestro del presidente Brennan. Y Sharia tiene su sede en Siria, que además lo financia. Según nuestra política exterior, eso significa que Siria nos ha atacado mediante la organización Sharia; asimismo, emplearon agentes químicos para secuestrar al presidente. Y tenemos pruebas de que Siria ha iniciado recientemente un programa de armas de destrucción masiva. Aunque aún no han empleado esas armas contra nosotros, no tenemos por qué cruzarnos de brazos a esperar ese ataque. Y por último, el hecho de que hayan secuestrado al presidente y nos lo estén restregando por las narices justifica de sobra nuestra postura.

Mayes negó con la cabeza en señal de incredulidad.

—Siria no es una amenaza en lo que a las armas de destrucción masiva se refiere. Es un país dividido entre kurdos, árabes, suníes y minorías religiosas.

—No son nuestros amigos —espetó Decker.

—No quieren el caos y la violencia que se viven en Irak. ¿Quién lo querría? Y no se tragan lo de nuestra cruzada democratizadora. Le damos dinero a Libia porque abandonó su programa nuclear, pero sigue siendo una dictadura. La población de Siria es muy consciente de los puntos flacos del gobierno y los grupos de la oposición se están haciendo fuertes. El gobierno sirio revocó la pena de muerte a los miembros de la Hermandad Musulmana. Hay otros indicios positivos que indican un aumento de libertad, sin necesidad de una invasión americana. El gobierno sirio cambiará las cosas, pero necesita tiempo. —Mayes hizo una pausa y miró al presidente—. Eso es lo que llevo diciéndole a James Brennan durante cuatro años. Estas cosas necesitan su tiempo. No podemos desarraigar una cultura milenaria de la noche a la mañana.

—Muchos grupos disidentes sirios son de izquierda y comunistas —intervino Decker—. No es aconsejable volver a pasar por eso.

Hamilton miró al director de la CIA, que estaba sentado delante de la chimenea.

—¿Compartes la opinión de Joe, Allan?

—No al ciento por ciento, pero casi.

—Y mejor no perder el tiempo acudiendo a la ONU o formando una coalición, señor —se apresuró a añadir Decker—. Tienen a nuestro presidente, así que debemos darnos prisa. Podemos y debemos hacerlo solos. —Los ojos le centelleaban—. Maldita sea, señor, con el debido respeto, somos la única superpotencia del mundo. Comencemos a actuar como tal.

—¿Y Jim? —preguntó Hamilton.

—Si sigue con vida, y todos rezamos por que así sea, esta será la única oportunidad que tendremos de que regrese vivo.

Hamilton caviló al respecto.

—De acuerdo, caballeros —dijo finalmente—. Llamad a las televisiones y que se preparen de inmediato para un comunicado. Informaré a la población de la decisión. —Se volvió hacia Decker—. Que Dios nos ampare si nos equivocamos, Joe.

Alex abrió la puerta y se encontró con Kate y el Camel Club en pleno.

—¡Lo que me faltaba! —exclamó enfadado.

—Alex, por favor, tenemos que hablar contigo.

—Las cosas están mal, agente Ford, pero que muy mal —añadió Reuben.

—¿A qué te refieres?

—Ha habido novedades importantes —respondió Stone.

—¿Qué clase de novedades, Oliver?

—Una organización terrorista ha reivindicado el secuestro. Nos hemos enterado de camino hacia aquí —informó Kate.

—La organización Sharia. Tiene vínculos evidentes con Siria.

—¿Dónde tienes la tele? —inquirió Kate—. El presidente en funciones saldrá enseguida.

Entraron y Alex encendió el televisor. Al cabo de unos minutos apareció Ben Hamilton con semblante muy serio. Resumió la situación al país y luego añadió:

—El nuestro es un país generoso. Siempre hemos ayudado a quienes lo necesitaban. Acudimos en ayuda de nuestros amigos durante las dos guerras mundiales, guerras libradas para que el mundo siguiera siendo libre. Somos un país honorable y empleamos nuestro poder de forma prudente para propagar la libertad por el mundo, pero también nos defendemos y contraatacamos cuando nos atacan. Queridos compatriotas, nos han atacado. Y la organización que nos ha atacado ha dado un paso al frente. Se denomina Sharia y mantiene vínculos irrefutables con Siria, un país del que siempre se ha sabido que respalda a grupos terroristas que han atacado a América y sus aliados. —Hizo una pausa—. Todo el personal estadounidense en Siria ha sido evacuado en avión. Asimismo, se ha alertado al resto de estadounidenses que se encuentran en Siria para que abandonen el país de inmediato.

»Las exigencias de rescate de la organización Sharia confieren a Estados Unidos todo el derecho de defenderse y represaliar a cualquier país que haya participado en el ataque. Y no aceptaremos órdenes de los terroristas. —Otra pausa—. Así pues, queridos compatriotas americanos, he tomado esta decisión como vuestro presidente en funciones tras consultar con el secretario de Defensa y el Pentágono.

