Después del sorprendente comunicado de los secuestradores, Gray regresó al trabajo con más determinación que nunca. En los archivos del NIC no había información sobre Farid Shah, por lo que ya había pensado dónde buscar a continuación. El FBI tenía el sistema automatizado de información sobre huellas dactilares de criminales, pero Gray sabía que no encontraría nada sobre Farid Shah. Nadie empleaba un nombre falso que tuviera un historial criminal. Como Gray había predicho, la búsqueda en la base de datos del FBI resultó infructuosa.
Fue en helicóptero hasta Brennan. Se había dispuesto un depósito de cadáveres provisional. Gray examinó todos los cadáveres. El del médico del hospital Mercy le resultó familiar, pero eso fue todo. Las fotografías que el NIC tenía en los archivos sobre terroristas eran de entre cinco y quince años atrás. La gente cambiaba mucho en ese período de tiempo. Gray repasó el recinto ceremonial, el taller mecánico, el hospital y el bloque de apartamentos donde los francotiradores habían mantenido a raya a la policía. Al jefe del NIC no se le ocurría nada, salvo maravillarse ante la elaborada planificación de los terroristas. ¿Quién había organizado todo aquello? ¿Quién?
En el viaje de vuelta en helicóptero observó las fotografías que había recogido en el apartamento de Shah. De repente se le ocurrió algo. El helicóptero se desvió hacia Langley.
Al llegar, Gray entregó las fotografías al director de la CIA y le pidió que realizase las investigaciones pertinentes de inmediato.
Esa misma noche, ya en el despacho, Gray recibió una llamada de Langley.
Habían traído a un informante árabe que creyó reconocer una fotografía. Se trataba de la joven. Era la hija de alguien con quien el informante había luchado en Irak, primero como parte de un movimiento clandestino contra Sadam Husein y luego contra la ocupación estadounidense. Cuando el informante vio la fotografía de la cara de Shah, lo reconoció de inmediato, aunque había cambiado mucho. Era el padre de la joven.
—¿Cómo se llamaba el padre? —preguntó Gray, impaciente.
—Adnan al Rimi —respondió el director de la CIA—, pero no puede ser. Está muerto.
Gray le dio las gracias y colgó. Accedió de inmediato a la base de datos, consultó una fotografía de archivo de Rimi y la comparó con la que tenía del hombre que decía llamarse Farid Shah. Aunque existía cierto parecido, no era el mismo hombre, ni siquiera teniendo en cuenta los cambios de barba, pelo y peso.
Se reclinó en el asiento y dejó las fotografías en el escritorio. La base de datos del NIC se había manipulado y las huellas y las fotos se habían modificado. Habían pagado a Patrick Johnson para que lo hiciera y luego lo habían matado. Ahora tenía sentido, pero ¿qué podía hacer él? Había estado librando aquella guerra a partir de información errónea. Era mucho peor que un desastre, era el mayor revés profesional de toda su carrera.
Salió y se sentó en el banco situado junto a la fuente. Mientras escuchaba el sonido relajante del agua, alzó la vista y contempló el complejo del NIC, la agencia de inteligencia más importante del mundo. En aquel momento supo que no le servía de nada. Aquel trabajo lo había hecho alguien de la agencia. Las sospechas que tenía sobre los terroristas matándose entre sí y «resucitando» después se habían visto confirmadas. Pero ¿quién era el traidor? ¿Hasta dónde llegaba la traición? A pesar de la infinidad de recursos a su alcance, Carter Gray estaba completamente solo.
Tom Hemingway se sentó en el suelo de cemento en la postura del loto. Tenía los ojos cerrados y el pulso y la respiración tan lentos que, a primera vista, no parecía estar vivo. Cuando se levantó, recorrió el pasillo y entró en otra habitación. Abrió con llave una pesada puerta, la traspuso, abrió otra y entró.
En el pequeño espacio, tumbada en el catre con los brazos y las piernas encadenados a la pared, estaba Chastity Hayes. La respiración regular indicaba que dormía. Hemingway se dirigió a otra habitación, donde otro prisionero mucho más importante dormía plácidamente. Se quedó en el umbral de la puerta, observando al presidente Brennan y cavilando sobre lo sucedido.
Cuando todo el mundo esperaba violencia, Hemingway les había ofrecido sensatez. Cuando todo el mundo imaginaba que se repetiría el estereotipo del musulmán fanático, les había sorprendido con elegancia. Sin embargo, ya existían precedentes. Gandhi había cambiado un continente entero con la filosofía de la no violencia. Las sentadas y manifestaciones por la paz habían derrotado a los segregacionistas del Sur. Poner la otra mejilla era el «nuevo» sistema de Hemingway. No sabía si funcionaría, pero valía la pena intentarlo porque, de lo contrario, preveía la destrucción de los dos mundos que tanto apreciaba.
