Carter Gray apenas había dormido desde el secuestro de Brennan y, sin embargo, no hacía progresos en la investigación. Treinta y seis horas después del secuestro del presidente, estaba sentado a la mesa de interrogatorios del NIC. Al otro lado, encadenado a la silla y vigilado de cerca por dos guardias fornidos, había un hombre que respondía al nombre de Farid Shah, que coincidía con sus documentos oficiales. Gray sabía que era un montaje y había logrado que los del FBI le entregaran a Shah, básicamente porque Gray estaba al tanto de los trapos sucios del director del FBI.
—Farid Shah, de India —dijo Gray—, pero no es indio.
—Mi padre era indio y mi madre saudí. Me parezco a ella —dijo el hombre con tranquilidad. Llevaba el brazo herido vendado en un costado. No iban a permitirle que llevara un cabestrillo porque era una herramienta muy eficaz para suicidarse.
—¿Un hindú que se casa con una musulmana?
—Le sorprendería saber que es más común de lo que cree.
—¿Y cómo llegó de India a América?
—América, tierra de oportunidades —respondió de forma vaga.
—¿Ahora los musulmanes reclutan a los hindúes como terroristas?
—Soy musulmán practicante. Estoy seguro de que me ha visto practicar el salat en la celda, ¿no?
—Señor Shah, usted me resulta familiar.
—He descubierto que para la mayoría de los americanos nos parecemos mucho.
—No soy la mayoría de los americanos. ¿Cómo consiguió el trabajo de guardia de seguridad en el hospital?
El prisionero bajó la vista y no respondió.
—¿Quiénes son estas personas? —preguntó Gray mientras colocaba las fotografías en la mesa—. ¿Familiares? —No hubo respuesta—. Las encontraron en su apartamento, por lo que en teoría las conoce. En la parte posterior de cada foto hay datos escritos en árabe. Parecen fechas de nacimiento y muerte e información adicional. —Sostuvo en alto la fotografía de un adolescente—. Dice que tenía dieciséis años cuando murió durante la guerra de Irán-Irak. ¿Era su hermano? ¿En qué bando estaba él? ¿En qué bando estaba usted?
Gray no esperó respuesta porque sabía que no la habría. Sostuvo otra fotografía, esta vez de una mujer.
—Dice que murió en la «primera invasión americana de Irak». Supongo que se refiere a la guerra del Golfo, cuando Irak invadió Kuwait y EE. UU. acudió en ayuda de Kuwait. ¿Era su mujer? ¿Luchó para Sadam Husein? —De nuevo, no hubo respuesta.
Gray cogió la fotografía de una adolescente. Le dio la vuelta y leyó:
—«Muerta en la segunda invasión de Irak». ¿Era su hija? —El prisionero seguía mirándose las manos—. Ha perdido a todos ellos, a su familia y amigos durante la guerra y la insurrección; musulmanes contra musulmanes y luego musulmanes contra americanos. ¿Se trata de eso? —Se acercó al prisionero—. ¿Es una cuestión de venganza?
Luego recogió las fotografías lentamente e hizo una seña a los guardias.
—Volveré en breve —le dijo al indio mientras se levantaba—. Y entonces me lo contará todo.
A la mañana siguiente, en respuesta a los rumores, se comunicó al país que durante el secuestro los terroristas habían utilizado armas sedantes. No había muerto ningún estadounidense, aunque muchas personas resultaron heridas durante la estampida de la multitud. Las muertes confirmadas de veintiún árabes produjeron estupor en el resto del mundo. El titular del New York Times lo resumía así: «¿Terroristas suicidas que sólo se matan a sí mismos?». Un comentario en el Washington Post se preguntaba si se debía al hecho de que los magnetómetros habrían detectado las armas reales. Sin embargo, nadie se explicaba por qué los francotiradores del hospital también habían empleado munición sedante. El titular del New York Post lo resumía sin rodeos: «¿Qué demonios está pasando?».