—Oh, mierda —exclamaron Alex y Kate al unísono, sabiendo lo que se avecinaba.

—Ahora plantearemos nuestras exigencias a los terroristas. —Hamilton irguió la espalda—. Si el presidente James H. Brennan no es liberado sano y salvo en el plazo de ocho horas a partir de este momento, he ordenado a los altos mandos militares que inicien de inmediato un ataque con misiles nucleares contra la capital de Siria. La ciudad de Damasco sólo evitará este destino si devuelven al presidente sano y salvo antes del plazo establecido. Si el presidente Brennan se encuentra en Medina, basta entregarlo a la embajada americana en Arabia Saudí y el ataque se suspenderá. Si no fuera así, que Dios se apiade de los habitantes de Damasco. No habrá negociaciones ni aplazamientos. Miembros de la organización Sharia, dijisteis que nos devolveríais ileso a nuestro presidente. Hacedlo en el tiempo establecido o Damasco pagará por vuestro crimen atroz. —Hizo otra pausa—. Que Dios os bendiga, compatriotas americanos, y que Dios bendiga a Estados Unidos.

Mientras la imagen del presidente desaparecía, todos permanecieron inmóviles en el salón de Alex, conteniendo la respiración. Sin duda, lo mismo ocurría en cientos de millones de hogares estadounidenses y mundiales.

Kate miró a Alex con expresión angustiada.

—Podría ser el principio del fin.

—Si lo es, que lo sea —dijo Stone con calma—, pero no servirá de nada que nos quedemos aquí sentados esperando a que nazca ese hongo nuclear encima de Damasco.

—¿Qué coño podemos hacer, Oliver? —estalló Alex.

—¡Encontrar al presidente!

—¿Cómo? —exclamó Alex—. ¡Está en Medina!

—No lo creo y espero que tú tampoco. —Miró a Milton—. Enséñale el DVD.

Milton abrió el ordenador portátil.

—Es la grabación de cuando allanaron mi casa, agente Ford.

—¿Y eso qué importa, joder? Iniciaremos un ataque nuclear dentro de ocho horas. ¿Es que no lo comprendéis?

—Echa un vistazo a la grabación —le rogó Kate.

Alex alzó las manos al techo y luego se dejó caer en el suelo delante de la pantalla.

—Caramba —dijo al cabo de unos instantes—, esos son Tyler Reinke y Warren Peters. Son del NIC.

—Ya lo suponía —comentó Stone.

—¿Y eso?

—Porque son los asesinos de Patrick Johnson.

Alex se reclinó, perplejo.

—¿Por qué habrán matado a Johnson?

—Porque había modificado archivos del NIC para hacer pasar por muertas a personas que seguían vivas. Y creo que alguien le estaba pagando mucho dinero por ello, pero Johnson se volvió codicioso o descuidado o ambas cosas.

—A ver si lo entiendo. ¿Johnson modificaba archivos del NIC para hacer pasar por muertas a personas vivas?

—Creemos que fueron las personas utilizadas en Brennan —dijo Stone—. Los periódicos afirmaron que ninguno de los árabes muertos figuraba en los archivos del NIC. Eso es inconcebible. Creo que esos hombres eran como armas humanas esterilizadas y las emplearon para secuestrar al presidente. Cuando registramos la casa de Reinke descubrimos que invirtió mucho dinero prestado confiando en que la Bolsa se desplomaría, y así ha sucedido.

—¿Me estás diciendo que todo esto era para ganar dinero en la Bolsa? —exclamó Alex.

—No, va mucho más allá de eso —replicó Stone.

—¿Se sabe quién está detrás? —le preguntó Alex.

—Alguien muy importante del NIC. Desde luego, más importante que Reinke y Peters.

—Déjame echar otro vistazo a la grabación —dijo Alex.

Volvió a observar a Reinke y Peters en la pantalla. Luego señaló la imagen del hombre enmascarado mientras derribaba al guardia de seguridad.

—Lo golpeó con fuerza —apuntó Alex—. Tuvo que comprobarle el pulso para asegurarse de que no se lo había cargado.

De repente, Reuben se llevó un dedo a los labios y señaló la ventana. La persiana estaba bajada, pero la ventana abierta. Todos los oyeron: pasos.

Alex miró a Stone y los dos se entendieron sin necesidad de palabras. Stone indicó a Reuben que fuera con el agente secreto. Mientras el grupo charlaba como si todos siguieran allí, Alex sacó su arma y, en silencio, abrió la puerta principal. Se dirigió hacia la izquierda y Reuben hacia la derecha; rodearían la casa hasta la zona posterior.

Al cabo de unos instantes se oyeron gritos y una pelea, y luego silencio. La puerta se abrió y Alex entró, seguido por Reuben arrastrando a alguien.

Jackie Simpson no parecía muy contenta.