Hemingway había reflexionado largo y tendido sobre qué detalles de la misión revelaría a los árabes. ¿Obedecerían órdenes si sabían que sus enemigos no morirían? No obstante, había decidido que si les pedía que muriesen por aquella causa al menos deberían morir informados. Era lo correcto. Así que los hombres de Brennan, Pensilvania, se sacrificaron sabiendo que sus objetivos no eran fulminados por sus balas. Hemingway había visto pocos actos de tamaña valentía. Consultó la hora. El mundo recibiría otro mensaje en breve referente al lugar en que se devolvería al presidente. Y sería tan desconcertante como el anterior.
Kate se reunió con el Camel Club en la casita de Stone y les informó de la visita fallida a Alex.
—Se culpa de lo ocurrido —explicó.
—Conociéndole, no me sorprende —replicó Stone—. Es un hombre orgulloso que se toma su trabajo muy en serio.
—El exceso de orgullo a veces es perjudicial —dijo Kate.
—Bueno, se nos acaba el tiempo —terció Milton. Tenía el ordenador encendido y señaló la pantalla—. Las cosas se están poniendo muy feas. —Los demás lo rodearon y observaron las noticias en la pantalla—. Aunque en el mensaje dicen que soltarán a Brennan, la violencia se está descontrolando. Las multitudes apalean y matan a los musulmanes en todo el mundo. Y los musulmanes se están vengando. En Kuwait tendieron una emboscada a cinco americanos y los decapitaron. Irak ha vuelto a desestabilizarse.
—Hasta los miembros islámicos más moderados —añadió Stone— piden a los secuestradores que EE. UU. lo pague caro.
—Un grupo terrorista ha pedido a los secuestradores que exija armas nucleares a cambio del presidente —dijo Caleb—. Por Dios, el mundo se ha vuelto loco. ¿Por qué la gente no se sienta, lee y se comporta con normalidad?
Reuben arqueó una ceja ante ese comentario ingenuo.
—El ejército está más que listo; una palabra y pasará a la acción.
—Eso podría provocar una guerra total contra el mundo islámico —dijo Caleb.
—Hay quienes la querrían —comentó Stone. «Por ejemplo, Carter Gray», pensó.
—Pero si liberan al presidente… —dijo Kate.
—Podría dar igual —replicó Stone—. Con el mundo tan dividido, basta un catalizador para iniciar la batalla final.
—Pero ¿y si averiguamos quién lo hizo? —preguntó Kate.
—¿Averiguamos? —exclamó Reuben—. No tenemos ni la más remota posibilidad de hacerlo.
—Te equivocas, Reuben —dijo Stone con gravedad. Todos le miraron—. Alex Ford vino a verme en una ocasión; tal vez haya llegado el momento de que el Camel Club le devuelva la visita.
Carter Gray recorrió el pasillo de una zona de celdas aisladas del NIC. Hizo una seña a los guardias y una celda se abrió.
—Señor Rimi —dijo Gray con tono triunfal—, ¿hablamos?
El prisionero fornido, tumbado en la cama bajo las mantas, no respondió. Gray le hizo una seña a los guardias.
Los dos hombres sujetaron a Rimi por los hombros e intentaron levantarle.
—¡Oh, mierda! —exclamó un guardia.
Soltaron a Rimi, que cayó al suelo.
Gray se acercó y observó el cuerpo. De la boca le salían tiras sueltas de esparadrapo. Se lo había arrancado del brazo herido, había formado una bola, se la había introducido a presión en la boca y se había asfixiado debajo de las mantas. El cuerpo ya estaba frío.
Gray miró la cámara de vídeo del rincón.
—¡Un hombre se suicida asfixiándose con esparadrapo y no veis nada! —chilló—. ¡Idiotas!
Arrojó el archivo en la celda de Rimi. Las fotografías cayeron revoloteando sobre el cadáver.
Mientras se marchaba furioso, los ojos vítreos del cadáver parecían seguir las zancadas del zar de la inteligencia. Si los muertos pudieran sonreír, Adnan al Rimi seguramente lo habría hecho.
Media hora más tarde, el helicóptero de Gray aterrizó en la Casa Blanca. No le apetecía reunirse con el presidente en funciones. Decidió que zanjaría el tema lo antes posible. Gray y Hamilton nunca se habían llevado bien. Hamilton había sido un viejo compañero político de Brennan y se había mostrado indiferente ante la estrecha relación que mantenían Brennan y el jefe de inteligencia. A Hamilton todavía, le dolía que el presidente le hubiera pedido a Gray, y no a él, que acudiera al acto de Brennan. Sin embargo, aquel acto había cambiado por completo su relación profesional y Hamilton había salido ganando. Gray suponía que su nuevo jefe buscaría cualquier oportunidad para despedirle, pero no pensaba dársela.