La violencia se propagaba por las calles de EE. UU. y el resto del mundo. Era cuestión de tiempo antes de que ocurriera una tragedia.
Esa misma mañana, la Casa Blanca recibió más noticias sorprendentes. Las principales televisiones estadounidenses habían recibido un mensaje de la cadena árabe Al Yazira comunicando que estaban a punto de emitir una nota con las exigencias del rescate que acababan de recibir. Los representantes de Al Yazira afirmaban que en la nota había revelaciones sensacionales. Nadie, ni siquiera el presidente en funciones, recibiría por adelantado una copia de las exigencias del rescate. Al parecer, los secuestradores querían que el gobierno las supiera al mismo tiempo que el resto de la población.
La reacción del presidente en funciones Hamilton, de haber sido en directo en la televisión, habría necesitado unos cuantos pitidos y recibido una reprimenda oficial de los censores televisivos por blasfemar en directo. Pero ¿qué podía hacer? Hamilton convocó al Gabinete, a los asesores y los militares más importantes para ver el comunicado.
—¿Cómo coño sabemos si esa gente tiene a Brennan? Podría ser una tomadura de pelo —advirtió el consejero de Seguridad Nacional.
—Exacto —convino el secretario de Defensa, Joe Decker. Era un respetado miembro del Gabinete que hacía bien su trabajo y se implicaba al máximo en los juegos políticos. Tenía fama de ser un hombre que no temía apretar el gatillo. Decker era un halcón de la administración Brennan y Hamilton confiaba en él para resolver la crisis.
Hamilton extrajo un papel del bolsillo.
—Las cadenas acaban de enviar esto a la Casa Blanca, junto con una carta de peticiones.
—¿Qué es, señor? —preguntó Decker.
—Dicen que son los códigos nucleares que llevaba el presidente Brennan. Tendremos que confirmar que sean los correctos. Obviamente, los códigos ya no son válidos.
Al cabo de unos minutos, tras una consulta rápida y una llamada telefónica, el secretario de Defensa miró a los demás, desalentado.
—Son los correctos.
Los hombres y mujeres de la sala bajaron la vista y evitaron el contacto visual. Todos estaban pensando lo mismo. Fuera lo que fuese lo que los secuestradores pidieran, sería algo que EE. UU. no podría permitir. Por desgracia, eso sellaría el destino del desafortunado James Brennan.
Un presentador de noticias entrecano apareció en la pantalla de plasma colgada en la pared.
—Juro por Dios —dijo Hamilton, verbalizando lo que temían todos los presentes— que si esos cabrones filman la decapitación de Brennan, en su país no quedará ni un edificio en pie.
El veterano presentador parecía alterado, pero comenzó a leer de inmediato. En primer lugar, EE. UU. y el resto del mundo debían reconocer que el islam era una gran religión y mostrarle el respeto que se merecía. Segundo, por cada dólar que EE. UU. daba a Israel o a Egipto, tendría que dar otro a Palestina para fomentar el desarrollo económico. Tercero, las tropas aliadas deberían retirarse por completo de Irak y Afganistán, aunque los cascos azules de la ONU podrían quedarse. Cuarto, debían eliminarse todas las bases militares aliadas de Afganistán. Quinto, todas las empresas privadas extranjeras dedicadas a la extracción de petróleo en Oriente Medio debían pasar a manos del país en que realizaban tales operaciones, incluyendo el oleoducto que atravesaba Afganistán. Sexto, cualquier empresa extranjera que se instalase en Oriente Medio debía ser propiedad casi exclusiva de árabes y debía reinvertir todos los beneficios en la región durante las dos décadas siguientes. Séptimo, EE. UU. y sus aliados debían acordar que no invadirían ningún país salvo que les atacara el ejército de dicho país o que existieran pruebas fehacientes de que ese país respaldaba un atentado terrorista contra EE. UU. o sus aliados. Octavo, EE. UU. debía dejar de utilizar su ejército para remodelar el mundo a su antojo y debía respetar la multiculturalidad de Oriente Medio. Noveno, debía reconocerse expresamente que muchos problemas de Oriente Medio se debían a la política exterior errónea y a la explotación colonial de Occidente.
Mientras se leía la lista, el desaliento aumentaba en la Casa Blanca.
—Las mismas gilipolleces de siempre —exclamó un general—. Ojalá fuesen más creativos.
—No podemos someternos al chantaje —dijo Hamilton. Miró alrededor buscando conformidad.
—Por supuesto que no —convino el representante de la Agencia de Seguridad Nacional.
—Claro que no —añadió el secretario Decker.
Todos empezaron a anotar las decisiones diplomáticas más adecuadas para el futuro inmediato. Entretanto, los generales y almirantes conferenciaron en un rincón para esbozar una respuesta militar.
La secretaria de Estado, Andrea Mayes, intervino.
—Un momento. Maldita sea, no demos por perdido a Jim Brennan. —Era una buena amiga del presidente.
El grupo del Pentágono la miró con incredulidad.
—¿De veras crees que nos lo devolverán así por las buenas? —espetó uno de ellos.
Se produjo un revuelo alrededor de la mesa hasta que lo acalló una voz poderosa. Todos se fijaron en Carter Gray, sentado al final de la mesa. Aunque su aura de invencibilidad había perdido fuerza, todavía se hacía respetar.
—Quizá —dijo señalando la pantalla— deberíamos escuchar el resto de las peticiones.
La sala enmudeció.
«Hay un apartado nuevo —comentó el presentador sosteniendo el papel. Se aclaró la garganta y leyó—: Los países civilizados que, de manera unilateral, imponen su voluntad con balas y bombas son terroristas y no tienen derecho a privar de ese privilegio a otros países. El que a hierro mata, a hierro muere. —El presentador hizo una pausa—. Ahora llegamos a la parte más extraña del comunicado, aunque, para serles franco, lo sucedido hasta ahora es la serie de acontecimientos más increíble que he visto durante los treinta y dos años que llevo presentando las noticias. —Hizo otra pausa, como si quisiera conferir a ese momento la gravedad que merecía».
—Maldita sea —bramó el secretario Decker—. ¡Suéltalo ya, por Dios!
El presentador comenzó a leer de nuevo:
«Se satisfagan o no estas exigencias, dentro de una semana a partir de hoy el presidente James Brennan será liberado ileso en un lugar seguro, hecho que se comunicará de inmediato a las autoridades pertinentes para su recogida. Sin embargo, pedimos al mundo que se tomen en serio estas exigencias si verdaderamente deseamos salaam. —El presentador se apresuró a añadir—: Eso significa “paz” en árabe».
Los presentes miraban el televisor tan desconcertados como sobrecogidos.
—¿Qué coño acaba de decir? —preguntó Hamilton.
—Ha dicho que se satisfagan o no las exigencias, liberarán ileso a James Brennan —respondió Gray.
—¡Y una mierda! —exclamó Decker—. ¿Creen que somos idiotas?
«No, no creo que piensen que sois idiotas», pensó Gray.
—Esto es ridículo —añadió Decker indignado—. Lo que quiero saber es dónde reclutaron a quienes llevaron a cabo todo esto.
Gray lo miró con desdén.
—Hay más de mil millones de musulmanes en el mundo. Sabemos que cientos de miles están dispuestos a morir por la causa. Los musulmanes se caracterizan por su fervor religioso y hacen lo que se les pide sin cuestionarlo. ¿Crees que, dadas las circunstancias, sería difícil encontrar a dos docenas dispuestos a sacrificarse? Estamos en guerra contra ellos, Joe. Si ni siquiera conoces a tu enemigo, creo que el Departamento de Defensa no es el más adecuado para tus capacidades.
—¿A qué coño viene…? —comenzó Decker, pero Gray lo interrumpió:
—Lo que debemos preguntarnos es quién urdió el plan. Dudo mucho que haya sido alguna de las organizaciones terroristas que conozco. Eso significa que hay alguien más. Alguien a quién debemos atrapar.