Informó a Hamilton del suicidio del detenido, pero no le comunicó identidad verdadera. Gray pensaba llevarse el secreto a la tumba.
—Sin embargo, señor, creo que estamos progresando —añadió.
—¿Y esto, Gray? —espetó Hamilton sosteniendo en al un Periódico islámico—. Entiendes el árabe, ¿no?
—«Finalmente pagan por sus pecados» —tradujo Gray el titular.
Hamilton le mostró otro periódico.
—En este pone «Tal vez el islam pueda poner la otra mejilla», publicado en un diario italiano. Mientras el presidente está vete a saber dónde, la prensa internacional insinúa que puede ser culpa nuestra. —Sostuvo en alto un papel—. En los últimos veinte minutos me han comunicado que un taxista musulmán ha sido arrastrado a plena luz del día en Nueva York y que ha muerto apaleado. ¿Y sabes qué? Había servido seis años en el ejército. ¡Nuestro ejército! Y dos ejecutivos de Halliburton fueron secuestrados delante de su hotel en Riad; los encontraron destripados en un callejón con la leyenda «Muerte a América» escrito en los cadáveres. Es el último de una docena de incidentes similares ocurridos hoy. El Pentágono está esperando mi orden de atacar a alguien con bombas nucleares y los de inteligencia son todo menos inteligentes. No tenemos ni una pista sobre el paradero de Brennan. —Miró a Gray, deseoso de oír una respuesta poco convincente para echársele encima.
Desde el día del secuestro, Ben Hamilton parecía haber envejecido cuatro años de golpe. Todos los presidentes que Gray había conocido habían entrado con el pelo negro y habían salido con canas. Era el cargo más estresante del mundo y, sin embargo, el más codiciado.
—Independientemente de cómo haya sucedido y de lo que diga la prensa internacional —dijo Gray—, los hábitos nunca cambian. Cuando suceda lo inevitable entonces tendremos la oportunidad que necesitamos.
Hamilton golpeó la mesa con el puño.
—¡Quiero a Jim Brennan vivo! Me da igual el trabajo que hayas hecho para el país. Todo esto ocurrió bajo tu vigilancia y eres responsable de ello. Un grupo de malditos árabes ha humillado al país. A no ser que el presidente regrese sano y salvo, dejarás de ser el director de la inteligencia de este país. ¿Queda claro?
—Clarísimo —respondió Gray sin inmutarse. Sabía que era pura retórica. Era imposible que el presidente en funciones se permitiese el lujo de despedir al director de inteligencia durante una crisis como aquella—. Pero permítame recordarle que, dada nuestra política exterior, no podemos asumir ninguna de las exigencias de los secuestradores. No podemos esperar una semana a que lo liberen, aunque tampoco creo que vayan a liberarlo. El pueblo americano no lo tolerará. Mientras tanto, la violencia irá en aumento.
—Bueno, entonces supongo que tendrás que encontrarle por tu cuenta —le espetó Hamilton.
Gray lo observó. Sabía perfectamente qué estaba pensando su adversario; los políticos eran demasiado transparentes. Ben Hamilton había deseado ese cargo más que nada en el mundo. Había cumplido pacientemente con su deber, esperando a que Brennan acabara sus dos mandatos antes de que le llegara el turno de ponerse la Corona Americana. Ahora tenía el trono, pero ¿sabía hacer su trabajo? Desde el punto de vista de Gray, ni por asomo. Ben Hamilton no valía ni para vicepresidente.
La jefa del Gabinete irrumpió en la sala, seguida de un agente del Servicio Secreto.
—Señor —exclamó—, acabamos de recibir un comunicado de Al Yazira. Los secuestradores han revelado el lugar donde liberarán al presidente.
—¿Dónde? —preguntó Hamilton.
—En Medina.
—¡Medina! —exclamó Hamilton—. ¿Cómo coño han sacado a Brennan del país y lo han llevado hasta Arabia Saudí?
—En un avión privado desde un aeropuerto privado —respondió Gray—. No es tan complicado.
Hamilton enrojeció de ira.
—Nos gastamos miles de millones en seguridad aérea y fronteriza y logran escaparse con el presidente de EE. UU. hasta Oriente Medio. —Miró a Gray de hito en hito como si pensara despedirle en aquel preciso instante.
—Tiene sentido —se apresuró a decir Gray—. Después de la Meca, Medina es la ciudad más sagrada del mundo musulmán.
—Ponte en contacto con los saudíes —ordenó Hamilton a la jefa del Gabinete— y diles que EE. UU. se anexionará Medina hasta que recuperemos a Brennan. —Miró a Gray—. Quiero que todos los recursos militares y de inteligencia se concentren en esa zona.
—Ahora mismo pongo manos a la obra, señor —dijo Gray mientras se levantaba. Quería abandonar la sala lo antes posible.